'Hollywood': La utopía debe continuar
'Hollywood'

La utopía debe continuar

Ryan Murphy se imagina un 'Hollywood' clásico más justo en una miniserie entretenida aunque demasiado naíf.

Alguna vez habréis oído aquel chiste, primo lejano de ese otro sobre el famoso perro Mistetas, en que Caperucita Roja sorprende al lobo con una actitud insospechadamente feroz. Cuando éste le pregunta adónde va, ni corta ni perezosa, le suelta que va a lavarse al río. Bueno, seguro que recordáis las palabras exactas, algo más contundentes. Ante esa procacidad de la joven encapuchada, que ha decidido convertir su higiene íntima en símbolo de empoderamiento, al animal no le queda más remedio que exclamar: «¡Cómo ha cambiado el cuento!».

De acuerdo, no sería el ejemplo más sofisticado de esa tendencia narrativa a imaginar variaciones significativas de una historia conocida por todos, ya sea en positivo o en negativo. Nos sirve por su brevedad y contundencia. Utopías y distopías se rigen por el eterno dilema: «¿Qué hubiera pasado si…?». Esa misma premisa, aunque expresada de un modo más refinado, está en la base de algunas series recientes de raíz literaria: El hombre en el castillo, a partir de la novela de Philip K. Dick que imaginaba una victoria del Eje en la Segunda Guerra Mundial, y La conjura contra América, la ultimísima creación de David Simon basada en la obra de Philip Roth que especulaba sobre el ascenso del aviador Charles Lindbergh, héroe popular por aclamación, ultraderechista y antisemita en sus ratos libres, a la presidencia de los Estados Unidos.

Está claro que los nazis despiertan las ansias de fabulación en narradores de todo tipo y condición. Que se lo digan si no a un tal Quentin Tarantino, quien antes de darle una segunda oportunidad a Sharon Tate en Érase una vez… en Hollywood, ya había conseguido hacer arder a Hitler y a otros gerifaltes del nazismo en una especie de aquelarre monumental en el templo de una sala de cine, brillante punto final a una de sus mejores películas, Malditos bastardos. Pocas veces hemos visualizado de manera tan cruda, utópica y lúdica el poder de la ficción, y en concreto del cine, para reinventar la Historia en mayúsculas.

Entre lúdico y panfletario, Ryan Murphy, el cerebro de productos tan dispares como Nip/Tuck, American Horror Story, American Crime Story, Pose o Feud (algo más acertada en su retrato del Hollywood clásico), se ha lanzado al ruedo de la especulación junto al guionista que encendió la mecha de Glee, Ian Brennan, para generar una realidad alternativa, en este caso mucho más tolerante y acogedora, combinando elementos previamente existentes para que en la llamada Meca del cine también prendan las llamas, por lo menos en sentido figurado.

El resultado es Hollywood, una miniserie que había despertado muchas expectativas y que ha sido recibida con división de opiniones. Como suele ocurrir, ambos bandos tienen su parte de razón. Que Hollywood sea entretenida casi siempre y emocionante en su resolución (es poco probable que una ceremonia auténtica de los Oscars haya conseguido ponernos la piel de gallina como ocurre en el último capítulo) no implica que no se le puedan reseguir las costuras. Especialmente en un primer episodio algo estereotipado y perezoso, dedicado a presentarnos una ciudad dominada por la amoralidad y habitada por seres sin escrúpulos, un escenario que contraste fuertemente con los avances igualitarios de los siguientes capítulos, el campamento base a partir del cual Murphy y Brennan inician la ascensión. Es como sacarle polvo a un mueble que ha sido olvidado durante meses; a poco que frotes, se va a notar la mejoría.

Tras la primera temporada de The Politician, otra producción de desarrollo irregular que conseguía elevarse en su momentánea conclusión, este nuevo estreno incluido en el millonario contrato de Murphy con Netflix nos presenta a un puñado de jóvenes aspirantes a estrellas, directores y guionistas en el Hollywood de finales de los años 40, personajes ficticios que se mezclan con referentes reales, como Vivien Leigh, Tallulah Bankhead o George Cukor. Estos jóvenes parecen ser de los pocos convencidos, junto a los guionistas que los han parido, de que el cine no debe mostrar únicamente cómo es el mundo, sino cómo debería ser. El arte sería el auténtico motor del cambio social. En su vena más optimista, Murphy subraya esta idea con la breve aparición de una ex primera dama, Eleanor Roosevelt, quien asegura que el show business es capaz de empujar la sociedad en la buena dirección de un modo que la política está lejos de conseguir (décadas después, atendiendo a la mediocridad dominante entre los representantes de la cosa pública, esperamos que la ex primera dama esté en lo cierto, más que nada porque si no estamos perdidos).

Y efectivamente, a lo largo de siete episodios, los protagonistas, algunos de ellos auténticos outsiders, personal de riesgo según el restrictivo código Hays, que ni siquiera permitía mostrar en imágenes un beso entre personas de razas diferentes, van a hacer trizas unos cuantos techos de cristal. El único que se va a mantener es el del happy end. En el proceso se permitirán dejar de mentir y mostrarse al mundo tal como son. Mucho antes de que Rosa Parks renunciara a cambiar de asiento en el autobús, una actriz negra llamada Camille Washington va a desafiar la costumbre y las directrices que le impiden sentarse en la primera fila en una gala de premios.

Frente a la homofobia, el machismo y el racismo, se opone un buenrollismo que raya en la caricatura

Ahora que el término está tan en boga, en Hollywood (la serie) impera una nueva normalidad, muy alejada de aquella que rigió los destinos de Hollywood (el lugar), allí donde se forjaban y todavía se forjan unos cuantos sueños y una dosis nada despreciable de pesadillas. Es un nuevo corolario a la ley de Ryan Murphy: si algo pudiera ir mal, acabará yendo exageradamente bien. Frente a la homofobia, el machismo y el racismo, se opone un buenrollismo que raya en la caricatura, sumado a la férrea voluntad de los ejecutivos de la ficticia productora Ace Pictures (una de ellas la primera mujer al frente de un estudio, una magnífica Patti LuPone). Cada atisbo de rivalidad o conflicto tiende a derivar hacia el culebrón puro y duro (la relación del personaje central, Jack Castello, con su mujer embarazada, por poner un ejemplo muy gráfico) y acaba disolviéndose como un azucarillo a las dos escenas.

Del mismo modo que los guisos tradicionales pasados por las ocurrencias deconstructoras de un cocinero de vanguardia pueden tener cierto regusto artificial, en la nueva ficción de Ryan Murphy y Ian Brennan el pasado aflora superficialmente. Cada vez que vemos en imagen una supuesta escena de una película de esa época, el blanco y negro luce demasiado actual, como un filtro de Instagram aplicado sobre un presente millennial. Ya lo vimos en The Artist. Las texturas digitales se imponen sobre el simulacro de un celuloide fingido, sin ninguna de las imperfecciones visuales o sonoras asociadas al soporte del cine clásico. A lo mejor nos estamos volviendo puristas… o a lo mejor tendrán razón aquellos que insisten en afirmar que una pista de audio en el ordenador, incluso un CD, jamás alcanzará la calidez de un disco de vinilo. No está mal, pero no es lo mismo.

La ficticia productora Ace Pictures de ‘Hollywood’ / Netflix

Viendo al joven quinteto protagonista, fruto de un proceso de casting no siempre acertado, en parte tienes la impresión de estar siendo testigo de una fiesta de disfraces en casa de los abuelos. Estos chicos y chicas juegan a sacar modelos del baúl de los recuerdos para imaginar que viven en los 40. Es el glamour de la era youtuber. David Corenswet es nuestro guía más o menos pasable por este nuevo Hollywood, en su papel de Jack Castello, soldado licenciado deseoso de triunfar en el cine. Pero no va sobrado de carisma. Y no hablemos del actor que da vida a Rock Hudson, Jake Picking, inexpresivo hasta la médula.

En una serie que reivindica la diferencia, los más convincentes resultan ser los actores negros, Laura Harrier en el papel de Camille, la aspirante a actriz cansada de ser la criada (aconsejada en su ascenso por la mismísima Hattie McDaniel, la primera actriz negra premiada realmente con un Oscar por su trabajo en Lo que el viento se llevó y después igualmente marginada, encarnada por Queen Latifah), y Jeremy Pope en el papel de Archie, guionista talentoso y entusiasta, dispuesto a escribir sobre temas de blancos para no encasillarse.

Los veteranos acaban de compensar el conjunto: Dylan McDermott, habitual de la factoría Ryan Murphy, da vida con entusiasmo a Ernie, el propietario de una gasolinera que sirve de tapadera para encuentros sexuales, inspirado en la vida real de Scotty Bowers, cicerone de la cara más sórdida de Hollywood (aunque la trama  presente la actividad de la gasolinera burdel como si se tratara de un vodevil simpático); un sólido Joe Mantello es Dick Samuels, ejecutivo de Ace Pictures que se esfuerza por resistir los embates de un océano de tentaciones en su islote de honestidad; Patty LuPone, ya mencionada, en la piel de Avis Amberg, una mujer que aprende a tomar las riendas de su vida y de la vida de unos cuantos más, superando sus propios miedos; y Holland Taylor, también maravillosa como Ellen Kincaid, otra ejecutiva volcada en la formación y el descubrimiento de nuevos talentos que no renuncia a nada con el paso de los años.

Los creadores de Hollywood cruzan referentes con habilidad, de un modo que nos obliga a consultar la Wikipedia compulsivamente. Ahí está la mención a Billy Haines, estrella del cine mudo en los años 20, homosexual declarado que prefirió serle fiel a su hombre antes que pasar por el yugo de un matrimonio de conveniencia forzado por el todopoderoso Louis B. Mayer, una decisión que supuso el fin de su carrera. En su afán por redimir a todo el mundo, la serie imagina para Rock Hudson un camino similar. Sabemos que Hudson ocultó su homosexualidad hasta que le fue físicamente imposible, a mediados de los 80, al contraer el SIDA. En este Hollywood alternativo conocemos al joven actor en sus inicios, justo cuando Roy Fitzgerald es rebautizado como Rock Hudson por el despótico agente Henry Wilson, otro personaje real, que debía situar a Jim Parsons en otro nivel y hacernos olvidar al Sheldon Cooper de The Big Bang Theory, algo que consigue sólo a medias.

‘Hollywood’ está disponible al completo en Netflix.

Después de muchas dudas, las que el auténtico Hudson mantuvo casi toda su vida de impostura, el actor en ciernes acepta arriesgar el futuro estrellato a cambio de mostrar públicamente su amor por un guionista, negro para más inri. En otros aspectos sí que se ha mantenido cierta fidelidad al personaje, una fidelidad que tiene mucho de iconoclasta. Por lo visto, y por mucho que parezca una exageración, Hudson era tan torpe y desmemoriado en sus primeras pruebas de cámara, incapaz de aprenderse una frase, como vemos en la serie, intentando conseguir el papel protagonista de Meg, la película ficticia que impulsa toda la trama, revisión del caso de Peg Entwistle, la actriz que tras aparecer en una única película, con tan solo 24 años, se suicidó arrojándose desde la H del cartel que preside una de las colinas más famosas del mundo, esas mismas letras que durante muchos años formaban la palabra «Hollywoodland», en referencia a una urbanización concreta; esas mismas letras que vemos escalar con dificultad a los jóvenes actores en unos títulos de crédito maravillosamente simbólicos.

Se podría decir que el de la pobre Peg es el único drama auténtico que se atisba en el horizonte de este Hollywood. Pensemos en el personaje de Patty LuPone, la directiva accidental del estudio, que ha sido engañada por su marido durante diez años con una estrella de Ace Pictures (una recuperada Mira Sorvino) y aun así decide no despedirla. Y qué decir del marido irascible, imagen arquetípica del productor de cine, encarnado por un divertido Rob Reiner (sí, sí, el actor y director que en sólo cuatro años modeló nuestra juventud y adolescencia, gracias a Cuenta conmigo, La princesa prometida, Cuando Harry encontró a Sally y Misery). Resulta que este hombre chapado a la antigua, conservador y machista, descubre el proyecto fraguado a sus espaldas, una película con guionista y estrella principal de raza negra… y también acaba dando su bendición. ¡Si hasta el agente y productor Henry Wilson, quien según su biografía fue un explotador maquiavélico hasta el final, acaba obteniendo su cuota de redención!

Allá donde David Simon nos hace sentir inquietud, estableciendo un obvio paralelismo con la América de Trump, Ryan Murphy prefiere imaginar un mundo algo naíf

Como hubiera dicho Manolo Summers, «to er mundo e güeno». Y los que no son buenos son figuras fantasmales al fondo del cuadro, o directamente fuera de él, a las que no se les da dimensión: un abogado escrupuloso, decenas de manifestantes a la entrada de los cines que se cansan pronto de abuchear… Que unos fotógrafos de prensa decidan emprender una huelga de cámaras caídas cuando por el photocall desfila una pareja de dos hombres parece casi una anécdota, una nota a pie de página en la trayectoria radiante de unos personajes que de haber actuado en nuestra versión de la historia como lo hacen aquí hubieran tardado mucho tiempo en levantar cabeza. O quizás no la hubieran levantado nunca, y por eso mismo vivían con angustia su condición.

La serie no alcanza a mostrar la auténtica complejidad de ese momento. No basta con intuir el odio contenido en unas llamadas que no oímos, amenazas telefónicas dirigidas a Camille, la actriz negra dispuesta a desafiar las normas del star-system. Ni tan siquiera la presencia fugaz de alguna cruz en llamas plantada por los fanáticos del Ku Klux Klan pasa de ser poco más que un recurso de atrezzo. En este sentido haber coincidido en el tiempo con la ya mencionada La conjura contra América no ha jugado a favor de Hollywood. Allá donde David Simon nos hace sentir inquietud por el surgimiento de un movimiento reaccionario como America First, estableciendo un obvio paralelismo con la América de Trump, Ryan Murphy prefiere imaginar un mundo mejor, algo naíf. Acabas esperando que Antonio Resines abra los ojos, convertido en Louie B. Mayer o Darryl F. Zanuck, y descubra que todo ha sido un sueño.

El famoso cartel de «Hollywood» en el opening de la serie.

Las peripecias vitales de los diversos personajes desembocan en una gala de los premios de la Academia, en su vigésima edición, en la que los nominados reales se mezclan alegremente con los ficticios, con aquellos a los que hemos estado siguiendo literalmente desde sus primeros pasos en la industria. Aquella noche del 20 de marzo de 1948 la ganadora del Oscar a la mejor película fue La barrera invisible, un film de Elia Kazan en el que Gregory Peck era un periodista que aceptaba hacerse pasar por judío para documentar en primera persona los prejuicios antisemitas latentes en la sociedad americana.

Cuentan que el productor, Darryl F. Zanuck, mandamás de la 20th Century Fox, se animó a adaptar la novela original de Laura Z. Hobson después de que en el club Los Angeles Country Club le rechazaran como socio, creyendo erróneamente que era judío. En esta película hay personajes a los que les resulta imposible encontrar piso o trabajo sin renunciar a su identidad. Lo curioso del caso es que, al anunciar el proyecto, algunos productores que sí eran judíos, con Samuel Goldwyn a la cabeza, intentaron disuadir a Zanuck, con el argumento que era mejor no remover el asunto ni buscar problemas.

Así estaban las cosas. Mientras la serie imagina una noche de triunfo para una actriz negra, otra asiática y una pareja de dos hombres que muestra públicamente su amor homosexual, la única denuncia de discriminación que resultaba aceptable para el gran público en la América de la auténtica postguerra, y aun con reservas por parte de los propios interesados, era aquella que se refería a un colectivo omnipresente en el negocio del espectáculo desde sus cimientos. No es un caso aislado. Con todo el respeto debido a las víctimas del Holocausto, durante décadas parecía que para Hollywood el único pueblo oprimido hubiera sido el judío.

No hay más que recordar el trasfondo de la inmensa mayoría de péplums producidos en los Estados Unidos, empecinados en convertir a los romanos en poco menos que nazis de la antigüedad. Este sesgo promovido desde las instancias superiores que han financiado el cotarro del cine llega casi hasta nuestros días. La lista de Schindler es una gran película y poco se le puede objetar, dejando de lado sus trampas emocionales. ¿Pero dónde están esos otros dramas sufridos en la misma etapa vergonzante de la historia por gitanos y homosexuales? ¿Cuántos años tuvieron que esperar los ahora llamados afroamericanos hasta que un airado Spike Lee marcara el camino de la reivindicación racial?

Los chicos de la gasolinera Golden Tip en ‘Hollywood’ / Netflix

En nuestra realidad, tuvimos que esperar al 1992 para que una oscarizada le dedicara el premio a una pareja de su mismo sexo (fue Debra Chasnoff, directora de un corto documental), una actriz negra no ganó el premio a la mejor interpretación protagonista hasta el 2002, cuando Halle Berry lo consiguió por Monster’s ball (viendo como le ha ido después, igual preferiría que no se lo hubieran concedido)… y no ha sido hasta el 2018 que un guionista negro ha podido levantar la estatuilla, encima gracias a una película de género, que tiene doble mérito. Fue Jordan Peele por Déjame salir.

En los tiempos del #MeToo y de los #OscarsSoWhite, lo que imagina Murphy sigue siendo en buena medida una utopía. Esta producción de siete episodios redefine los límites anquilosados de la corrección política, pero no acaba de asumir sus dignos objetivos con toda la naturalidad que merecen. Especialmente en lo que respecta a la visibilidad de los homosexuales, donde se refugia en el cliché, ya sea porque muestra la prostitución masculina como una vía más de entrada en la capital del entretenimiento, o porque se recrea en retratar de manera perversa algunos de los grandes intelectuales gays del momento (Cole Porter o Noel Coward, interpretado por Billy Boyd, quien fuera el hobbit Pippin).

Pese a todo, Hollywood se dirige al cinéfilo sin reparos que anida en cualquier espectador con memoria, o con un mínimo interés por una época que no vivió. Y pensando en ese cinéfilo, esta serie contiene elementos suficientes para entretener e incluso conmover. Tan solo nos queda desear que el pasado imaginado por Murphy defina cada vez más el futuro de una industria que ahora mismo, como tantas otras, está abocada (ahora sí o sí) a la reinvención.

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