Comparte
Las obras de género suelen tener espectadores convencidos de entrada y otros más reticentes, demasiado pendientes de las etiquetas clasificatorias. Cuesta recomendar Misa de medianoche a esas personas que huyen de los sustos y hacerles entender que estamos ante una obra mayúscula, soberbia, absolutamente imprescindible más allá de su revestimiento terrorífico.
Superados los momentos de angustia puntual, lo que nos queda aquí es una reflexión de calado hondo sobre la culpa, el fanatismo, los prejuicios y el desasosiego existencial; del mismo modo que los ritos religiosos, una vez despojados de la pompa ceremonial, nos parecen intentos desesperados de dotar de algún sentido a esto tan azaroso de existir aquí y ahora. También el sacerdote más riguroso, que vendría a ser un coach que no basa su filosofía en el mindfulness sino en el Antiguo Testamento, cuando se quita la casulla, abandonando la seguridad del sermón atronador, es una persona tan asustada y falible como tú y como yo.
En un inolvidable capítulo de La maldición de Hill House, una de las propuestas más estimulantes de este renovador del terror contemporáneo llamado Mike Flanagan, se nos venía a decir que el fantasma más temible que nos acecha está en nuestro interior, en esa parte oscura y lúgubre que apenas queremos reconocer. Lejos de la pretenciosidad artie de otros colegas suyos (saludos desde aquí a los fans de Ari Aster, el adalid del terror de autor, fascinante y cargante a partes proporcionales), Flanagan ha depurado su estilo hasta cotas milagrosas, nunca mejor dicho.
La apuesta de sus anteriores obras para el cine y la televisión (Hush, Doctor Sleep, El juego de Gerald, La maldición de Hil House, La maldición de Bly Manor…), en que los conflictos familiares y personales eran un destilado del horror puro, llega aquí a asociar nuestros miedos con aquello que nos hace familia, o comunidad, la parte de un todo que demasiado a menudo no tenemos en cuenta; en definitiva, lo que nos hace seres humanos.
El miedo a la muerte, o el anhelo de inmortalidad, se fundamentan en nuestro individualismo congénito
Misa de medianoche, entre muchos otros mensajes que calan hondo y se filtran cual chirimiri emocional en la conciencia del espectador, nos hace entender que el miedo a la muerte, o lo que resulta ser lo mismo, el anhelo de inmortalidad, se fundamentan en nuestro individualismo congénito. Somos egoístas por naturaleza. Y también incoherentes. Lo insinúa uno de los personajes: al final del camino incluso los creyentes más devotos imploran unos minutos más. O bien, ya puestos, una segunda oportunidad.
Esta impactante miniserie de siete episodios, encabezado cada uno con el título de un escrito de la Biblia, recurre a una de las esferas más privadas de la persona para llegar hasta el fondo, y conecta esta espiritualidad con una especie de estado de ánimo compartido. Aunque estamos muy acostumbrados a las ficciones situadas en una comunidad cerrada (ahí está la excelente Mare of Easttown), en esta ocasión el protagonista colectivo funciona de manera muy eficaz.
Tendríamos un ejemplo reciente de aislamiento insular en El tercer día, producción de tintes alucinatorios. En aquel caso el guion basculaba en favor de unos forasteros atrapados en la tela de araña de los lugareños, algo muy propio del folk horror. En Misa de medianoche, en cambio, todos (o casi todos) tienen algo de víctima y de verdugo al mismo tiempo.
Es cierto que empezamos conociendo el trauma de Riley Finn (Zack Gilford, recordado por Friday Night Lights), el tipo que sale de la cárcel cuatro años después de haber matado a una chica accidentalmente por conducir borracho. Pero en su regreso al hogar, a Crockett Island, su desesperanza se añade rápidamente a la de un amplio coro de voces, igualmente mortificadas todas ellas por el peso del pasado.
Sobre todo, la de su alma gemela, Erin Greene, la chica que soñaba con ser actriz y ha acabado volviendo embarazada al pueblo, en plena resaca de un matrimonio tempestuoso (interpretada por Kate Siegel, doble casi perfecta de Angelina Jolie y esposa de Flanagan, presencia regular en la obra de éste). Hay otros muchos dramas particulares: la doctora encargada de atender a una madre con demencia senil, la familia marcada por la parálisis que sufre su hija en las piernas, el tipo alcoholizado que tan sólo se entiende con su perro…
Cada uno sufre su via crucis intransferible, pero es que además los habitantes de Crockett Island viven sumidos en una crisis comunitaria, agudizada por unos vertidos de petróleo que han dificultado enormemente el ejercicio de la pesca. En este contexto de despoblación creciente, de falta de futuro, la llegada de un nuevo párroco que sustituye al titular, un anciano que enfermó durante un viaje por Tierra Santa, supone un balón de oxígeno para el grupo cada vez más reducido de fieles que siguen acudiendo regularmente a la iglesia de Saint Patrick, convertida en lo más parecido al centro recreativo agonizante de una localidad moribunda. Y aquí es donde se alza la presencia del gran Hamish Linklater, el actor que da vida al padre Paul, magnético en los momentos de poder, quebradizo en los instantes de vacilación, para convertir esta Misa de medianoche en uno de los mejores rituales laicos de la televisión actual.
Flanagan nos sugiere que quizás estamos más cerca de escuchar el rugido de los monstruos, y uno de ellos, en este siglo XXI, es el fundamentalismo
La serie se permite recorrer la fina línea que puede llegar a separar una religión institucionalizada de una secta (auto)destructiva. En los momentos especialmente angustiosos de esta misa pensaba en una de las películas más escalofriantes jamás rodadas sobre el tema, The Sacrament (Ti West, 2013), de un mal rollo todavía más considerable, porque allí no estaba presente el elemento sobrenatural. Aun así, Flanagan consigue esquivar los peligros evidentes de hurgar en una religión tan extendida como el cristianismo, situándose al borde de un desfiladero estrecho y escarpado por el que podría ser tentador caer, de una ladera, hacia el proselitismo, y de la otra, hacia la presunta irreverencia. Allá cada cual con sus creencias, parece revelarnos el aclamado showrunner, Dios pagano del universo serializado, si esas certezas cimentadas en la fe le ayudan a ir pasando los días, literalmente hasta el final, o a procesar los reveses del destino.
Incluso se atreve a situar el contrapeso espiritual en el sheriff de la localidad, un musulmán practicante que se ha trasladado a la isla con el hijo después de que su mujer haya muerto de cáncer. Que al sheriff Hassan algunos le llamen Shariff, en referencia al famoso actor egipcio protagonista de Doctor Zhivago, es la punta de un iceberg enorme formado por pequeños grandes episodios de sospecha y de recelo hacia el que es diferente. Más adelante sabremos que lo de llamarle Shariff es peccata minuta, comparado con lo que este servidor del orden y la ley ha tenido que experimentar en unos Estados Unidos marcados por la onda expansiva del 11-S. Al fin y al cabo, ya sea en una isla remota o en la primera potencia mundial, las comunidades humanas deben intentar lidiar con sus traumas si quieren pervivir en el tiempo, o por lo menos arrastrarlos lo más dignamente posible. Aunque la mayoría opten por acabar enterrándolos bajo toneladas de simbolismo patriótico.
Cada personaje de este drama metafísico disfrazado de cuento de horror está tratado con una atención exquisita por el detalle, intentando huir del arquetipo. Aun así, por la función que desarrolla en la historia, Beverly Keane sí que está destinada en cierto modo a personificar esa América profundamente intolerante, no necesariamente trumpiana, que hace del crucifijo un látigo y que ya no se sabe si confía en Dios o en su reverso oscuro. No tardamos mucho en intuir que es ella la auténtica villana de la función, más allá de otros adversarios ultraterrenales. Samantha Sloyan, que hace unos años pasó consulta en algunos capítulos de Anatomía de Grey, resulta escalofriante en el papel.
Con esa repelente superioridad moral y ese fanatismo manipulador que la define, mucho más producto del deseo de control que de un fervor misericordioso, Beverly se convierte en la némesis del sheriff musulmán, terrorista con chapa según su limitada visión del mundo. Más allá de este curioso duelo a la luz de la luna entre dos de las religiones mayoritarias, la mujer más devota de Crockett Island es un peligro para cualquier persona que tenga la desgracia de acercarse a ella. Si Ingmar Bergman se interrogaba acerca del silencio de Dios, Flanagan nos sugiere que quizás estamos más cerca de escuchar el rugido de los monstruos. Y uno de ellos, en este siglo XXI de descreimiento general, es el fundamentalismo.
Hablaba al inicio de etiquetas genéricas. Curiosamente, hay fans del género que celebran los momentos más inquietantes, pero consideran que esta misa de medianoche es excesivamente discursiva. Los monólogos son demasiado largos, le achacan a Flanagan. Incluso se generó una broma en Twitter que llegó a ser tomada por cierta, acerca de la posibilidad que durante el visionado Netflix te ofreciera la opción de saltarte el monólogo de turno (algo que tampoco parece tan descabellado, viendo la rapidez con que el gigante del streaming te obliga a marcar la opción de ver íntegros los créditos finales, si es que eres de esos rarunos que quiere paladear aquello que ha visto antes de saltar al próximo episodio).
Puedes pensar que estas reflexiones en voz alta son un tostón… o puedes encontrar en ellas, entre otras cosas, algunos de los pensamientos más lúcidos y dolorosos escuchados en la ficción reciente acerca de la muerte, el gran tabú que sigue siendo nuestra extinción inevitable. No es que sea un elefante en la habitación que pretendemos ignorar, es un diplodocus. El pánico a morir es la mecha de la inmensa mayoría de historias de terror que han sido imaginadas; en Misa de medianoche, Flanagan nos habla de ese temor con una honestidad desarmante, más allá del legítimo y siempre reivindicable entretenimiento.
Y fíjate tú qué maravillosa carambola: resulta que aquí el entretenimiento también es de primer orden. De entrada, conecta con una mitología monstruosa de larga tradición, una de las más fascinantes, aunque al igual que en muchas historias de zombis, nunca es mencionada por su nombre. Y qué decir de su progresión dramática, tan bien medida. Según mandan los cánones del género, el elemento fantástico se va filtrando en la cotidianidad de manera cada vez más explícita e incontenible, desafiando los escepticismos iniciales, hasta llegar a un clímax en forma de prodigioso aquelarre final, no por esperado menos impresionante.
Y justo cuando piensas que el desenlace va a desembocar en una hecatombe de sangre, fuego y destrucción, Misa de medianoche se marca un último capítulo para enmarcar, en que te quedas boquiabierto con algunas secuencias apoyadas en los efectos especiales, pero a la vez padeces por el destino de cada uno de los personajes. Incluso puede que se te humedezcan los ojos (debe ser cosa de los excéntricos que miramos los créditos hasta que aparece el copyright).
Esto no es un slasher juguetón pensado para regocijarnos en el recuento de víctimas. A lo largo de siete horas has tenido tiempo de empatizar con las diversas circunstancias de los habitantes de esta isla maldecida (dejando de lado el habitual maquillaje envejecedor de cartón piedra). El guion les hace justicia a todos, para lo bueno y para lo malo, consigue cerrar cada una de las tramas como se merece, con espacio para el castigo cruel o para el arrepentimiento y la redención, según el caso, esquivando falsos finales felices. Concluida la misa, los feligreses nos encogemos en el sofá, conscientes de que las segundas oportunidades no pueden depender de ningún poder superior, ni de debates estériles sobre el sexo de ángeles y demonios. Las segundas, terceras o cuartas oportunidades empiezan en nuestra mente, hoy, aquí y ahora. Amén.