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Julio César (interpretado por Ciarán Hinds) en la primera temporada de 'Roma' / HBO
Aceptémoslo: Aunque hubo un momento, en nuestro paso por la escuela, en que algún voluntarioso profesor de Historia nos habló, con ánimo de ser riguroso, de figuras como Julio César, Octavio Augusto o Marco Antonio, la visión que el gran público tiene hoy de la Antigua Roma se ha construido, en buena parte, más que a través de los testimonios de Tito Livio o Tácito y sus continuadores, mediante la evocación de los mitos del cine.
Inevitablemente, para diversas generaciones de espectadores, Nerón tiene los rasgos del rollizo actor británico Peter Ustinov, Calígula se parece más bien a un joven con aires de pandillero psicopático llamado Malcom McDowell, y Cleopatra no es la mujer menuda y de piel morena que describen los historiadores, sino una diva del cine de presencia imponente, tez pálida y ojos violetas llamada Elizabeth Taylor.
La era del péplum
Desde los tiempos de cintas como el kolossal italiano Cabiria (1914), de Giovanni Pastrone, o el Ben-Hur (1925) de Fred Niblo, la industria cinematográfica advirtió el potencial comercial del llamado «cine de romanos». Enseguida quedó claro que no se trataba de recrear de forma fidedigna una época, sino de construir una imaginería cautivadora, que, aunque pudiera tener algunos visos de verosimilitud, se permitía numerosas «licencias» artísticas. Los directores de arte, decoradores y encargados de vestuario del cine de Italia o Estados Unidos dieron rienda suelta a la imaginación, con una concepción barroca y gozosamente desaforada de la puesta en escena, en recreaciones libres de los oropeles de Egipto, Grecia o Roma que recuerdan poderosamente el estilo arquitectónico más grandilocuente de Las Vegas.
Pronto se afianzó un nuevo género híbrido que mezclaba a placer el cine de aventuras, los relatos bíblicos, los mitos y leyendas, y la crónica histórica dispuesta a tomarse todo tipo de libertades. El tono épico y engolado y la estética kitsch convivirían sin aparente contradicción en estas películas que el crítico francés Jacques Siclier bautizó, desde las páginas de Cahiers du Cinéma, como péplums, en alusión metonímica a las túnicas más usadas por los encargados de vestuario. El péplum ha sido cultivado, a lo largo de los años, por artesanos de la serie B (sobre todo en Italia), desde Carmine Gallone a Tinto Brass pasando por un director debutante llamado Sergio Leone, y también por directores de renombre de los grandes estudios de Hollywood como Cecil B. De Mille, King Vidor, Joseph L. Mankiewicz, Stanley Kubrick, Anthony Mann, William Wyler o, más adelante, Ridley Scott y Oliver Stone.
Al igual que sucedió con otros géneros unidos al cine clásico -como el western o el cine de aventuras-, el péplum empezó a languidecer progresivamente una vez iniciada la Modernidad. Sin embargo, la nueva Era Dorada de las series ha permitido dar una nueva vida televisiva a géneros cinematográficos prácticamente extinguidos a través de vibrantes «juegos de estilo» y ejercicios manieristas que incorporan una interesante combinación de comercialidad y riesgo.
El neopéplum televisivo
Hace ya quince años, BBC, HBO y RAI unieron esfuerzos para llevar adelante una ambiciosa superproducción, rodada en los alrededores de Roma y en los míticos estudios Cineccittà, que mostraría el paso de la era de la República al Imperio Romano. Roma era una mezcla de drama de aventuras y film de intrigas políticas que desmontaba la idealización de la Antigüedad característica de la era del péplum. La serie ofrecía una visión de un pasado turbulento y repleto de violencia, con una estética cercana al «realismo sucio» -de modo análogo a lo que Deadwood hacía con el imaginario del western-, que serviría de inspiración para otras series de ambientación pseudohistórica situadas en distintos escenarios, como la Escandinavia medieval de Vikingos o incluso el universo puramente ficcional de Juego de Tronos. Hay aquí un tono deliciosamente decadente en la descripción de la vida de los privilegiados -que tampoco hace ascos al «relato libertino», con osadas escenas de carácter sexual, que, por momentos, evocan el espíritu despendolado del Calígula (1979) de Brass–, y que contrasta con la sequedad casi peckinpahniana de la vida de los más desfavorecidos, atrapados en un mundo rudo y pestilente.
‘Roma’ apuesta por introducir al espectador en un mundo que alterna lo hedonista y lo visceral, lo lujoso y lo vulgar, lo presuntamente civilizado y lo genuinamente salvaje
Parte del tono agreste de Roma se debe probablemente al más famoso de sus creadores, el director, productor y guionista John Milius. Su fascinación por la violencia y las armas, por los relatos protagonizados por «machos alfa» en crisis con su entorno, y también por las historias alegóricas con resonancias sociopolíticas controvertidas, se hicieron patentes ya en su etapa como guionista en títulos tan distintos como Harry, el sucio (1971) o Apocalypse Now (1979). En Roma se alió a William J. MacDonald y Bruno Heller para crear un relato torrencial que iba más allá del contexto de su época. Roma era ante todo una sólida metáfora de la fundación de la civilización humana, basada en la violencia, la desmesura y la ambición de poder.
Tal como explica el politólogo Mirela Kadrić, la serie se desvía de las representaciones tradicionales de la Antigüedad Romana para proponer una relectura heterodoxa que incorpora diversos giros argumentales marcados por la irrupción de lo accidental y lo fortuito, y que contiene, además, un subtexto reflexivo de carácter político. Los compases iniciales del primer episodio ya dejan clara esta voluntad, mostrando el rostro erguido de un César ávido de poder (Ciarán Hinds) y, a continuación, la faz ensangrentada del centurión Lucio Voreno (Kevin McKidd), inmerso en una cruenta batalla. Desde el principio, queda claro que la serie está dispuesta a abordar las tensiones de la «lucha de clases», contraponiendo el mundo lujoso de los más aposentados con el «lodazal» en el que habitan el vulgo y los soldados como Voreno. En lugar de fiarlo todo al rigor histórico, Roma apuesta por hacer sentir al espectador todo el «sabor» de la época, de introducirlo de lleno en un mundo que alterna lo hedonista y lo visceral, lo lujoso y lo vulgar, lo presuntamente civilizado y lo genuinamente salvaje.
https://www.youtube.com/watch?v=iIMobQCQW6o
Forrest Gump en Roma
Todo ello es posible gracias a un acierto de guion: colocar en el centro del relato a dos personajes que, en las crónicas históricas, aparecen sólo de refilón. Lucio Voreno y Tito Pullo (este último, interpretado en la serie por Ray Stevenson) fueron dos centuriones, al parecer rivales, que aparecen mencionados en los Comentarios sobre la Guerra de las Galias de Julio César. El hecho de que sepamos poco de ellos, permite a los guionistas convertirlos en protagonistas anónimos de diversos hechos históricos de trascendencia. Como Forrest Gump, Lucio y Tito siempre parecen estar en el lugar indicado, en el momento preciso.
Voreno es el hombre común que, en la primera temporada emprende el «viaje heroico», mediante gestas como recuperar el estandarte robado de César o liberar a Octavio de sus captores. Pero, Voreno no es un héroe unidimensional: también se verá asaltado por sentimientos coléricos, sufrirá la pérdida de su mujer, Niobe, y, en cierto momento, se dejará arrastrar a los infiernos. Pullo, en cambio, es presentado como una suerte de antihéroe, un superviviente irónico y expeditivo, también violento y amoral, protagonista de un eterno «relato picaresco» que no evita los momentos oscuros, y que finalmente le permite alcanzar cierta redención personal.
Quince años después de su estreno, merece la pena recuperar las dos temporadas de una serie que trazó un sendero que luego han transitado muchas otras ficciones televisivas de ambientación histórica. Roma liberó al péplum del kitsch decorativo de la era de los grandes estudios, de la impostura del cartón piedra y el tecnicolor, para ofrecer una nueva forma de épica desmitificadora y salvaje, de aliento shakespeariano, que confirmaba algo que ya podíamos intuir: que la experiencia humana ha sido, desde la Antigüedad hasta hoy, un cuento contado por un idiota (o quizá por dos), lleno de ruido y furia, que no significa nada.