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Juan Carrasco (Javier Cámara) se ha colado por una de esas puertas giratorias que exige tener acceso a un libro de contraseñas que solo se reparte en el congreso y que ha tenido ilustres usuarios como Felipe González, José María Aznar o Miquel Roca. Trabaja en una gasista, vive en una lujosa urbanización y un arquitecto turco le ha plantado un voladizo de tres mil folículos en el cráneo para disimular el despejado helipuerto que lo ocupaba con anterioridad. Es un triunfador, y así nos lo presentan Diego San José (guionista y creador de la serie) y Víctor García León (director del capítulo).
Venga Juan arranca con un plano general de la city madrileña -con ese halo de parque temático empresarial- para introducirnos en el despacho del que fuera ministro de agricultura. Suena el «Eloise» de Tino Casal mientras él paladea un whisky. Su rostro se refleja en el cristal de la oficina -la primera imagen del expolítico es, pues, un espejismo- y apreciamos sus visibles cambios físicos y la seguridad que emana de su gesto. De ahí saltaremos a un plano general del despacho, con Carrasco ocupando el centro del encuadre y marcándose una coreografía al son de la versión española del éxito de Barry Ryan. Es un winner, un crack, el puto rey del mambo (así lo confirmará la segunda secuencia, una estrafalaria estampa sexual con mansión al fondo y empresaria de éxito en primer plano).
Sin embargo, las cosas empezarán a torcerse cuando la Audiencia Provincial de Logroño investigue los sobrecostes de un tanatorio construido cuando Carrasco era alcalde de la capital riojana, un aumento presupuestario que, presuntamente, sirvió para financiar la campaña electoral del propio Juan. Metidos ya en el terreno del cohecho, la falsedad documental y el tráfico de influencias; en las biografías de Bárcenas (los famosos papeles citados directamente en los créditos), Casado (y los masters sin cursar) y Rato (la detención), San José y García León empiezan a jugar con los tonos. Este 3.01 asume un ritmo vivaz, propio de una screwball comedy que, trasladada a la contemporaneidad serial, han adoptado títulos como The Good Wife (la percusión en la banda sonora marcando el tempo).
Es lógico que un episodio que empieza hablando de un tipo con éxito se mire en la comedia sofisticada (del ritmo al diseño de producción), como también lo es que, a medida que el descalabro se engrandece, esa pátina lujosa vaya descascarillándose para dejar paso a un escenario desangelado, cutre y a unos referentes muchos menos glamurosos (y mucho más hispanos). No es casual, pues, que el actual jefe de Carrasco en EnterGas le comunique la mala nueva (el inicio del proceso judicial) en una azotea en construcción, un esqueleto arquitectónico que revela la verdadera realidad económica de Juan, pero también y sobre todo, la psicología de un personaje que vive de prestado en un entorno opulento y que, a su vez, está tan vacío por dentro como esa amplia nave en la que departe con su superior.
El arranque de las investigaciones por parte de las autoridades activará una escalada de desastres que comenzará con el envío de un comprometido audio de WhatsApp (remedo de aquel famoso «sé fuerte, Luis» de M. Rajoy a Bárcenas), seguirá con la destrucción de un ordenador que contiene información comprometida y terminará con un registro en el flamante nuevo domicilio de Juan Carrasco. Esos incidentes servirán para reunir a los personajes protagonistas de las dos primeras entregas, ahora separados por el destino. La abrupta elipsis que aleja el inicio de esta tercera temporada de la inmediatamente anterior, genera una suerte de vacío narrativo que se va completando a lo largo de este primer episodio: sabremos qué sucedió entre Juan y la que fuera su jefa de prensa y mano derecha, Macarena Lombardo (María Pujalte), una mujer que ahora ha rehecho su vida junto a un presentador de radio, y conoceremos la nueva coyuntura familiar de Juan, con una mujer que quiere que le firme los papeles del divorcio y una hija que abomina de la dudosa conducta de su padre.
Este es episodio inicial más redondo que San José ha firmado desde que, allá por 2019, diera rienda suelta a esta sátira política
Con todo, lo importante aquí no es únicamente lo que se nos cuenta, ni esos golpes de humor que siguen combinando con acierto los lapsus linguae, la tozudez y la ignorancia, ni la hábil utilización del plant (todo lo referente a la americana de Juan que se resolverá en el 1.02) o del running gag (impagable la confusión Chayanne/Carlos Baute o el inteligente uso de una asociación tan obvia como la de chorizo/político que aquí funciona porque cuando los embutidos se nombran por primera vez carecen de toda carga metafórica); lo importante es cómo se nos cuenta todo eso. Agárrense. El plano general tomado en la destartalada planta superior de la empresa justo en el momento en el que Carrasco afirma ante su jefe que no sabe quién es Andrés Caminero (el soplón) y que nos indica que estamos entrando en un túnel muy oscuro (una anticipación de lo que vendrá a continuación). La (nueva) presentación de Macarena, en la pecera de una radio, aparentemente aislada de todo mal, hasta que Juan rompe, a través de la lectura de un teletipo, esa burbuja de seguridad y, con ello, la nueva vida que la periodista había creado.
El momento en el que Juan le pregunta a Víctor (Adam Jezierski) si se puede borrar un mensaje de WhatsApp, con su subalterno de pie y él sentado, mostrando quién posee conocimientos sobre el tema del que se habla y quién no (la altura de los personajes en el encuadre denota el grado de sabiduría y la relación dramática entre ambos). La presentación de Eva (Esty Quesada), ocupando el centro del encuadre, mientras en el contraplano, Macarena y Víctor forman una composición desequilibrada (con un vacío a la derecha del plano) que fija quién domina esa situación, lo que queda corroborado por la incapacidad de respuesta de la jefa de prensa y el asistente. El reencuentro familiar, con Juan a la izquierda del cuadro (acaba de destrozar el ordenador) y Paula (Yaël Belicha) y Eva a la derecha, formando dos bloques opuestos separados por la puerta, evidenciando el distanciamiento (y la oposición) entre padre y madre e hija (en la secuencia siguiente, Juan ocupará una esquina del sofá, jamás el centro del plano). La despedida, tras el regreso de Logroño, entre Juan y Macarena, con el perfil del área de negocios madrileña al fondo (si Carrasco empezaba ocupando un despacho en esa zona de privilegio, ahora ya solo puede verla de lejos, desde un descampado situado en tierra de nadie).
Para acabar con el episodio inicial más redondo que San José ha firmado desde que, allá por 2019, diera rienda suelta a esta sátira política en compañía de Juan Cavestany para luego proseguir la aventura en solitario, hay que volver a «Eloise». El tema de Tino Casal abre y cierra este 3.01 obligándonos a analizar la rima que se establece entre ambas secuencias. De un Juan Carrasco que domina el encuadre y se marca un playback ‘gustón’ con aquel hit de finales de los ochenta, a un Juan Carrasco borracho de patetismo, desgañitándose, cubata en mano, mientras espera que, de un momento a otro, la Guardia Civil irrumpa en su casa y lo detenga. El guion no juega con la sorpresa. Armado como una bola de nieve que no para de crecer a medida que avanza, ya nos deja claro cuál será el desenlace unas cuantas secuencias antes de que se produzca: el testimonio del constructor, la detención del tesorero, la aparición del nombre de nuestro protagonista en los informativos, sus propios comentarios a Carlos Baute en la fiesta… Es la crónica de un arresto anunciado.
Lo importante no está, pues, en la trama, sino en la evolución que media entre la primera vez que escuchamos «Eloise» y la segunda y en cómo Víctor García León filma esa reverberación. Del triunfador situado en el centro del plano en una composición equilibrada, al pelele que, en un acto final de desesperación, solo aspira a vivir su último momento de gloria cantando esa canción que media hora antes asociábamos al éxito (con esa estrofa que define a buena parte de nuestra clase política: «aniquilar/pisar por encima del bien y del mal/es natural»). El plano que ilustra este instante no puede ser más elocuente: un escenario casero con dos bafles a los laterales y unos focos deslucidos, luz de baja intensidad, Carrasco subido a una tarima que se levanta utilizando la terraza exterior de la casa de Carlos Baute y, delante de él, los pescuezos del atónito público que asiste a tan inenarrable actuación (dos a su izquierda y una a su derecha, desnivelando la composición, en una toma que fija, desde la imagen y por comparación con la secuencia inicial, el derrumbe de Juan).
De la caída en desgracia final se encarga un portentoso Javier Cámara, midiendo el gesto más que nunca, sabiendo que cualquier mueca de más conducirá a su personaje al terreno del exceso. Esas miradas al horizonte, esperando que su destino se confirme, y la introducción de un montaje paralelo que mezcla el final de su sesión de karaoke con el inicio del registro policial, abrochan un episodio en el que se nos cuenta la evaporación de un espejismo. ¿Se acuerdan de la primera imagen de Juan Carrasco? Pues eso.