Comparte
Sólo así nada ni nadie podrá pervertir o arruinar una de las mejores series de la última década que nos ha regalado a una de las mejores parejas de la historia de la ficción televisiva: Greg, Tom, no sabéis cuánto os vamos a echar de menos.
Sentados en un restaurante muy pijo (“uno de los locales más exclusivos de la ciudad”, de hecho, y la ciudad es Nueva York) dos hombres de mediana edad revisan la carta. Uno tiene unos treinta años, aspecto de no haber llevado nunca antes corbata y toda la inocencia del mundo concentrada en sus ojos, siempre exageradamente abiertos como lo suelen estar su boca y sus oídos.
Si hay algo mejor que ser asquerosamente rico es convertirse en asquerosamente rico.
Es un personaje excesivo, entrañable, aparentemente torpe y sorprendentemente perspicaz. Se llama Greg y le acaba de preguntar al futuro marido de su prima, un cuarentón de nombre Tom, el porqué de la ausencia de precios en la carta de vinos que acaba de consultar. “Porque los precios son insultantes”, responde Tom. Y añade: “Mira, te voy a explicar qué es ser rico: es una puta maravilla. Es como ser un superhéroe, pero mejor”.
Así termina uno de tantos diálogos magistrales que han compartido en pantalla, a lo largo de tres temporadas, la pareja más insólita, y por ello absolutamente fascinante, que nos ha dado la televisión de este siglo: Greg Hirsch y Tom Wambsgans, también conocidos como el primo Greg y el buenazo-a-la-par-que-tontolaba de Tom.
Esta conversación sobre las maravillas de ser rico tiene lugar en el sexto episodio de la primera temporada, en una de las iniciáticas citas a solas que comparten Greg y Tom, y contiene, implícita, la razón por la cual han terminado por eclipsar a toda la familia Roy: si hay algo mejor que ser asquerosamente rico es convertirse en asquerosamente rico.
Podemos llamarlo matrimonio de conveniencia pero también podemos llamarlo amor.
Mientras Kendall, Roman y Shiv se pelean por mantener los privilegios que han conocido desde la cuna, el dúo cuyos orígenes nunca deben ser olvidados se dedica a comer pájaros prohibidos bajo una servilleta, a saborear al máximo una fiesta en la que uno se tragará su propio semen y el otro se meterá, seguidas, las primeras tres rayas de su vida y a terminar de rodillas gruñendo como cerdos en una cena de supuesta fraternidad laboral: haber sido parte de la clase media hace imposible adaptarse a una vida tan lujosa como obscena con naturalidad.
Todo empezó una tarde de acción de gracias con Greg triturando documentos a petición de Tom: fue entonces cuando descubrimos la lealtad del primero, aderezada con un exquisito punto de puñetería, y la resiliencia y capacidad de liderazgo del segundo. Como en toda versión de maestro y discípulo (ahí están, por ejemplo, Don Draper y Peggy Olson o Jack Donaghy y Liz Lemon para demostrarlo) desde el primer momento se establece entre ellos un juego de espejos que es peligroso y adictivo a partes iguales, un imposible equilibrio entre todo aquello que reconocen el uno en el otro y todo lo que saben con certeza que siempre les va a diferenciar.
Ha habido violencia, complicidad y confianza, entre los dos, además de afecto sincero, desprecio constante y una urgente, vital e innegociable necesidad de contar el uno con el otro: podemos llamarlo matrimonio de conveniencia pero también podemos llamarlo amor.
Sea cual sea el vínculo que ha unido a Greg y Tom, de lo que no hay duda es de que ha sido puesto a prueba una y otra vez y, como en las mejores historias, no sólo ha sobrevivido sino que ha crecido y se ha fortalecido: creer que es irrompible resulta tentador. A la espera de saber cuál será el futuro para este candidato a Esporo y su particular Nerón, ¿a quién le importa lo que pase con los Roy? Larga vida a Greg y Tom: como una pareja de superhéroes, pero mejor.