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Hace un par de años, Movistar+ estrenó La Peste como una de las principales cartas de presentación de su programación original, jugando a la estrategia de la televisión de prestigio que tan bien había funcionado a otras cadenas de pago. La idea pasaba, hasta cierto punto, por importar el modelo HBO (drama adulto y de calidad, con valores de producción exquisitos) añadiendo, claro está, talento cinematográfico local, una ambientación histórica fidedigna y, sobre todo, mucha atención a las inquietudes temáticas de esa España «culta» a la que Movistar+ parecía querer dirigirse: las masas urbanas y bien informadas.
El cóctel les salió estupendamente bien, y la primera temporada de La Peste, con su fuerte poso social y político, su fidelidad histórica y su nada velada crítica a la religión organizada en particular y los abusos del poder en general, se leyó como se pretendía: como una serie del pasado que dialogaba con nuestro presente. Repetir la jugada, claro está, tenía todo el sentido del mundo, y hete aquí que ya tenemos entre nosotros la segunda temporada de la ficción creada por Rafael Cobos y Alberto Rodríguez. Ahora, sin embargo, el foco ya no se encuentra en los estragos que una epidemia de peste pueda causar en la Sevilla de la época, sino en el intento por parte de los protagonistas de «liberar» a las prostitutas ilegales de la ciudad, sacándolas de España en un barco con rumbo al Nuevo Mundo.
La prostitución se retrata como la forma más pura de un mecanismo de explotación de arriba-abajo que se replica en el resto de ámbitos de la sociedad
Que, a nivel de estructura narrativa, interpretaciones y dirección, la temporada esté a la altura de la primera no merece mayor comentario que el señalar la madurez a pasos agigantados que está alcanzando nuestra industria televisiva, con presupuestos mucho más ajustados que los de otros países del entorno. La Peste, en sus dos temporadas, es una serie realmente bonita en su apuesta por la suciedad, hasta el punto de que por momentos el streaming de Movistar+ no está a la altura de su apuesta estética por los claroscuros y el tratamiento magistral de los ambientes.
En ese sentido, los que protestaron por la excesiva oscuridad de su primera temporada quizá respiren aliviados si les decimos que en esta entrega la luz juega un papel más predominante, especialmente en los últimos compases de la temporada, pero seguimos alejados de los cánones tradicionales de la televisión generalista española, en la que todo (pero todo, todo) tenía que estar perfectamente iluminado. Y menos mal.
Rompiendo el círculo infernal
Decíamos antes que la segunda entrega de La Peste continúa trabajando sobre las bases que ya sentó en su primera temporada; de forma similar a The Wire, la serie parece estar asentándose como exploración, temporada a temporada, de las instituciones que hacen funcionar a una sociedad corrupta. Si antes nos habló de la religión y sus vínculos con el crimen, en esta segunda temporada es el cuerpo de la mujer el campo de batalla principal y, por extensión, el cuerpo político de las clases populares.
En La Peste, la prostitución se retrata como la forma más pura de un mecanismo de explotación de arriba-abajo que se replica en el resto de ámbitos de la sociedad, desde la venta de vino en las tabernas hasta los mercados. Todo es una lucha encarnizada por convertirse en el explotador y no en el explotado, por engañar a un destino que manda a los pobres al prostíbulo o la mafia y a los ricos a los palacios. Sin embargo, ni siquiera estos últimos están a salvo, porque por debajo del rey, ya se sabe: todo son explotados.
Si en la primera temporada ya se establecía una relación de simbiosis entre las instituciones y el crimen, aquí se ahonda todavía más en los efectos de esta conexión en el resto de la sociedad: los personajes de La Peste, sin excepción, parecen atrapados en un círculo infernal (como esa roca que Sísifo tenía que subir montaña arriba todos los días, como esa rueda de la que hablaba Daenerys en Juego de Tronos), un rosario del que forman parte como cuentas y que solo puede romperse puntualmente desde el heroísmo individual. Porque, si la primera temporada acababa con un sabor decididamente irónico (el héroe migra de España dado que parece que aquí la corrupción es demasiado sistémica y jamás cambiará nada), esta segunda finaliza con una nota de esperanza, con la constatación de que quizá el rosario no es tan irrompible como parecía. Finaliza, dicho sea de paso, con una de las escenas más delicadas de la historia de la televisión española.
La serie va elaborando así un fresco similar al de las novelas realistas decimonónicas que, si bien acusa más su carácter de reflexión ideológica que su fidelidad histórica (la mafia de La Garduña, pieza clave de esta segunda temporada, ni siquiera está claro si existió de verdad), la sitúa sin duda como una de las series más interesantes del momento. Pendientes todavía de saber si se producirá su tercera temporada, La Peste ha logrado seguir construyendo sobre los oscuros cimientos de su primera entrega, atravesando todo el espectro de las sombras en su particular camino hacia la luz. Que, en realidad, es lo que siempre ha pasado en la historia de España.