La chispa de la (mala) vida: 'Euphoria'
'Euphoria'

La chispa de la (mala) vida

Lo que podría haber sido un simple producto de explotación, se convierte en una brillante y atrevida reflexión sobre los dilemas a los que se enfrenta a diario la llamada generación Z.
Escena de Euphoria entre Rue y Jules

Rue (Zendaya) y Jules (Jules Vaughn) en una escena de 'Euphoria'. Imagen: HBO

Permítanme empezar este artículo convocando al mismísimo fantasma de Sigmund Freud. No al Freud más atemperado, que toma notas de las confesiones de sus pacientes en atento silencio, sino al humano, demasiado humano, que, azotado por la depresión, se entusiasma con los poderes mágicos de la cocaína.

Imaginen a un Freud exultante que escribe una carta a su novia, para confesarle que tomó coca en su “última depresión seria”, y que una pequeña dosis le “elevó a las alturas de un modo prodigioso”. Sí, el “padre del psicoanálisis” fantaseó durante un tiempo –al igual que tantos otros mortales, del yuppie al poligonero– con vivir instalado en la euforia permanente con ayuda de la mágica farlopa, hasta que la muerte de su amigo Ernst von Fleischl-Marxow (a quien Freud había tratado de liberar de la morfina, introduciéndole en la cocaína) puso fin abrupto a la fantasía. 

Dice el diccionario de la RAE que la euforia es un “entusiasmo o alegría intensos”, y también una “sensación exagerada de bienestar que se manifiesta con una alegría intensa, no adecuada a la realidad, acompañada de un gran optimismo”. La exageración y la inadecuación a lo real son aquí cuestiones importantes, que nos advierten del carácter tenebroso de una euforia que es, en cierto modo, la versión delirante, alucinada, excesiva, fuera de control, de la mucho más modesta (y momentánea) alegría; y que –con drogas o sin ellas– parece augurar la llegada de su antítesis, la melancolía o la depresión. 

La psicoanalista austriaca Melanie Klein describió, en 1940, cómo ciertas personas, para no hundirse en la miseria, reaccionaban ante una pérdida afectiva o un sentimiento de profunda tristeza con un regocijo desorbitado e inapropiado, al que ella denominó “defensa maníaca”. 

Klein falleció en 1960. Si viviera hoy, quizá se interrogaría sobre nuestra salud mental colectiva, contemplando las sonrisas exultantes, casi dislocadas e histéricas, de las fotografías de Instagram. La euforia se ha instalado en nuestra sociedad como un gran desiderátum social, pero quizá sea una reacción hiperbólica a una inconfesable desilusión que refleja, además, cierta pulsión autodestructiva. La euforia es, al fin y al cabo, cuestión de “todo o nada”.

Buscar desesperadamente la “chispa de la vida” puede provocar que de golpe asome la parca por la esquina, como le ocurre a Rue Bennett (Zendaya), la protagonista de Euphoria, que es, al fin y al cabo, una brillante y heterodoxa serie de televisión de HBO, basada en una ficción homónima israelí, sobre algunas de nuestras ansiedades contemporáneas, encarnadas en un variopinto grupo de adolescentes que tratan de encontrar respuestas poco convencionales a los viejos dilemas del tipo: “¿Qué demonios hago yo aquí?”.

Jóvenes ‘nerviosos’

Durante décadas, el Hollywood clásico ha ofrecido una visión ambivalente de la juventud. Las fiestas salvajes de pimpollos “disfrutones” de las cintas de los años veinte y los primeros treinta dieron paso, tras la implantación del código Hays, a las “fábulas morales”, en las que aquéllos que se apartaban del camino recto eran finalmente castigados.

Los sectores conservadores del negocio del cine comprobaron que al público le gustaba mirar, por el ojo de la cerradura, cómo los jóvenes se divertían “impúdicamente”, pero luego quería menear la cabeza en señal de desaprobación. Los jóvenes “nerviosos” como James Dean o los mozalbetes de barrio de West Side Story (1961) transitan, en los años cincuenta y los sesenta, entre el desencantamiento lúcido ante el mundo de los adultos y una sobreactuación rebelde, que a la postre resulta más bien inofensiva.

Los films de temática juvenil parecen satisfacer la moral convencional de unas clases medias atemorizadas ante los pandilleros de Salvaje (1953), de László Benedek, Crimen en las calles (1956), de Don Siegel, o Semilla de maldad (1963) de Richard Brooks.

La ficción televisiva asume pronto la misión, casi sociológica, de representar a las sucesivas generaciones de jóvenes

Contemplar a chicos y chicas “desnortados” coqueteando con el sexo  o las drogas continúa siendo un placer “escopofílico” en décadas posteriores, siempre que se ahuyente el sentimiento de culpa del espectador voyeur con un final moralizador. En los mejores films, el mensaje es deliciosamente ambiguo, como ocurre, por ejemplo, en Buscando al Sr. Goodbar (1977), también de Brooks, retrato crudo de un “alma libre” femenina que paga un precio demasiado alto por su emancipación sexual del yugo patriarcal. 

La ficción televisiva asume pronto la misión, casi sociológica, de representar a las sucesivas generaciones de jóvenes, combinando la satisfacción libidinal con el “rodillo normalizador”. Desde Peyton Place (1964-1969) a Sensación de vivir (1990-2000), las series de temática juvenil tratan temas “conflictivos” para las clases medias, como los embarazos no deseados o el alcoholismo y las drogas, pero imponen casi siempre redenciones edulcorantes y regresos de los descarriados al redil del hogar.

Sólo desde los márgenes del denominado cine independiente se subvierten realmente las convenciones. Las ficciones de tono casi documental de Larry Clark o Harmony Korine, y en ocasiones de Gus Van Sant, muestran la adolescencia y la primera juventud como un indómito “estado de naturaleza” relacionado con fuerzas “primales” como el sexo y la violencia.

Las representaciones más agrestes consiguen huir del frecuentado lirismo marginal que conecta con el espíritu de los “poetas malditos” y ciertos inadaptados  del rock. Los chavales ingleses de Skins (2007-2013) y los pijos insufribles de Gossip Girl (2007-2012) –por poner dos ejemplos distintos– habitan un mundo plenamente capitalista, en el que las viejas ingenuidades o el romanticismo ya no son posibles. Ese es el también el territorio por el que transitan, confundidos, los personajes contemporáneos de Euphoria.  

No es mundo para viejos

Euphoria cumple con la “misión” básica de toda buena ficción protagonizada por adolescentes y jóvenes: causar cierta estupefacción (y a ser posible, rechazo) en los adultos más acomodados. La misión de la serie norteamericana coordinada por Sam Levinson –su padre, Barry Levinson, ya demostró una indudable habilidad para representar en la pantalla el cóctel de desesperanza y hedonismo que caracteriza la primera juventud en la reivindicable Diner (1982)– es construir un fresco de una generación que habita un mundo complejo, repleto de contradicciones y desencantos.

Para ciertos adultos, los chicos y chicas “Z” se muestran, con frecuencia, demasiado conformistas, adictos (a las tecnologías y lo que se tercie), “integrados” (sobre todo con el capitalismo), distraídos y apáticos. Pero los capítulos de la primera temporada desmienten estas simplificaciones, representando un pathos juvenil tortuoso y a la vez estimulante, decidido a alejarse de la comodidad de las explicaciones sencillas. 

Los prólogos de cada capítulo se convierten en brillantes miniaturas de la narración apocalíptica, en sesiones comprimidas de (auto)terapia repletas de mordacidad

La serie adopta la estructura de un diario filmado, de una narración confesional, en la que la protagonista habla de sí misma y sus amigos con conmovedora sinceridad. Rue es una narradora subjetiva y, a la vez, omnisciente. Saberlo todo sobre sus congéneres  no impide que se sumerja, con frecuencia, en la confusión existencial. Como La vida secreta de Salvador Dalí, el capítulo piloto empieza con la descripción de la vida intrauterina.

Las primeras frases –“Una vez fui feliz. Afortunada. Chapoteando en mi piscina privada y primigenia”– ya nos advierten del tono de todo el relato: una combinación de amargura y distanciamiento irónico. Rue nació tres días después del 11-S. Sus ojos a duras penas entreabiertos, en la sala de partos, contemplan a George Bush, hijo, en un monitor de televisión. El trauma está, pues, asegurado. Mientras se escucha gritar a una multitud en off “Estados Unidos de América”, Rue rompe a llorar por primera vez.

Los prólogos de cada capítulo, en los que se describe el pasado de uno de los personajes, se convierten, a partir de aquí, en brillantes miniaturas de la narración apocalíptica, en sesiones comprimidas de (auto)terapia repletas de mordacidad, contadas a un ritmo sincopado que recuerda el inicio de Magnolia (1999), de Paul Thomas Anderson. Gracia a ellas, entendemos que esos jóvenes aparentemente indolentes arrastran consigo considerables dosis de angustia y dolor, con frecuencia causadas por unos adultos que dicen querer lo mejor para ellos. 

Pero, por suerte, Euphoria no es una serie conmiserativa. De hecho, en sus mejores momentos es sorprendentemente cáustica en su capacidad de cuestionar la tradición. Pronto descubrimos que Rue y sus amigos componen una troupe heterodoxa en la que encontramos, entre otros, a una adicta a las drogas, una chica obsesionada con su peso que encuentra cierta liberación sexual creando una identidad ficticia en Internet, una joven “trans” que es aún inocente y romántica o una muchacha de clase trabajadora acostumbrada a ser tratada por el patriarcado como mero “objeto sexual”.

Todos ellos componen una especie de conmovedor circo de freaks –como insinúa el brillante capítulo 4, ambientado en una feria de carnaval–, que desmonta los mitos de la “heteronormatividad” convencional. Como ocurre en la obra maestra de Tod Browning, los supuestos freaks destilan una humanidad de la que los presuntos “adaptados” carecen.

Así, no es de extrañar que los personajes realmente aborrecibles sean los aspirantes a “macho alfa” como Nate Jacobs (Jacob Elordi), empeñado en ser un campeón en el terreno de fútbol y en la cama, o su padre Carl (Eric Dana), un tipo obsesionado con la cultura del éxito y los valores asociados a la masculinidad más rancia, que además esconde una doble vida sexual. Los adultos que contemplan la serie esperando encontrar una enmienda a los valores de la generación Z terminan recibiendo un demoledor e inesperado impacto de boomerang. El mundo de Euphoria no es para gente con espíritu carcamal. 

Euphoria es un brillante ejemplo de narrativa visual del siglo XXI, una ficción ‘transfeminista’ y postmoderna, melancólica y anfetamínica

La serie de Levinson no se conforma con esquivar los tópicos del patriarcado. Lo hace además con un estilo visual novedoso, que rehúye el academicismo asociado con frecuencia a la realización televisiva. Cada capítulo es también una experiencia sensorial, gracias a los fluidos movimientos de cámara (sobre todo de acercamiento y alejamiento), la edición sincopada, los subrayados musicales irónicos, o la fotografía evanescente, que juega a placer con las borrosidades y la claridad de la imagen para dotar al relato de una atmósfera de ensueño, o quizá de experiencia lisérgica.

Un estilo neobarroco que extrae las posibilidades de la textura digital, sintetizando de forma libre hallazgos del expresionismo, el cine psicodélico de la factoría Corman, la suciedad del “cine salvaje” norteamericano (la cita a Ángel de venganza, de Abel Ferrara, en uno de los episodios, es casi una declaración de principios) o los juegos visuales repletos de luces de neón de ciertos títulos de los años ochenta, como otra cinta referencial, Golpe al sueño americano (1987), adaptación de la novela Menos que cero de Brett Easton Ellis firmada por Marek Kanievska

Euphoria es, en definitiva, un brillante ejemplo de narrativa visual del siglo XXI, una ficción heterodoxa e hiperbólica, “transfeminista” y postmoderna, melancólica y anfetamínica, que es a la vez un ejercicio de vanguardia y pura cultura de masas. Su “consumo” produce algo parecido a ese estado de agitación que algunos analistas de la mente, como Freud o Klein, denominaron simplemente euforia. Así que ya saben, adminístrenla con precaución. 

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