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Es lo que ocurre cuando nos dejamos cegar por los neones. En este caso eran deslumbrantes, de un fulgor casi radioactivo. El guionista de Perdidos, Damon Lindelof, coge un best seller de misterio de Tom Perrotta y lo convierte en «la serie que hay que ver» con la ayuda del propio autor de la novela. ¿Y sabéis en qué canal? ¡En la HBO! Si me dicen que una de las actrices saldrá de la pantalla estilo La Rosa Púrpura del Cairo para abrillantarme el bajo vientre durante la emisión, diablos, me lo creo. Excitación desmesurada. Serotonina seriéfila a borbotones. Y la caída siempre es más dura. Demasiado neón para una generación de serieadictos muy dados a la inflación salvaje de expectativas, desesperadamente necesitados de una nueva cabecera que dé sentido a su vida sedentaria. El triple gancho Nostalgia Lost-Lindelof-HBO ha terminado siendo como un puticlub de carretera: el cartel luminoso prometía un palacete lleno de sirenas rubias y Malta 12 años, pero al entrar nos hemos encontrado con un meublé apañadito, dos o tres meretrices aprovechables y un whisky… decente.
La idea de partida es un caramelo para los que buscan descargas de misterio con el voltaje de Perdidos. De un día para otro, el 2% de la población mundial se esfuma, desaparece, como si alguien se hubiera llevado a la gente Dios sabe dónde. ¿Ha sido el rapto obra divina? ¿Se han ido los buenos y las sobras se han quedado en la Tierra? ¿O es al revés? ¿Chutlhu está jugando con nuestras almas y no nos hemos enterado?
El piloto se sitúa tres años después del evento, en un enclave rural estadounidense que recuerda sobremanera a la paisajística Friday Night Lights –se nota la mano de Peter Berg, experto en pueblecitos yanquis tristones, en la dirección del piloto–. En dicho marco, las nuevas vidas de los afectados por alguna desaparición se entrecruzan, desplegando un intrincado troquel de dramas personales. Y ahí es donde prefiere cernirse la cámara, en el drama psicológico de la telaraña de afectados por la misteriosa ascensión.
«El dramón new age rayando la vergüenza ajena»
Aunque el comienzo es fulgurante y golpea con eficacia, el resto del piloto describe una curva descendente en sus pulsaciones, adoptando un trote cochinero algo enojoso y saltándose a la torera el suministro de pistas. La primera toma de contacto es una simple presentación de hora y cuarto de dramas. Dramas hipertrofiados, a veces ridículos en su exageración: la gente del pueblecito está sumida en un estupor depresivo que desespera. Peña narcotizada, dolida, amargada, yo qué sé, al final del episodio hay un pobre diablo que, de tanto dolor, se tira en una piscina y grita y grita como un loco bajo las aguas… El dramón new age rayando la vergüenza ajena. Por no mencionar la obligada cuota de rebelión juvenil que parece imperar en todas las series americanas actuales. La hija adolescente del protagonista apesta. Estoy harto de este springbreakerismo existencialista de baratillo; de las fiestas locas con sexo, porros y drogas; de la angustia adolescente del yanqui de clase media con diarrea canina en lugar de cerebro.
A esto hay que añadirle un espeso barniz de espiritualidad que haría babear como un bulldog a Paloma Gómez Borrero. Las dudas religiosas, el desengaño con Dios, la intensificación de la fe, la proliferación de nuevos cultos… Después del rapto divino –o lo que sea–, la fe entra en una nueva era, describe nuevos caminos; algunos de ellos tan exóticos como la secta de fumadores mudos que visten de blanco, un recurso que descoloca. Todavía no sé si este grupo es una genialidad o una soberana ridiculez. Espero resolver la duda más adelante. Lo que sí me gusta es la inquietante figura de un mesías negroide del que tampoco sabemos nada. Un líder insondable, un profeta nubio, un oráculo que vive sobreprotegido por hombres armados en una especie de granja fortificada. Mami, qué será lo que quiere el negro…
«En una hora y cuarto, el piloto se las apaña para que no nos enteremos de la misa la mitad, no arroja la más mínima luz sobre el gran enigma y deja demasiadas esquinas a oscuras»
¿Y el misterio? Bien, gracias. En una hora y cuarto, el piloto se las apaña para que no nos enteremos de la misa la mitad, no arroja la más mínima luz sobre el gran enigma y deja demasiadas esquinas a oscuras. De hecho, la información más jugosa la obtenemos de un telediario que ofrece la lista de algunos famosos abducidos por Dios. Me parece fetén que se piren al otro mundo Jennifer Lopez, Condoleeza Rice o Shaquille O’Neal, pero por qué diablos nos han privado de Gary Busey? En serio, sería de cabrón cargarse la serie por semejante contención, necesitaré varios episodios más para ver cómo acomete Lindelof la parcela sobrenatural (y para ver también si es capaz de satisfacer mis altísimas expectativas).
En este ligero desorden de dramas personales entrelazados, fes rotas, chispazos new age y sectas adoradoras de la nicotina, The Leftovers consigue sobreponerse por los pelos a sus defectos y deja con las justas ganas de más en los minutos de descuento. Hay algo ahí bajo la alfombra que, de momento, me sigue atrayendo. Seguramente me han seducido las folladas sin censura y las pajas juveniles con estrangulamiento –el piloto va fuertecito–. O la banda sonora de Max Ritcher, que coloca maravillosamente los gorgoritos de James Blake en el paisaje rural de la serie. No sé, quizás me he dejado llevar por las imágenes oníricas y las metáforas animales que encierra la trama. Esa jauría de perros otrora domesticados, devorando con saña a un ciervo, es un destello de calidad incuestionable, mi pasaje favorito. El poder del misterio y la capacidad seductora de la idea de partida siguen pesando más que los lastres del piloto de The Leftovers. Sí, por supuesto que veré el siguiente episodio, pero con la mano acariciando peligrosamente el botón rojo, que quede muy claro.