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Netflix estrena tal cantidad de series que muchas llegan a nuestras vidas un poco de tapadillo, como El método Kominsky. A pesar de contar con un nombre más que relevante dentro del mundo de la televisión –Chuck Lorre– y unos actores archiconocidos –Michael Douglas y Alan Arkin-, apareció en la plataforma sin hacer especial ruido hasta que, gracias al boca oreja, empezó a sonar entre los seriéfilos. Tanto empezó a sonar que ha acabado llevándose dos Globos de Oro: el de mejor comedia y mejor protagonista, en este caso para Douglas, que por algo es historia viva de Hollywood. Quizás esta era la estrategia de Netflix, ser un caballo de Troya televisivo, parecer una serie inofensiva que sin muchos aspavientos acaba echando para un lado, al menos en los premios, a comedias favoritas como The marvelous Mrs Maisel.
Los que se acerquen a El método Kominsky buscando algo de los anteriores trabajos de Chuck Lorre se pueden sentir un poco decepcionados. Lorre es algo así como el genio de las ‘sitcoms’: ha perpetrado productos de éxito como The big bang theory, Dos hombres y medio o Mom. Con semejantes credenciales, lo esperable era que su nueva producción para Netflix fuera una comedia de risas enlatadas, algo más cercano al espanto que es The Ranch que a la dramedia que es realmente El método Kominsky. Aquí no hay risas enlatadas ni gags rápidos con topicazos (aunque alguno que otro cae). La sensibilidad se impone a la comicidad con una historia de amistad en ese periodo indeterminado de la vida que es la tercera edad. Indeterminado porque con la esperanza de vida cada vez más larga resulta difícil saber cuándo podemos empezar a aplicar esa etiqueta.
Michael Douglas (74 años) es Sandy Kominisky, un actor que vivió un breve periodo de éxito y que ahora, en horas bajas, se gana la vida como profesor de interpretación para aspirantes a estrella. Su principal apoyo a lo largo de estos años ha sido, a parte de su sacrificada hija, su agente y mejor amigo, Norman Newlander (Alan Arkin, 84 años), rey del sarcasmo. Juntos, y con cierto cinismo, encaran la que se supone que es la fase más decadente de sus vidas.
«A medida que te haces mayor, las cosas pasan muy rápido y te sientes como si estuvieras en un puerto viendo cómo un barco se aleja» – Lorre
Entre chistes de próstata y de problemas urinarios, la serie habla de cómo enfrentarse al duelo, a las decepciones familiares y, sobre todo, a la vejez. De hecho, una de sus virtudes es convertir en protagonistas dos personas que han sobrepasado los 70, algo que no se ve habitualmente en televisión, que suele imponer la juventud como centro de las ficciones. Hay pocas series –Grace y Frankie quizás sería otra- en que se explore qué significa entrar en la senectud y los cambios que plantea. Hay que tener en cuenta que las cadenas y las plataformas buscan sobre todo seducir al público joven y entienden que las historias sobre personas mayores no entrarían en la definición de diversión de los millennials, motivo por el cual quizá Netflix ha optado por estrenar El método Kominsky sin prácticamente promocionarla. Sin embargo, la serie sí ofrece diversión y muchas cosas más: es un lugar tierno donde cobijarse y un sitio melancólico donde dejar escapar alguna que otra lágrima.
Según ha explicado Lorre, al que muchos no tomábamos muy en serio hasta ahora, la idea de la serie nació de su propia experiencia sobre cómo se vive en Hollywood el envejecimiento. «A medida que te haces mayor, las cosas pasan muy rápido y fácilmente te sientes como si estuvieras en un puerto viendo cómo un barco se aleja de ti sin tú entender qué está pasando. Es desorientador», explicó durante la presentación de la serie. Por su parte, Lisa Edelstein, que interpreta a la hija bala perdida de Arkin, señalaba que con la diversificación de plataformas y canales es “necesario explicar todas estas historias porque la gente está buscando su historia”. Además, aseguraba que darles cabida “hace que la experiencia de envejecer sea menos aterradora”. Edelstein tiene razón: el envejecimiento es aterrador y aún más el destino final, la muerte. Precisamente por eso, los espectadores necesitan enfrentarse a ello y, si puede ser, a través de una ficción que lo desdramatice sin trivializar o restarle la desazón que a menudo lo acompaña.