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A estas alturas, resulta casi entrañable que alguien se empeñe en mantener viva aquella costumbre ancestral de tantos distribuidores españoles que a la hora de traducir títulos optaban por ponerse salerosamente creativos. Esos que decidieron, quién sabe bajo el influjo de qué constelación, que Rosemary’s Baby era demasiado enigmático, dónde vamos a ir a parar, y se cargaron todo posible misterio apostando por La semilla del diablo, mucho antes de que el término spoiler fuera vocablo de curso legal.
Sin llegar a tales cotas de osadía interpretativa, en plena era de poliglotismo militante en que incluso tu cuñado, ese que jamás pasó por una academia de inglés porque ya ves tú a estas alturas, se refiere con soltura a The Wire, Mad Men o Breaking Bad, la primera temporada de Breeders se estrenó en HBO España bajo el título Bendita paciencia. Ahí es nada. Por lo visto, una serie titulada Criadores, o Reproductores, hubiera asustado a la audiencia. Quizás sea cierto.
A ti te hablan de Breeders así a bocajarro, sin contexto alguno, y lo primero que piensas es que se trata de una producción terrorífica de serie B de los ochenta, protagonizada por alguna raza de monstruos del tamaño de un enano de jardín. Aquí hay enanos, pero no es que sean monstruosos; es cosa de la edad. Curiosamente, los capítulos de la segunda temporada que se acaba de estrenar han dado marcha atrás y han abandonado el rótulo traducido de los diez primeros capítulos. Así que quizás ahora ya podamos hablar de Breeders.
Puestos a comentar palabros, hay uno un poco enervante que encaja a la perfección en este proyecto para la BBC y Sky concebido por Martin Freeman, un actor que por sí solo justifica el visionado de todo aquello en lo que intervenga y que aquí ha querido reflexionar con toda honestidad y libre de tapujos sobre su propia experiencia paternal. Breeders es una dramedia. Ya está, ya lo he dicho. Por favor, no disparen. En esto de alternar las dos máscaras del teatro, que al fin y al cabo son también los dos extremos de la vida, los británicos han demostrado ser unos expertos (allí están Crashing, Fleabag, State of the Union, After life o Catastrophe, que sería de toda esta lista la que tiene más elementos en común con la que nos ocupa).
Si bien es cierto que a menudo se acaba imponiendo el chascarrillo ingenioso, esto no es una comedia de situación. De las risas enlatadas ya no nos llega ni el eco lejano. Y es precisamente en sus pasajes más despojadamente humanos, o en aquellos que pretenden reflejar las contradicciones inherentes a las relaciones paternofiliales de diversas generaciones sin buscar el chiste a cualquier precio, donde la serie consigue atrapar al espectador. El punto fuerte de Breeders es la facilidad con que se combinan situaciones en las que se puede ver reflejado cualquier padre de vecino (o madre, por supuesto), desde el insomnio perenne al qué dirán, con algunas tramas inesperadas que nos dejan con el corazón en un puño.
Cuenta Freeman que uno de sus mantras cuando hablaba con los guionistas era «hacedlo menos divertido». Sabe de lo que habla: el protagonista de The Office, Sherlock y El hobbit tiene dos hijos de su relación con la actriz Amanda Abbington, que en la ficción fue pareja de su Doctor Watson. Aunque ahora ya están separados, fue a Abbington a quien Freeman le comentó el germen de Breeders. Una noche, soñó la que se convertiría en la primera escena, aquella en la que un padre vencido por el sueño se promete no chillar a los niños que están armando un escándalo en plena noche, porque sólo servirá para que todos se sientan peor, y aun así al abrir la puerta de la habitación les acaba montando una bronca de padre y muy señor mío, pasándose por el forro los consejos más elementales de educación emocional. Que a los padres también se les va la pinza… y también tienen sus rabietas.
Plantear un conflicto donde un padre tiene un problema grave de gestión de la ira es un acto de valentía narrativa
Freeman asegura que ser padre le hizo darse cuenta de que no era tan buena persona como se había permitido creer, una afirmación con la que, siendo sinceros, podrían comulgar muchas otras personas en su situación, hombres y mujeres. Su personaje se ve obligado a reconocer que, por lo que respecta a la comunicación con un hijo de siete años y una hija de cuatro, tiene un problema grave de gestión de la ira. Plantear un conflicto de este tipo supone un acto de valentía narrativa. Especialmente porque huye del retrato de brocha gorda que hubiéramos podido encontrar en un drama familiar de telefilm de sobremesa. Paul Worsley no es un maltratador. Es, simplemente, un ser humano enfrentado a una de las pruebas de estrés más intensas que puedes experimentar en tu vida. Quiere con locura a Luke y Ava, moriría por ellos… pero a veces los mataría.
Por cierto, tiene algo de revolucionario que en el ejercicio de sus funciones el padre sufra tanto o más que la madre (Ally, interpretada por Daisy Haggard, de quien tenemos en Filmin la dramedia, Back to Life, escrita y protagonizada por ella). Hay una voluntad explícita de huir de la imagen del Peter Pan masculino despreocupado que le cede el timón a la mujer solícita. Y sí, ya sé que he vuelto a decir dramedia.
El mito de la crianza como una fuente inagotable de felicidad lleva siendo deconstruido desde hace unos años. Deconstruido de verdad. Ya no se trata de aquella broma gastada por el uso, la de que cuando son pequeños te los comerías y más tarde te arrepientes de no haberlo hecho, a la que recurren por igual tu cuñado poco ducho en inglés y tu tía la moderna. Ni de las advertencias catastrofistas y cansinas de que los padres veteranos les dedican a los primerizos, ese «uy, prepárate» henchido de la suficiencia del que ha conseguido superar la rigurosa prueba de acceso a un club privado, ese que te anuncia todo tipo de calamidades postparto, pero se contradice inundando las redes sociales con expresiones de orgullo y satisfacción hacia sus vástagos.
Paul y Ally especulan sobre cuál sería el edredón más adecuado para ahogar a los niños… Y no nos hacen dudar de su amor por esas criaturas
Actualmente los comentarios sobre los aspectos oscuros de la maternidad van más allá del tópico. Las confesiones sinceras respecto a la experiencia de tener hijos, tanto por parte de personalidades públicas como en las conversaciones informales entre compañeros de trabajo y amistades, están normalizando aquello que hasta hace poco era tabú. Poder expresar que es lo mejor que te puede pasar en la vida, y a la vez, en algunos momentos, lo peor, sirve de necesaria terapia colectiva. Asusta pensar cómo se debían sentir aquellas mujeres que durante tantas generaciones se vieron relegadas al ámbito doméstico y se ocuparon de manera exclusiva, casi en solitario, del cuidado de los niños, sin poder compartir sus inquietudes y sus crisis, por miedo a ser calificadas malas madres. Ser mala madre, o mal padre, es otra cosa. Son otras cosas. Y Breeders no va de eso.
Para levantar el proyecto, Martin Freeman contó con la complicidad de Chris Addison y Simon Blackwell, actor uno y guionista el otro de la maravillosa sátira política The thick of it (inexplicablemente ausente de nuestras plataformas). No se trata de alcanzar las cotas de furia bíblica exhibida por el personaje de Peter Capaldi en aquel hito de la comedia británica, sino de bajar al terreno de la cotidianidad, en la que también hay ruido y desesperación. Por lo visto, las primeras reuniones de Freeman, Addison y Blackwell tuvieron mucho de esa terapia de grupo a la que me refería más arriba.
Parte de las experiencias paternales expuestas en esos encuentros conforman el entramado de situaciones de la serie. La química existente entre Freeman y Daisy Haggard hace el resto y acaba germinando en diálogos memorables. Incluso impensables unas décadas atrás en una producción destinada a un público mayoritario. Por poner sólo un ejemplo, en sus minutos iniciales, Paul y Ally especulan sobre cuál sería el edredón más adecuado para ahogar a los niños. Y no nos hacen dudar en ningún momento de su amor profundo por esas criaturas.
Quizás en algunos momentos de la primera temporada, el tono agudo de réplicas y contrarréplicas te hacían pensar que Aaron Sorkin estaba agazapado debajo del fregadero, haciendo las funciones de apuntador. Nadie es tan brillante todo el rato, ni completa siempre las frases de su partenaire a tanta velocidad. Incluso las discusiones conyugales más vehementes, seguidas del guiño cómplice de quien lleva años conviviendo, dejan entrever en ocasiones las estrategias de guion encaminadas a resolver el conflicto en menos de media hora. Por supuesto que se podría decir lo mismo de Friends, todavía hoy una de las sitcoms más recordadas (y más consumidas).
Pero en el caso de Breeders y de tantas otras nuevas comedias con vocación naturalista que han desmontado el artificioso andamio de la sitcom clásica, consistente en marcar una breve pausa después de cada gag para que el público tenga tiempo de reír a gusto, la exigencia de realismo es mayor. En los últimos capítulos y en la recién estrenada segunda temporada, los guionistas han ajustado el tono. Breeders es el retrato de una familia imperfecta, y por ello nos es más fácil empatizar con los Worsley que con los Huxtable, el clan protagonista de La hora de Bill Cosby, por citar la que, desde la perspectiva actual, posiblemente fuera la sitcom más hipócrita de la historia.
El realismo de ‘Breeders’ hace que empaticemos más con ella que con, por ejemplo, ‘La hora de Bill Cosby’, posiblemente la sitcom más hipócrita de la historia
En un momento de cierto parón más industrial que creativo, en que la pandemia ha retrasado grabaciones y ha dejado el catálogo de novedades algo estancado, el estreno de una serie rodada en Londres entre septiembre y diciembre de 2020, sorteando la sombra omnipresente del COVID sin hacer mención a ella, es una magnífica noticia. Ya habrá tiempo de ver ficciones en que el reparto lleve la inevitable mascarilla. Breeders plantea un tema universal y eterno al que no le hubiera sentado bien un contexto tan anclado en el tiempo. En esta segunda temporada ha optado por avanzar seis años hacia adelante, tras un arduo proceso de casting para encontrar nuevos actores infantiles, marcado por el confinamiento: ahora Luke tiene 13 años y Ava tiene 10. Poner el foco en la preadolescencia permite centrarse en nuevos contratiempos, relacionados con la dificultad de ir encajando en la vida adulta. No todo ha cambiado: cerramos la primera tanda de episodios preocupados por Luke, y reencontramos a los personajes afrontando los posibles problemas psicológicos del primogénito, un tema tratado con una especial sensibilidad.
Otra de las señas de identidad que se mantiene es el contrapeso que juega la generación anterior, la de los abuelos, la que jamás se planteó la paternidad en los cuidadosos términos actuales, en ocasiones algo relamidos y excesivamente condicionados por los manuales de autoayuda. No quiero decir con ello que cualquier educación pasada fuera mejor, ni mucho menos, que aquello de que una bofetada a tiempo educa era una auténtica sandez, como su variante hardcore, la de que la letra con sangre entra. Por muy exagerado que parezca, la reticencia del padre de Paul a abrazar a su hijo es el símbolo de otros tiempos menos atentos a los matices psicológicos. El trato de Paul y Ally con sus familias respectivas es la constatación definitiva de que la manera de enfocar la crianza ha evolucionado, en lo bueno y en lo malo, pero el estado natural de las relaciones materno y paternofiliales tiende a la incomprensión y al desacuerdo. De nosotros depende que sean discordias amables, resueltas con cariño, capacidad de ponerse en el lugar y la edad de la otra persona y buen humor (blanco o negro, según el caso). Una vez asumidos estos mínimos exigibles para una convivencia duradera, a lo único que se pueden aferrar unos progenitores responsables después del necesario proceso de reproducción es a la paciencia. Más que bendita, infinita.