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La novela negra, por su capacidad de radiografiar las taras y la podredumbre de toda sociedad en cualquier época, ha atraído a menudo la atención de los autores más prestigiosos. Se agradece, aunque no debería hacer falta para demostrar que, más allá de prejuicios y etiquetas, no hay género menor. Uno de esos autores es el irlandés John Banville, ganador del Booker Prize y del Premio Príncipe de Asturias de las Letras entre otros, eterno aspirante al premio Nobel; debe ser el nombre más citado en esas listas anuales de favoritos al galardón máximo, tan sólo superado por el Nipón Omnipresente, o sea, Murakami. A Banville se le conoce por su prosa densa y compleja, casi poética. Quizás por eso resultó más sorprendente que en el año 2006 debutara en el género negro con la novela “El secreto de Christine Falls”, firmada bajo el pseudónimo de Benjamin Black. Sí, sí… Black… Una primera pista de por dónde van los tiros.
Banville quería escribir una historia sobre los bebés huérfanos de los que la todopoderosa Iglesia católica irlandesa disponía libremente para mandar a los Estados Unidos o Australia, como si la clásica cigüeña hubiera sido suplantada por otros pajarracos de mal agüero con sotanas negras como alas de cuervo. El azar quiso que por aquel entonces Banville estuviera releyendo a Simenon y decidiera darle un giro criminal a un asunto ya de por sí espeluznante. El tema contenía muchos de los ingredientes del buen género negro: poderes en la sombra, claroscuros de una clase adinerada presuntamente brillante que siempre acaba por machacar a los que tiene por debajo, secretos que huelen mal de tanto tiempo ocultos…
El cicerone del lector en este mundo sórdido es un personaje sin nombre propio, Quirke, es jefe de patología en el Hospital de la Sagrada Familia, en Dublín, encargado de las autopsias, un personaje que parece entender mejor a los cadáveres que a los seres humanos más o menos vivos con los que se relaciona… Empezando por su familia de adopción. De niño Quirke fue abandonado en un orfanato; se haría cargo de él el juez Garret Griffin, un tipo severo e intimidante, de esos a quienes no te atreverías ni a decirle que ha cogido tu paraguas por error, no sea que se enfade. “Que se lo quede, si ya casi ni llueve…”.

Desde ese primer caso Quirke ya ha protagonizado siete novelas. Las tres primeras fueron adaptadas en 2013 en una miniserie de tres episodios, coproducción de la BBC británica y la cadena de televisión irlandesa RTÉ (si por un momento alguien pensaba que este artículo estaba poseído por el espíritu de Sánchez Dragó, que no se preocupe: ya vamos a las series). Cada capítulo, de 90 minutos de duración, adapta una novela del personaje: “Christine Falls”, “The Silver Swann” y “Elegy for April”. En la literatura, como en el cine, las traducciones de los títulos pueden ser algo arbitrarias: estas tres novelas se editaron aquí como “El secreto de Christine”, “El otro nombre de Laura” y “En busca de April”. Uno de los guionistas es Andrew Davies, responsable también de la adaptación de House of cards en su versión norteamericana. Con esas credenciales merece la pena adentrarse en el Dublín de los años 50. ¿O no?
Quirke, la serie, mantiene el tono melancólico de su original literario, la descripción de una sociedad reprimida y castradora, especialmente para ellas. Las tres historias nos hablan de mujeres amenazadas por el simple hecho de querer ejercer su libertad sexual en igualdad de condiciones. Son tres casos independientes entre sí pero vinculados con la propia familia adoptiva de Quirke, especialmente con su sobrina Phoebe. Esta conexión pudiera parecer algo inverosímil, aunque después de que Jessica Fletcher consiguiera estar cerca de un asesinato cada semana sin que le temblara la permanente, al seriéfilo curtido ya no le extraña nada.

A un protagonista siempre apesadumbrado, con graves problemas de alcoholismo agudizados por un amor eternamente frustrado, le viene como un guante la mirada intensa, el rostro torturado y la expresión enigmática del actor irlandés Gabriel Byrne. A pesar de que él bromea recordando que en las novelas Quirke es un tipo de una mayor envergadura, y encima rubio. A Byrne le basta con dejar la vista perdida, algo a lo que recurre en todos sus papeles (Muerte entre las flores, Sospechosos habituales…), para transmitirnos todo tipo de traumas internos que ni él mismo sería capaz de verbalizar. Sin abandonar las series, podemos recordarle como el psicoanalista de mirada más inquietante que hayamos visto nunca, el de En terapia. Hablando claro, Byrne es de esos actores que si te gusta dices que tiene estilo y si no, que todo lo hace igual… ¿el Bob Dylan de la interpretación? A nosotros, su estilo nos encanta.

Para rodar esta serie, el actor volvió al Dublín de su infancia, una época no precisamente feliz: en alguna ocasión ha confesado que entre los 8 y los 11 años sufrió abusos por parte de miembros de la Iglesia católica, esa misma Iglesia que en las novelas es retratada como un siniestro poder en la sombra, especialmente en el primer capítulo. Byrne no se queda corto al definir la Irlanda de aquellos tiempos como una sociedad talibán. Y Banville (o Black, como prefiera cada uno) afirma que el poder de la Iglesia en su país llegó a ser comparable al que concentraron los centralizados partidos comunistas de algunos regímenes totalitarios del siglo XX.
A Byrne le acompaña un grande de la escena británica, Michael Gambon, de extensa carrera en teatro, cine y televisión. Muchos le pueden recordar ahora como el sustituto de Richard Harris en el papel de profesor Dumbledore en la saga Harry Potter, aunque en su trayectoria destaca todo un hito televisivo: fue el protagonista de una miniserie de culto del año 86, El detective cantante, con guión de Dennis Potter (porque sí, en los 80 también se vivía una era dorada de la televisión… como en los 70 y en los 60 y en los 50…). Gambon es aquí el temible y respetado juez Griffin, padre adoptivo del protagonista. Los esporádicos choques entre Gambon y Byrne son de antología. Es un acierto de casting no sólo por sus innegables cualidades, sino porque el actor que interpreta al personaje de Malachy Griffin, hijo biológico del juez, es realmente su reencarnación. Se llama Nick Dunning, pero si me dijeran que se llama Nick Gambon también me lo creería.

Las series con sello británico (en este caso, también irlandés) tienen presunción de calidad: son buenas hasta que no se demuestre lo contrario. Quirke no es una serie de gran presupuesto, con figurantes desparramándose por cualquier esquina y escenarios de los que dejan boquiabiertos. Al fin y al cabo, donde más a gusto se encuentra Quirke es en la morgue. O en el pub, que todavía puede ser más oscuro y donde se puede encontrar más de un cadáver. Las fiestas de sociedad a las que debe acudir, los encuentros amables y superficiales en los salones de té, son para él obligaciones más sombrías que su lóbrego lugar de trabajo… glesia en su país llegó a ser comparable al que concentraron los centralizados partidos comunistas de algunos regímenes totalitarios del siglo XX.

Quirke consigue mezclar dos géneros que en el fondo nunca han ido del todo desligados: la intriga criminal en el que lo importante es descubrir al culpable a partir de las pistas diseminadas por la trama (eso que los anglosajones llaman “whodunit”, que en su día fue una república independiente regida por una tal Agatha Christie); y el melodrama familiar de época, casi culebronesco, en el que los secretos largamente mantenidos en secreto estallan como bombas de precisión. Los Griffin (no confundir con la estirpe protagonista de Padre de familia, aunque esos también se cuentan alguna mentira) han ocultado la verdad por encima de sus posibilidades. Si Quirke se llamara Luis Alberto (como no sabemos su nombre de pila, todo es posible), esta serie bien se podría haber titulado Los forenses también lloran. De todos modos, forzar el clímax dramático en el final de cada capítulo sin caer en la parodia también tiene su mérito.

Ante todo, el avispado Quirke es nuestro portavoz ante las injusticias que se pueden haber cometido, a uno y otro lado de los impenetrables muros del acomodado hogar paterno. En uno de los capítulos, el juez Griffin le reprocha a Quirke que no abandone nunca nada hasta que no lo comprende; según el magistrado (algo más negligente que el juez Ruz o Gómez Bermúdez), algunas cosas simplemente no se pueden entender, deben dejarse en paz. Con su habitual gesto impávido, el patólogo más sufrido de Dublín le responde: “¿Para qué? ¿Para pudrirse? ¿Para morir?”. Rojo de ira, su padre adoptivo le trata de ingenuo, de comportarse como un adolescente, como James Dean en Rebelde sin causa. No es para nada gratuita esta referencia al clásico de Nicholas Ray estrenado en 1955, que en la bienpensante y muy católica sociedad irlandesa debió ser encajado con un rictus helado de desdén. En el fondo Quirke, como todos los héroes del género negro dignos de tal nombre, es un inadaptado, un eterno insatisfecho, paladín solitario, defensor de causas perdidas y caballero medieval en los tiempos victorianos. Duro con ellos, Quirke…