Apaga el puto móvil: ¿Que nos ha pasado, seriéfilos?
"Multipantallas"

Niño, apaga el puto móvil

Hemos devenido robots de consumo audiovisual acelerado en continua competición con nosotros mismos, donde lo de menos es ver bien algo: lo importante es creer haberlo visto.
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Un tipo cualquiera en un sofá cualquiera. El ordenador en las rodillas, el móvil en una mano, Netflix de fondo. A la misma estampa le podemos añadir una tele y quitarle el ordenador. También podemos cambiar Netflix por HBO, o por Disney+: el resultado seguirá siendo el mismo. Lo llaman «multipantallas», que vendría a ser uno de esos eufemismos auto-explicativos, creados con el único propósito de convencernos de que algo absolutamente demencial (a lo que hemos dado estatus de normalidad) es en realidad solo una dinámica. No un síntoma o una enfermedad. Qué coño, mirar una serie mientras miramos el móvil, mientras miramos el ordenador, es de lo más normal del mundo. Claro que sí.

Hace unas semanas, la revista estadounidense Fast Company publicó un reportaje llamado Zoom zombies. En el mismo se explicaba que después de pasarse el día atendiendo conferencias virtuales, algunos salían a la calle y se estrellaban con el coche. Habían perdido la capacidad de focalizarse y sufrían una alarmante pérdida de reflejos. No sería muy difícil aplicar el fenómeno al universo seriéfilo, en el que nadie parece ya preparado para, simplemente, ver una serie. Hasta hemos inventado un diccionario entero para explicar por qué somos absolutamente incapaces de prestar atención a una tele y lo esgrimimos como si fuera un florete.

Del mismo modo que ahora hay mil sinónimos de la palabra «tonto», la civilización occidental ha parido vocablos que resumen con innegable oscurantismo que ya ni siquiera podamos parar un momento de dar vueltas en la rueda de la jaula para perder unos minutos entreteniéndonos. Lo que nuestros antepasados lograban con alarmante facilidad, a nosotros nos es imposible: pronto los científicos estudiarán cómo éramos capaces de sentarnos todos en un sofá a ver una cosa del tirón, sin estímulos adicionales. Cómo se producía aquel milagro, que hubiera asombrado al mismísimo Jesucristo.

Hemos cambiado el entusiasmo por el desdén y al hastió lo hemos vestido con un mono de colores, por aquello de las apariencias. Pero la verdad es irrefutable, vendidos como estamos al volumen, el ruido y la novedad, tampoco es que importe mucho ver algo en condiciones, porque lo cierto es (amigos y amigas) que ya no vemos tres en un burro. El hámster mira la tele sin bajarse de la rueda sin dejar de comer pistachos, porque ahí fuera no es que no esté la verdad, es que no la verías ni aunque te disparase en la cara con un trabuco.

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Michael Jordan discute la estrategia del partido con su entrenador Phil Jackson en las finales de 1996 / ‘The Last Dance’ (ESPN)

Concentrémonos un minuto: cuál fue la última vez que alguien apagó el móvil para ver una serie. Cualquier serie, en cualquier momento. Y para que no se diga, empiezo yo mismo: The Mandalorian y The Last Dance. Lo sé, es un saldo lamentable. Mas si tenemos en cuenta que habré visto 300 series durante la maldita pandemia. No es que no hubiera habido más series interesantes (no hubo muchas, pero las hubo), es -simplemente- que mi capacidad para tratar de prestar la debida atención a una sola cosa ha quedado severamente dañada. Leer ya me genera un esfuerzo sostenido, pero lo de ver series es otra clase de purgatorio. Con sus tropecientos episodios, sus dos mil plots twists, sus cliffhangers y sus horrorosas campañas de marketing salpicadas por recomendaciones presuntamente algorítmicas que podrían -tranquilamente- ser obra de un adolescente de Cáceres a punto de sufrir un ataque de hipoglucemia, es misión imposible.

Lo peor es que daría igual que todos y cada uno de los shows de HBO, Filmin, Netflix o Disney+ fueran obras maestras porque el fondo del asunto seguiría siendo el mismo: hemos devenido robots de consumo audiovisual acelerado en continua competición con nosotros mismos, donde lo de menos es ver bien algo: lo importante es creer haberlo visto. El sueño de las plataformas produce monstruos (perdón), llevan tu nombre y se sientan en tu sofá. El resultado de esta temible ecuación es que obras que han sido pensadas para devorar como un magnum de almendras una tarde de verano, acaban siendo masticadas con la misma desgana que muestra un niño por las jodidas verduras que algún hijo de puta ha depositado en su plato.

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La tercera temporada de ‘The Mandalorian’ llegará a mediados de 2022 / Disney+

Somos la generación de empanados más grande que ha dado el planeta desde que un día un/a señor/a saliera de una cueva en busca del fuego, criaturas que necesitan quemarse los ojos en dos (o tres) emplazamientos a la vez para sentirse útiles en las cenas de empresa. Esos infiernos que antes eran temibles por la turra de la internacional cuñada y ahora lo son por el imparable ariete de la comunidad seriéfíla, aquella que lo ha visto todo y a todos y que -semanalmente- avanza hacía la iluminación final. Lo cierto es que ya nadie ve nada. Divisamos cosas de reojo, atisbamos caras conocidas, oímos melodías familiares, voces que nos suenan de algo, pero ya no vemos un pimiento.

Todo es ya ruido de fondo para los amantes de las series, porque se nos ha olvidado cómo se hace esto de sentarnos a disfrutar de algo

Estamos demasiado ocupados poniendo un tuit, haciendo una story de Instagram, pensando en el tiktok perfecto o anunciando al mundo que ya hemos llegado a Telegram. Mientras tanto en la tele (o el ordenador) unas personas (muy) introvertidas permanecen en silencio, pasan cosas mientras suena una canción y un tipo con barba dice algo muy profundo en un pueblo nevado en el que parece haber muerto más gente que en la II Guerra Mundial. Todo es ya ruido de fondo para los amantes de las series, simplemente porque se nos ha olvidado cómo se hace esto de sentarnos a disfrutar de algo.

Luego uno se pregunta por qué todo nos interesa tan poco, por qué las series son cada vez peores, por qué miramos tanto a todas partes cuando nos habían prometido que aquello era lo mejor del año y que lo íbamos a flipar y que «es un sí» y que «vaya serión» (y demás expresiones de entusiasmo de los que tampoco miran las series porque estaban mirando otra cosa, pero lo disimulan de primera). La cuestión es si lograremos solventar este profundo socavón tecnológico, acrecentado por la percepción de estar constantemente perdiéndonos algo vital. Pinta mal cuando uno empieza tropezando ya en algo tan sencillo como la simple misión diaria, esquiva como la bolita de un trilero, cuando nos plantamos ante la tele: apagar el puto móvil.

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