'El Tercer Día': ¿Qué te llevarías a una isla habitada?
'El Tercer Día'

¿Qué te llevarías a una isla habitada?

Con una propuesta a medio camino de la televisión comercial y la performance, la serie 'The Third Day' ofrece un relato altamente adictivo sobre la culpa, el duelo y la redención.
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Jude Law protagoniza los episodios de "Verano" en El Tercer Día / HBO España

Culpa, duelo, redención, familia, adulterio, paternidad… Viendo cuáles son los temas de fondo de esta miniserie que nos ha mantenido en vilo durante seis semanas (y media), se podría pensar que estamos ante un tratado de religiosidad, una especie de Rezar en tiempos revueltos. Tampoco andaríamos tan desencaminados. En realidad, se inclina del lado de ese paganismo que en el fondo no es más que religión primigenia conectada con nuestros instintos más tribales. Por estilo y por forma, El tercer día comparte unos cuantos rasgos con algunas muestras del subgénero conocido como folk horror, una etiqueta relativamente reciente.

Fue un viejo conocido de la afición, el actor y guionista Mark Gatiss, quien usó por primera vez esta denominación en su serie documental de tres episodios para la BBC A history of horror, del 2010, para agrupar aquellas películas de raigambre típicamente británica en las que el entorno rural idílico de la campiña esconde bajo sus formas distantes y amables los rituales más tenebrosos que se pueda uno imaginar, mucho peores que quedarse encerrados toda una noche en una tienda de souvenirs o tener que asistir a una degustación pantagruélica de productos típicos, de esas de las que sales cargando una garrafa de aceite de ocho litros.

Volvamos al folk horror. Estos rituales a medio camino del folklore y la superstición derivaban a menudo en orgías sangrientas, sacrificios humanos y torturas de un sadismo casi pornográfico que ya no son ejecutadas en las mazmorras subterráneas de una fortaleza gótica, sino a plena luz del sol, o de la luna. Son verbenas desmadradas que suelen pillar con el pie cambiado a incautos forasteros decididos a poner a prueba la hospitalidad de esas comunidades tan bien avenidas, algo ancladas en el pasado, y en las que suele haber un líder que impone el calendario de festejos.

Gatiss se refería a la trilogía oficiosa, la Santísima Trinidad del mal rupestre, representado por Cuando las brujas arden (Michael Reeves, 1968), La garra de Satán (Piers Haggard, 1971) y la más conocida de todas ellas, El hombre de mimbre (Robin Hardy, 1973), de la que existe un remake con Nicolas Cage que nos sirve sólo de curiosa nota a pie de página. Hace unos meses el alumno más aplicado del terror de nuevo cuño con coartada intelectual, Ari Aster, remitía a estas bases fundacionales, y a tantos ejemplos posteriores de folk horror, para enmarcar el fin tortuoso de una relación de pareja en una farra de solsticio de la que convendría andar lo más lejos posible.

Midsommar es una película ambiciosa en su empaque visual, ciertamente deslumbrante, pero algunos pensamos que se acaba perdiendo en su pretenciosidad etnográfica, en esa manera de pretender reinventar el cine a cada plano, en una duración desmesurada y, sobre todo, en la ridiculez de ciertos momentos de su clímax.

Y mira tú por donde, Dennis Kelly, creador de una serie conspiranoica, Utopia, que apuntaba a la cultura corporativa como fuente de todos los virus literales y metafóricos, nos invita ahora a volver a las esencias de la naturaleza, a la emoción en su forma más cruda, siempre que nos atrevamos a cruzar la carretera que une la Gran Bretaña con la isla de Osea, situada frente a la costa de Essex, un hilo umbilical tan tenue que queda cubierto por la marea alta la mayor parte del día.

Es aquí donde sitúan el drama Kelly y Felix Barrett, director de la compañía de teatro de vanguardia Punchdrunk, en esta coproducción de Sky Atlantic y HBO, con participación de Plan B Entertainment (Brad Pitt suele tener buen ojo). Osea, un paraje real que es tal como lo vemos en la ficción, aporta unos decorados naturales agrestes y precisamente por ello espectaculares. Las localizaciones se muestran una y otra vez mediante planos aéreos que nos hacen sentir muy pequeños y nos recuerdan inevitablemente las fotografías de Doñana de Héctor Garrido que inspiraron a Alberto Rodríguez en La isla mínima.

‘El tercer día’ ha sentado cátedra sin olvidarse de mantener una narrativa coherente

Vaya por delante que El tercer día se eleva por encima de la propuesta de Midsommar, y no sólo por sus planos cenitales. De entrada, demuestra haber integrado y asimilado mejor los códigos del subgénero. Y no era tarea fácil. Afortunadamente para todos, Kelly y Barrett logran esquivar la pomposidad que se adivina al fondo de su propuesta, que amenaza con desbordar la marea y hacen temer que el espectador naufrague en un cóctel indigesto de reflexiones cósmicas, especialmente en el primer episodio.

Menos mal que los mimbres de partida son buenos: la creación de un clima malsano, la interpretación de Jude Law, que logra hacernos olvidar su paso por el Vaticano de hace unos meses, y por si fuera poco la aparición de grandes nombres de la escena inglesa, en especial esa pareja de posaderos formada por Paddy Considine y Emily Watson, de esos de los que es mejor no aceptar ni una pinta de cortesía. Sin olvidarnos del enigmático y ambiguo personaje interpretado por Katherine Waterston, acostumbrada a encarnar la tentación desde los tiempos del Puro vicio de Paul Thomas Anderson.

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Katherine Waterston junto a Jude Law en ‘El Tercer Día’ / HBO España

Por su fotografía apocalíptica, que en los paisajes parecía difuminar parte de la pantalla acercándose sutilmente al blanco y negro, esos flashes fugaces que sugieren pesadillas del pasado, esos instantes puntuales de montaje sincopado tan propio del terror que no confía en el potencial de la atmosfera y va directo al susto, intuíamos una voluntad de sentar cátedra que podría haber evolucionado hacia lo cargante. El tercer día la ha sentado sin olvidarse de mantener una narrativa coherente.

Para entendernos: los habitantes de la isla creen firmemente que todo aquello que afecta a Osea se refleja en las diferentes crisis mundiales, pero la trama nunca ha quedado ahogada por este marco tan global. En todo momento sufrimos y empatizamos con la odisea íntima de unos seres arrastrados hasta la isla por la corriente y por sus propios remordimientos. En los tres primeros episodios, protagonizados por un Jude Law atormentado por demonios interiores, que comparte algo de la huida hacia delante de Marion Crane en Psicosis, y todavía más en los tres últimos, que nos presentan un nuevo personaje, una gran Naomie Harris, destinada a coser (o no) todos los cabos sueltos.

Sin querer ser machacón en la comparación, por muy psicoanalítico que pretendiera ser Ari Aster, nos importaba más bien poco la suerte que corrieran sus criaturas una vez inscritas en el campamento de verano. Más allá de ciertas caracterizaciones típicas de los roles masculinos (Florence Pugh juega en otra liga), no eran más que peones de un slasher artístico. Y poco más. En El tercer día hemos padecido lo indecible cada vez que sabíamos que alguien iba a llegar tarde a la única carretera de salida y que ésta iba a quedar inundada.

https://www.youtube.com/watch?v=0o4Zdzkik7I

En estos tiempos en que cada producción audiovisual necesita copar titulares a todo precio, el proyecto de El tercer día incorporaba un elemento inédito y muy llamativo, todo un experimento. Siempre en la isla de Osea como centro de operaciones, justo en el ecuador de la serie, entre los capítulos de Jude Law, titulados genéricamente «Verano», y los de Naomie Harris, titulados «Invierno», el sábado 3 de octubre llegó «Otoño».

La compañía teatral Punchdrunk orquestó el aquelarre definitivo: durante 12 horas emitió en directo por el canal de Facebook de HBO (en realidad en diferido de tan sólo una hora, por cualquier problema que pudiera surgir) todo lo que sucedía durante la celebración del festival de Osea tan a menudo mencionado en la primera parte, una especie de calvario de Semana Santa, que a medida que avanzaba el día se iba aproximando a la rave agropecuaria, puro trance colectivo, lo que vendría a ser un solsticio digno del Sónar.

El paganismo también tiene algo de bíblico, y viceversa; dos extremos de una misma visión del mundo que llevan siglos retroalimentándose

En el centro de esta gigantesca representación, un reto técnico y artístico de primera magnitud, Jude Law asumió su esforzado papel, del que es mejor desvelar poco por si hay algún espectador virgen leyendo estas líneas, con una entrega física encomiable. No llega a los niveles de Jim Caviezel en La pasión de Cristo urdida por Mel Gibson, pero por ahí van los tiros.

Siendo sinceros, estas 12 horas de ritual, divididas en planos secuencia largos y contemplativos, no podían aportar mucho desde el punto de vista narrativo, conscientes sus creadores de que los espectadores menos acérrimos que no se engancharan a esta curiosa experiencia inmersiva podían desconectar de los episodios que estaban por venir, la esperada conclusión. La mayoría de los que nos acercamos a esta farra neofolk lo hicimos a distancia, picoteando un minuto aquí y otro allá. Si ya hay quien consume televisión de duración estándar a doble velocidad, no me quiero ni imaginar en cuánto tiempo se zamparon algunos esa retransmisión.

Ante todo fue una performance artística, una videoinstalación de museo pensada para desafiar la paciencia media del espectador en la era de los vídeos de YouTube de menos de tres minutos. Por lo menos nos procuró algunas estampas para el recuerdo. Ahí queda esa variante de la Última Cena en medio del mar, dispuesta en una larga mesa flotante. Al final, el paganismo también tiene algo de bíblico, y viceversa; son dos extremos de una misma visión del mundo que llevan siglos retroalimentándose.

Si nos ceñimos a los seis capítulos convencionales, El tercer día nos ha regalado un ejercicio de horror psicológico muy bien ejecutado. Sam llega a la isla después de salvarle la vida a una niña, sintiendo el escozor en su yo más profundo por no haber podido hacer lo mismo con su hijo. Pronto entendemos que está nervioso por otros motivos, que iremos conociendo poco a poco. En la comunidad de Osea y en esa naturaleza hostil que le rodea y le aprisiona, ve reflejados sus propios temores e inseguridades. De eso nos suele hablar el folk horror.

Como en tantas historias de trasfondo terrorífico, una cadena de decisiones absolutamente ilógicas van ligando su destino al de ese pueblo. En la segunda parte se repite el marco físico y mental, pero entra en escena un nuevo personaje: Helen ha alquilado un alojamiento en Osea para pasar unos días con sus dos hijas. No sabemos cuánto tiempo ha pasado desde la llegada de Sam, ni tampoco le vemos asomar la cabeza por ninguna parte. La manera de ligar las búsquedas de Sam y de Helen demuestra que el paréntesis experimental de doce horas era tan sólo eso, un desvarío creativo. De hecho, lo que en la primera parte de la serie era terror de arte y ensayo, un bombardeo constante de pistas que podían no conducir a ninguna parte, baja en la segunda al terreno de lo concreto, apretando el acelerador para satisfacer nuestras expectativas.

Solemne en algunos pasajes, una solemnidad reforzada por la banda sonora pero que no cae en la exhibición hueca de conceptos y símbolos, El tercer día es por encima de todo una tragedia griega en dos actos especialmente adictiva, una reformulación de los vínculos familiares, especialmente los que tienen que ver con la paternidad, una actualización de los miedos ancestrales que vienen atenazando a la humanidad, y la constatación de que, por mucho que nos inquiete recalar en una isla desierta, quizás nos deba preocupar más qué o a quién nos llevaríamos a una isla habitada.

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