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Sin Hannibal, mi vida es media vida. A veces ni eso. He perdido la conexión con mi lado oscuro, mi oscuro pasajero, que diría Dexter Morgan. Así de honda es la incisión que el asesino en serie ha practicado en las entendederas de este admirador, qué digo admirador, de este devoto. Quizás, la devoción es el concepto que más se acerca a la relación de dependencia que se ha establecido entre el monstruo y sus acólitos. La tercera y última temporada de Hannibal ha dejado más a la vista que nunca el cordón umbilical que une a Lecter con su hipnotizado telespectador. Imposible quitárselo de la cabeza.
Entrantes
«No hacía falta ser un genio de la televisión para vaticinar que ‘Hannibal tenía los días contados»
Cuando se anunció la cancelación de Hannibal a comienzos de la tercera temporada, no se produjo ninguna hecatombe emocional más allá de las clásicas pataletas de las drama queens de las redes sociales, que decidieron sorprenderse locamente ante la defunción de una serie cuyo cadáver velábamos los fans desde la primera temporada. No hacía falta ser un genio de la televisión para vaticinar que la ensoñación opioide-antropófaga de la cabecera creada por Bryan Fuller tenía los días contados. De hecho, ya nos pareció un extraño milagro que una cadena generalista como la NBC le concediera una segunda e incluso una tercera campaña a algo tan amoral y turbador.
La escalada de la temporada final Hannibal, en estética y concepto, ha sido mareante; un órdago no solo a los códigos televisivos comerciales, sino al propio espectador, contaminado por unos hábitos catódicos que se han ido haciendo añicos hasta quedar reducidos a arenisca, a medida que se intensificaba la alucinación. Porque Hannibal ha terminado como una gran alucinación, sumergiendo tanto a sus personajes como a sus espectadores en un estado de conciencia en el que vigilia y sueño se cofunden constantemente. En la tercera campaña, ha sido imposible mitigar la sensación de que Fuller y sus guionistas, a sabiendas de que el trip televisivo del caníbal tenía los días contados, querían hundirse (hundirnos) en un abismo todavía más oscuro y profundo.
Primer plato
«Hacía tiempo que una serie no jugaba con sus fans con tanta inteligencia y perversión»
Hannibal ha concluido como un delirio sinfónico de psicópatas enfrentados a sus demonios, freaks manipulados por la mente suprema del titiritero Lecter. Hacía tiempo que una serie no jugaba con sus fans con tanta inteligencia y perversión. Los misterios imposibles del último cliffhanger de la segunda temporada se resuelven poco a poco, entre tinieblas, visiones e imágenes pesadillescas. Los capítulos iniciales de la tercera, ambientados en Italia, son un desafío a la resistencia del espectador, una fase psicodélica, turbia y plagada de abstracciones que nos prepara para el Dragón Rojo, la magistral rúbrica que convierte la segunda mitad de esta campaña en un hito televisivo. Solo Mr. Robot puede competir este año con semejante locura.
A pesar de encaminarse hacia el borde del acantilado (el final, al más puro estilo Holmes-Moriarty, no podía ser otro), la tercera temporada de Hannibal ha recogido lo mejor de las anteriores y lo ha llevado a un nivel de retorcimiento y lisergia más elevado, por imposible que pueda parecer. Una dulce confusión mental –traducida en espejismos, alucinaciones potentísimas, pesadillas, magia negra, símbolos indescifrables– se apodera del espectador, le droga, le hace partícipe de la dimensión paralela donde vive la serie.
En este lugar entre mundos, Hannibal se convierte en poco menos que un dios capaz de manipular hasta lo inimaginable a todos los secundarios que le acompañan, le adoran, le consumen como si fuera una droga. Resulta imposible no identificarse con Will Graham. Llega un momento en que tú también buceas en el mismo estado imposible de fascinación y terror que alcanza casi la excitación sexual. Las claras referencias a la relación homoerótica entre Lecter y Graham no son gratuitas. La serie quiere que nos enamoremos del asesino, que trasmutemos el miedo en devoción sexual, que juguemos en el lado salvaje. Y lo consigue. No diré que me iría a la cama con él, pero casi.
Segundo plato
«Sin proponértelo, poco a poco, también tú te conviertes en fan absoluto de un asesino perturbado que se come a sus víctimas»
Y es que la tercera temporada ha mostrado al doctor Lecter como un virus del que resulta imposible librarse. En cuanto entra en tu organismo se queda allí, se convierte en una obsesión. Todos los personajes, desde Chilton a Verger, pasando por Crawford, orbitan alrededor del caníbal, atraídos irremediablemente por su tirón gravitacional. Esta obsesión traspasa la pantalla y se contagia. Sin proponértelo, poco a poco, también tú te conviertes en fan absoluto de un asesino perturbado que se come a sus víctimas o incluso obliga a sus víctimas a comerse partes de su propio cuerpo. Un esteta del horror. El gourmet supremo de nuestros miedos. Diablos, no se vosotros, pero yo he llegado a preguntarme si le diría que no a una de sus recetas antropófagas.
Hannibal se ha acercado al consumidor de series desde un lugar incómodo y frío. En cierto modo, utiliza un lenguaje muy parecido al de Twin Peaks: abre puertas de la mente que después no cierra, se mete en tus pensamientos, hurga en tus sueños. Te cambia. Me gusta pensar en Hannibal como una serie maldita. Ha sido imposible reubicarla en otras plataformas audiovisuales, por mucho que se ha intentado. Está remuerta y creo que me está bien. Creo que no quiero que vuelva. Hasta encuentro un perverso regocijo en el hecho de que los premios la hayan obviado por completo y Mads Mikklesen no haya ganado nada, pese a ser el mejor papel protagonista con diferencia de los últimos años.
Postre, café, purito
«‘Hannibal’ ha manipulado la narrativa audiovisual vistiendo la truculencia con un estilo exquisito»
En una época en la que triunfan las intrigas chichinabo, las series geopolíticas y las sitcoms blancuzcas, Hannibal se ha atrevido a explorar en lo más hondo de nuestra psique, ha rascado en zonas donde sólo habían llegado algunos elegidos como David Cronenberg o David Lynch, y ha manipulado la narrativa audiovisual hasta los límites de su resistencia. Lo ha hecho vistiendo la truculencia con un estilo exquisito, un discurso perverso que encuentra en la gastronomía una vía perfecta para enmascarar los desvíos antropófagos de Lecter en un arrebatador marco de perfección estética. Los despliegues culinarios del doctor, los vinos franceses, los títulos gastronómicos para cada episodio, esas escenas “Top Chef” para sociópatas… Hannibal deja un vacío abismal en la parrilla televisiva. No hay nada que se le parezca y estoy convencido de que no lo habrá.
Los fans sabemos lo que cuesta sacarse de encima la mirada glacial y las formas exquisitas de Mads Mikkelsen. Es una droga peligrosa. Y hay algo muy inquietante en este síndrome de abstinencia, pues parece que el monstruo ha dejado una semilla podrida en mis adentros (y supongo que en muchos más adoradores). Ahora me dejo embriagar por el impulso cada vez más irrefrenable de imaginar a todos los cabrones que se dedican a intoxicar mi existencia descuartizados y servidos a las finas hierbas. Sus hígados, caramelizados como el mejor foie; sus pantorillas, deshuesadas en un charco de Courvoisier; sus nalgas, reutilizadas como pasto de caracoles para darles más sabor a los bichos. Tened cuidado conmigo.