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Vergüenza no es una de esas series que se pueda recomendar a diestro y siniestro, seguros de dar en el clavo. Pese a ser tremendamente divertida, no es apta para todos los gustos. La primera comedia española producida por Movistar+, un salto sin red hacia el abismo del humor incorrecto, nos presenta a la pareja formada por Jesús y Nuria. Él es un fotógrafo de bodas empeñado en triunfar por sus otras fotos, las artísticas, las que no le aceptan en ninguna galería ni cobrando. Es inoportuno, está cargado de prejuicios y no ha aprendido a saber callar. Cuando intenta justificar alguna de sus actuaciones ofensivas, es mucho peor. Para demostrar que tiene razón, es capaz de derribar paredes, literalmente. Es machista, racista y egoísta recalcitrante.
Con semejante espécimen comparte su vida Nuria. Ella trabaja en una oficina, en un puesto que no la hace feliz, y subordina toda su felicidad a la posibilidad de tener un hijo con el zopenco de su compañero. A diferencia de Jesús, no tiene mala fe, es más bien tímida e insegura, aunque suele descarrilar a menudo con sus comentarios, es una acróbata de los malentendidos.
El humor aparece como un daño colateral, y cuando surge, la carcajada llega sofocada, acompañada de cierto sentimiento de culpa
Javier Gutiérrez y Malena Alterio deslumbran con el patetismo que imprimen a sus personajes, ese más difícil todavía que les permite seguir cayendo más bajo cuando piensan que han tocado fondo. Les acompañan unos secundarios impagables: Francisco Reyes como el vecino harto de conversaciones de ascensor con doble fondo malévolo, el imprescindible Miguel Rellán como el suegro asqueado y sobretodo Vito Sanz como Óscar, el compañero de trabajo inestable, cuya única pasión fija es el cine de los 90…
Javier Gutiérrez, el actor premiado por La isla mínima, visto en una serie de intenciones tan distintas como es Aguila roja y ahora en cartelera con El autor, es quien se arriesga más. No tan sólo le presta su propio apellido a Jesús, sino que asume un personaje que convierte la empatía en una utopía. La incomodidad de cualquier espectador mínimamente sensible se fuerza hasta límites difícilmente soportables. Es por ello que el humor aparece de manera esquinada, como un daño colateral inevitable, y cuando surge, la carcajada llega sofocada, acompañada de cierto sentimiento de culpa. A esa sensación contribuye en gran medida la intuición de que nosotros mismos, en alguna ocasión, hemos podido bordear esos comportamientos. Si miramos a los ojos de la imagen deformada en el espejo del parque de atracciones, reconoceremos cierta angustia y confusión que nos son propias. Algo en común tenemos con ese retrato esperpéntico que nos hace estremecer.
El mecanismo que nos lleva a la risa es inusual en una serie española: una situación cotidiana se desarrolla con aparente normalidad (una clase de inglés, una cata de vinos, un velatorio…) hasta que entra en escena el personaje distorsionador. Algunos ya lo conocen y tiemblan; otros, pobres incautos, se mantienen en su papel, todavía no sospechan que están en el radar de un insensato. Los espectadores sabemos que en cualquier momento, más pronto que tarde, va a estallar una bomba, detonada por quien nunca se ha parado a pensar que a menudo la hipocresía es un lubricante necesario para las relaciones sociales.
Como si se tratara de una película de terror sobre las andanzas de un asesino en serie, tenemos la tentación de taparnos los ojos o mesarnos los cabellos (cuando estos aún están ahí, cumpliendo su función ornamental), como si de esta manera evitáramos la desgracia en ciernes. Aquí no vale gritarle al protagonista que se aleje porque tiene la bruja acechándole detrás; en este caso, la amenaza no la tiene a sus espaldas, sino en su interior, revolcándose orgullosa en la ignorancia como un cerdo en el barro. Al final el asesino asesta la cuchillada y el imbécil suelta la frase inconveniente…
En la primera temporada hay gags memorables, de esos en los que te ríes con la “o”, entre expresiones sofocadas del estilo de “no, por favor” y “no puede ser”
Se trata de una serie creada por dos directores con personalidad y experiencia en el cine, Juan Cavestany y Álvaro Fernández-Armero. En una jornada de senderismo, ambos empezaron a hablar de lo más ridículo del comportamiento humano y decidieron concentrarlo en una ficción. No hay duda de que lo han conseguido. En la primera temporada de diez capítulos hay gags memorables, de esos en los que te ríes con la “o”, entre expresiones sofocadas del estilo de “no, por favor” y “no puede ser”. El mérito de Vergüenza va más allá. En los primeros capítulos podemos pensar que la serie será una acumulación de situaciones embarazosas, siguiendo un esquema repetitivo y previsible. Eso no sería negativo en sí mismo: la escuela Bruguera nos ha acostumbrado a leer una y otra vez historietas de una página que básicamente ya sabíamos cómo se iban a resolver; cuando a un personaje le había tocado la lotería y renunciaba a su puesto de trabajo, despidiéndose de su jefe entre risas y pedorretas triunfales, no hacía falta llegar a la última viñeta para deducir que había habido algún error con el número supuestamente premiado. Es una opción respetable, cultivada por muchas comedias de situación, conscientes de que la repetición resulta cómica.
Pero Vergüenza evoluciona con sus personajes a medida que estos, especialmente Nuria, se dan cuenta de su ineptitud social y luchan por mejorar. Esta serie es, también, una tortuosa historia de amor, el retrato de dos personas intentando encajar. Aunque nunca entendemos del todo qué hace Nuria al lado de un tipo tirando a detestable, víctima de un autoengaño permanente, podemos intuirlo, deseamos que tenga suerte en su empeño. Incluso Gutiérrez, uno de los actores que sabe reflejar mejor en su rostro el llanto contenido, llega a inspirarnos compasión en algún momento, la compasión por el que quizá no se soporta a sí mismo.
1. Basil Fawlty
John Cleese nos lo puso muy difícil para que le cogiéramos afecto a su personaje en Hotel Fawlty, propietario de un hotel rural en uno de esos rincones idílicos de la campiña inglesa, tranquilos hasta que Basil se pone en acción. Su nerviosismo resulta irritante y la manera de humillar a clientes y empleados, en especial al camarero Manuel -de Barcelona- es tan engreída como incompetente. Demostrando que el humor, por muy salvaje que nos parezca, siempre parte de la realidad, Basil Fawlty nació de la observación de un tal Donald Sinclair, propietario de un hotel en Torquay donde los Monty Python estaban alojados durante un rodaje para su Flying Circus.
Este Sinclair, un individuo capaz de arrojar un horario de autobuses a la cara de un cliente o de recriminarle a Terry Gilliam que los educados en Estados Unidos no cogen el tenedor con la mano correcta, inspiró a Cleese y a su pareja de entonces, la actriz Connie Booth (en la serie, la camarera llamada Polly), para llevarlo al extremo en la ficción. Sólo hace falta recordar el capítulo en que Basil se regodeaba ante unos huéspedes alemanes, recordándoles a cada momento su derrota en la Segunda Guerra Mundial, incluso imitando a Hitler con un paso de la oca bastante parecido a los movimientos de cierto Ministro de Andares Estúpidos.
A pesar de la profunda huella que dejó en los espectadores que han tenido la suerte de verla, esta serie tuvo dos únicas temporadas de seis capítulos cada una, la primera rodada en 1975 y la segunda en 1979, en la mejor tradición sintética de los británicos. En 1981 Televisión Española empezó a emitirla, habiendo convertido a Manuel en un italiano llamado Paolo, pero renunció a seguir con ella por las dificultades de adaptación. Llegó a las televisiones autonómicas en 1986 con rasgos diferenciales: en catalán le pusieron acento mexicano para saltarse el detalle que fuera de Barcelona y en euskera respetaron sus orígenes.
2- Mr. Bean
Algo diferencia del resto a la creación de Rowan Atkinson, prolongada en una serie de 1990 a 1995, dos películas y una serie de animación. El propio actor solía definirle como “un niño en el cuerpo de un hombre hecho y derecho”, una categoría que aspiran a alcanzar ciertos personajes de Adam Sandler y compañía sin conseguirlo. A diferencia de los otros sospechosos habituales aquí mencionados, el pobre Mister Bean es una buena persona y sus intenciones nunca son las de pisotear al prójimo o conseguir algo para su propio beneficio. Muchas de sus ideas peregrinas le tienen a él como única víctima, ya sea porque quiere conducir desde la baca de su coche o porque se le ha ocurrido rellenar un pavo de Acción de Gracias.
El hecho de que Mr. Bean fuera arrojado sobre los adoquines de Londres por un haz de luz despertó las teorías de los fans ¿y si Bean en realidad es un extraterrestre?
En la línea de los grandes clowns, él prácticamente no habla, otra ventaja respecto a los bocazas de los que hemos hablado. Aun así, cuando este tipo torpe y solitario se sienta a hacer un examen y despliega su panoplia de lápices, o cuando acude a misa sin conocer los himnos, sufrimos por la persona que tiene más próxima. Sabemos que va acabar desesperada o dándose a la fuga (en parte porque hemos visto el mismo gag cuarenta veces). El único que puede soportar sus marcianadas sin rechistar es Teddy, el osito de peluche.
Mr. Bean sería la versión muda del tipo más torpe de la historia de la televisión británica, Frank Spencer, interpretado por Michael Crawford en la serie Some mothers do ‘ave ‘em (conocida en Cataluña como N’hi ha que neixen estrellats). O incluso, por su carácter tan bonachón como inoportuno, podría ser primo lejano de Homer Simpson. Aunque quizá tenga un origen más digno de Cuarto milenio. El hecho de que en los títulos de crédito Mr. Bean fuera arrojado sobre los adoquines de Londres por un haz de luz despertó las teorías de los fans, siempre dispuestos a teorizar: ¿y si Bean en realidad es un extraterrestre? Atkinson no ha descartado nunca esa posibilidad. De su parecido con Zapatero, hablaremos otro día…
3. David Brent
Aunque Ricky Gervais no se caracteriza precisamente por dar vida a personajes encantadores, de esos con los que te irías sin problemas a tomar unas copas, el protagonista de The Office se lleva la palma. Hablamos, por supuesto, de la versión original inglesa; de nuevo 12 únicos episodios, más un par de especiales, emitidos entre 2001 y 2003. Brent ha sido retomado por Gervais en algunos cortos y en la película de 2016 David Brent: Life on the road, siguiendo al personaje en una pequeña gira con la que sigue persiguiendo su sueño de ser una estrella de rock (parece que de lo poco que podía presumir es de saber tocar la guitarra).
Gervais ha explicado que Brent surgió a partir de diversas experiencias vividas en los años en que trabajó en oficinas reales
David Brent es un mando intermedio de una empresa papelera en crisis, un entorno de trabajo gris y enmoquetado que parece sacado de un vídeo de algún método de inglés de los 70 o los 80 (los más veteranos recordarán el Follow me). Esa posición de poder relativo le convierte en un peligro público, especialmente por su empeño en ser el jefe más gracioso y enrollado, incluso a la hora de montar una tediosa charla motivacional. Pretende sepultar la mediocridad mediante bailes y monólogos absurdos, que nunca son recibidos como espera por parte de unos empleados que tienden a burlarse de él. Tras rematar la broma, el silencio incómodo. Digámoslo claro: además de ser racista, homófobo y algo baboso con las mujeres, David Brent tiene la gracia en el culo.
Su homólogo norteamericano, Michael Scott, el personaje de Steve Carell en el The Office de Estados Unidos, es algo más entrañable, pero sólo un poco. Años después Gervais ha explicado que Brent surgió a partir de diversas experiencias vividas en los años en que trabajó en oficinas reales. La primera escena de la serie estaba inspirada por una persona que lo había entrevistado en una agencia de trabajo temporal cuando Gervais tenía 17 años: esa manera de asegurar que le conseguiría un buen trabajo y que haría realidad sus sueños.
David Brent es postureo en estado puro. Y lo peor: al ser The Office un falso documental, a menudo le vemos sacando pecho en sus declaraciones directas a cámara, lanzando miradas de superioridad o de presunta complicidad con el espectador, justificando su conducta mediante afirmaciones que entran en contradicción con las escenas indecorosas que le acabamos de ver protagonizar. Al fin y al cabo… ¿no será que estos personajes nos atraen porque verlos actuar desenfrenados, sin ningún sentido de la mesura o del ridículo, nos hace sentir mejores? Eso, francamente, sería vergonzoso.