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Me dirijo a esa pequeña comunidad apátrida y desperdigada alrededor del globo que a pesar de las continuas decepciones que el ser humano les produce, mantienen una visión esperanzadora acerca de nuestra especie. Brindo por esa conciencia de premoniciones alegres en las cuales todas las taras que cargamos desde que nos erguimos por primera vez y todas las que nos inventamos a lo largo de los milenios, y que nos han impedido siempre comprendernos y comprender, sean pasto del olvido. Pero tengo una mala noticia para todos vosotros, incansables románticos: hemos fracasado de pe a pa como civilización, sin atisbo alguno de gesta reconductora.
De un tiempo acá, esa porción del posmodernismo más vacuo, estéticamente depurado pero filosóficamente muerto, tan provechoso para las industrias culturales, ha ido colocando su culo cada vez más cerca de la cara del arte intranquilo hasta prácticamente asfixiarlo. Un acto sexualmente provocador pero intelectualmente espeluznante –todos nos hemos visto en alguna como esa–. Sin embargo, voluntariamente o no, incluso el arte más esteticista es hijo de su tiempo. Esa es la razón de que con o sin tales pretensiones, las series de televisión hayan resultado ser el testimonio más fiel del fracaso del ser humano.
Fíjense sino en ese cuarentón de porte suicida que camina por Nueva York como si algún dios maya le hubiera maldecido con la incapacidad de ser feliz. Las aceras que pisa y las mujeres a las que mira están todas impregnadas por esos chorros de mediocridad aceptada que palpitan bajo la calvicie. Louie representa el fracaso de la autoestima. Hasta el punto de que al propio relato la comicidad irónica acaba resultándole insuficiente y requiere, en su cuarta temporada, del mismísimo drama. Pero este fracaso de la autoestima, que engendra hombres rotos y empequeñecidos, tienen también su representación en Breaking Bad y Fargo, donde el orgullo aplastado por propios y extraños durante años tiene consecuencias terribles para todos.
«Fracasamos también a la hora de contarnos la mentira: la del periodismo, la de la justicia, la de la política, la de la familia»
En Deadwood, esa civilización primigenia en forma de campamento, el fracaso es colectivo: una suma de codicia y orgullo que envenena las relaciones humanas desde la base. David Milch tomó el western y lo desnudó de cualquier trazo de heroicidad para narrar una versión escéptica acerca de la construcción de la sociedad norteamericana. No sólo fracasamos a la hora de organizarnos. Fracasamos también a la hora de contarnos la mentira: la del periodismo, la de la justicia, la de la política, la de la familia. Décadas más tarde, ficcionalmente hablando, las calles de Baltimore asestan un combo tekkeniano letal a la mentira, que acabará finalmente arrastrándose como un zombie por los paisajes de The Walking Dead.
La ficción televisiva, por tanto, se revela como una conciencia dolorosa que subsiste bajo el aparente esplendor de nuestros tiempos. Del mismo modo que el expresionismo alemán era hijo de las turbulentas aguas de entreguerra y el cine de terror de la Universal de la depresión económica que sobrevino tras el crack del 29, las nuevas series de terror como American Horror Story, Penny Dreadful, The Strain, Extant o la propia The Walking Dead deben mucho a este estado emocional marchito que el fracaso social y económico de principios de siglo ha extendido en el primer mundo. Monstruos disfrazados de monstruos.
Una generación perdida en el mundo de nuestros abuelos criada bajo el idealismo de Friends, pero más cercana anímicamente al horizonte desesperanzado de Malviviendo o Shameless. Una generación política que no cree en la política porque ha visto a Frank Underwood convertirse en el presidente de los Estados Unidos de América. Una generación tecnoadicta que ha comprendido, vía Black Mirror, que la tecnología no nos hará libres, ni mejores. No nos salvará. La muerte llegará abriéndose paso a través de dos metros bajo tierra para garantizar que nuestro mayor fracaso, el de la supervivencia, continúe sucediendo una y otra vez hasta que abandonemos para siempre este planeta. Hasta entonces, la televisión seguirá devolviéndonos la silueta deslichada e imprecisa de nuestra identidad. Capítulo a capítulo, descalabro a descalabro.