Crítica de 'Godzilla: Singular Point': La invasión de los kami del Este
'Godzilla: Singular Point'

La discreta invasión de los kami del Este

En pleno apogeo del Monsterverse estadounidense, siempre “bigger, better”, los kaiju diseñados por Eiji Yamamori insuflan a los peones de la Toho un carácter único, icónico y esencialmente japonés. Godzilla, Rodan, Manda, Anguirus o Kumonga: dime con quién andas, y te diré quién eres.
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Durante la última media hora de Singular Point, entre escondido y alentado por ráfagas de polvo rojo, el cuerpo de Godzilla toma su forma definitiva. Será la tercera vez en la nueva serie de Netflix que el gran saurio evolucione, compruebo, mientras estudio algunas páginas de la «Gojipedia». Sin embargo, viéndola, no me había percatado de que aquel enorme pez, y aquel anfibio extraño, eran (también) el Rey de los Monstruos.

Luego pienso que, claro, no es la primera vez que el gigante cambia dentro de un mismo relato: Hideaki Anno ya había alimentado el pánico sobre la Tierra con la gradación mutante de su muy-monstruoso Godzilla. Volviéndolo de una sabandija incapacitada a un siniestro destructor de mundos, Anno había revertido el icono popular, exonerándole de su condición de pop star y convirtiéndolo en un tótem de auténtico terror expresionista.

Un gesto, este, parecido a cómo el Greco había afeado a los personajes del panteón cristiano, o a cómo Francis Bacon había desfigurado el retrato del papa Inocencio X de Velázquez tras un grito pavoroso, terrible. En un ejercicio del más puro manierismo, Shin Godzilla (2016) retornaba al saurio la potestad sobre nuestros miedos más primarios.




Un lustro después, la serie de Toho-Bones-Orange, dirigida por Atsushi Takahashi (Blue Exorcist) y con diseño de kaiju de Eiji Yamamori (animador consagrado en Ghibli), devuelve el extremismo del gran lagarto japonés al terreno mainstream. Se trata, al fin y al cabo, de un anime destinado a captar almas para el gigante de Netflix, así que su Godzilla deberá hablar el idioma de la aventura y del misterio, que no del horror puro.

Aun así, el cuerpo del Rey –en su última forma, la más reconocible– no puede disociarse de un aspecto crudo, desagradable, muy lejano de la imagen bella y mayestática de la mascota estadounidense. El kaiju nipón parte de lo aberrante, surge del desequilibrio visible entre unas piernas colosales y unas patas delanteras diminutas, que legan su potencia física a la enorme cola. Horrible big boi, el Godzilla japonés trasciende el estatus de pituso icono nacional para turbarnos con su presencia tremebunda. El monstruo se vuelve, otra vez, extraño.

Cada monstruo con su tema

En Singular Point, el calcetín de lo monstruoso se vuelve sobre sí mismo, y todos los peones mutan y se enrarecen. Aparecen nuevas piezas: a media temporada, el kaijuverse animado acogía a Salunga, parte simio, parte rinoceronte, con escamas, ojos en blanco y una crin a base de hongos[1]. Constituye este “gorila” una suma de atributos poderosos, entre los que contamos cuernos, dientes, garras, una cola musculada y un cuerpo goriláceo.

El sustrato fantástico japonés considera que todo objeto, persona y fenómeno natural tiene un kami que le da sus rasgos intrínsecos, su color propio

A la vez, su figura es chocante, artificiosa, más cercana a los disfraces ajados de la era Showa (1954-75) que a un peligroso predador. Sobre Salunga, el pastiche es visible y las costuras brillan, bien presentes. Con el fantasma del ridículo sobrevolando su apariencia, en el Monsterverse americano el diseño del simio sería considerado un despropósito, un yerro. En cambio, para el fantastique nipón, hogar de duendes-tortuga y espíritus-paragua, esto no es necesariamente así.

Nutrido en las creencias animistas del shinto, el sustrato fantástico japonés considera que todo objeto, persona y fenómeno natural tiene un kami que le da sus rasgos intrínsecos, su color propio. Luego, en el humus cultural del archipiélago, lo extraño (hen) serviría –como el wasabi– para destacar la esencia particular de cada cual, sacando a relucir la calidad única e intransferible del alma de las cosas.

En Singular Point, todos los kaiju son dignos huéspedes de su kami. Rodan es, quizás, el ejemplo más claro de ello: devuelto a su forma de pteranodonte original, el que antaño fuera una especie de aguilucho robusto retoma el aspecto de un pájaro cornudo y colorido, casi festivo. Moldeado en 3D por ordenador pero con acabados que recuerdan al trazo de un juego de lápices de colores, aseguraríamos que Rodan huele a libro de ilustraciones antiguo.

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‘Godzilla: Singular Point’ está disponible al completo en Netflix.

A la inversa, Anguirus, que desde la era Showa se presentaba vivaz tortuga con púas en el caparazón, se moverá en el registro visual de la fantasía medieval, como un anquilosaurio de un detallismo taxonómico increíble, propio de los manuales de Dragones y mazmorras. Su genus estético es completamente alejado del de Godzilla, al que vemos por primera vez representado en una versión del tríptico de Utagawa Kuniyoshi, Tametomo rescatado del monstruo marino por tengu (1849).

Una serie excesiva en general, Godzilla: Singular Point triunfa sin embargo en los pasajes protagonizados por sus kaiju. Eso es, porque comprende desde lo más hondo de su propuesta estética que ellos no son más que la encarnación de imaginarios muy diversos, máscaras que han ido cambiando a lo largo de la historia. Trabajar con los grandes iconos de la Toho, por ende, equivale a dar, a cada uno de ellos, el universo visual que a cada momento le corresponde.

Hoy, en tiempos de uniformidad americana, Rodan poblará cuadernos infantiles de tiempos pasados, Anguirus remitirá a las fuerzas de la gran fantasía medieval y Godzilla será, simple y llanamente, el último gran ser mitológico japonés. Mantener viva la frescura del kaijuverse es tener el coraje de seguir jugando con piezas desparejadas y en un tablero que intuimos, pero solo comprenderemos en retrospectiva.

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[1]Los hongos, por cierto, son quizás el kaiju definitivo: son los organismos más grandes del planeta (mucho más que las ballenas), pueden llegar a vivir decenas de miles de años y, aun así, permanecen ocultos bajo tierra.

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