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El 17 de diciembre de 1975, Carl Sagan, el astrónomo más famoso del mundo por aquel entonces –y no son tantas las ocasiones en que «astrónomo» y «famoso» aparecen en la misma frase– invitó a un chaval de 17 años, nacido y criado en el Bronx, a pasar un sábado con él para enseñarle su laboratorio en la Universidad de Cornell. Además de una experiencia que jamás olvidaría, Sagan le regaló un ejemplar de su libro «The Cosmic Connection: An Extraterrestrial Perspective», con una dedicatoria que rezaba así: «Para Neil, un futuro astrónomo, Carl”. 39 años después, Neil deGrasse Tyson, convertido en un astrofísico de talla mundial; presenta Cosmos: una odisea de tiempo y espacio, la secuela de Cosmos: un viaje personal, la mítica serie documental de Carl Sagan que fue emitida en más de 60 países y vista por más de 500 millones de personas en los años 80. Pero estos números resultan insignificantes respecto los que se manejan en Cosmos, dónde el cuantificativo «billones de billones» es tan frecuente como los torsos femeninos desnudos en Juego de Tronos. O casi.
«La vocación que hay tras la nueva Cosmos es despertar la pasión por la ciencia y el razonamiento crítico en todos los públicos»
La enternecedora anécdota sirve a modo de analogía de la vocación que hay tras la nueva Cosmos: despertar la pasión por la ciencia y el razonamiento crítico en todos los públicos. Uno puede imaginar fácilmente a un indeciso estudiante de secundaria corriendo a tachar la casilla de «ciencias» para su futuro bachillerato tras ver el primer capítulo de la serie o, siendo más atrevidos, al más domesticado consumidor de fútbol y realities aventurándose, temeroso y virginal, en la sección de divulgación científica de una librería una vez termine la primera temporada. Tal es el poder que ostenta la obra que tenemos entre manos, cuyo visionado pone patas arriba los cimientos de nuestra percepción cotidiana y nos despierta del sueño dogmático del sentido común.
«Un tour de force intelectual y emocional que, con simples pinceladas de teorías científicas profundamente contraintuitivas, es capaz de dejar exhausto a cualquiera»
Aunque Cosmos es descrita como serie documental, las convenciones del género no hacen justicia a la apuesta de la serie. Y es que, contra el rol tradicional de espectador pasivo al que la pantalla muestra unas imágenes que describen un sinfín de cosas lejanas y fascinantes –desde los leones de la sabana hasta los campos de concentración nazis–, Neil deGrasse nos pide que le acompañemos en el barco de la imaginación, un viaje que exige nuestra comprensión activa de niveles de realidad extremadamente complejos, imposibles de observar del mismo modo que a un tiburón en un acuario. No se equivoquen, el visionado de Cosmos no es compatible con la consabida siesta que acompaña a los documentales de La 2. Al contrario: se trata de un tour de force intelectual y emocional que, con simples pinceladas de teorías científicas profundamente contraintuitivas, es capaz de dejar exhausto a cualquiera. Desde el núcleo de un átomo de Carbono hasta el centro de una estrella a punto de colapsar y convertirse en supernova, la nave de deGrasse explora las conquistas más formidables de la ciencia y, en ese territorio, las capacidades de entendimiento de nuestro cerebro de kilo y medio se acercan a su límite. Si hay gente que dice vibrar con un gran premio de F1 de 86 vueltas, me siento legitimado a sostener que Cosmos es jodidamente trepidante.
Cosmos consigue que el discurso científico se vista de épica como no lo ha conseguido ninguna otra obra de arte que yo haya visto. Es a los documentales convencionales lo que 2001: una Odisea del Espacio a las películas de ciencia ficción. No me culpen por elegir un símil con las palabras «Odisea» y «espacio» en el título, que estamos hablando de cosas serias. Pero a diferencia de la película de Kubrick, la serie conducida por deGrasse está hecha para que la vean tanto sus abuelas como sus sobrinos. El despliegue audiovisual es apabullante, con representaciones pedagógicas a la vez que espectaculares de conceptos tan abstractos como el primer minuto después del Big Bang o la fotosíntesis. Asimismo, el tono de deGrasse es idóneo: con un lenguaje al alcance de todo el mundo y un ritmo y gestualidad muy bien trabajados para captar la atención, la pasión de alguien que ama la ciencia y ha consagrado su vida a ella pone el resto. Resulta un acierto anclar la narrativa de cada capítulo en su figura –ausente en el documental tópico, relegado a la voz en off–, ya que esto le da ritmo a la serie y humaniza la figura del científico en alguien tangible y cercano a nosotros que disfruta con lo que hace.
«Cosmos es a los documentales convencionales lo que 2001: una Odisea del Espacio a las películas de ciencia ficción»
Y es precisamente la exaltación de la figura del científico y de la ciencia la que está detrás de toda la producción de Cosmos, presente en cada línea de guión. Los espectadores atentos advertirán un nombre inesperado en los créditos de la serie: Seth MacFarlane como productor ejecutivo. ¿Qué hace el irreverente creador de Padre de Familia en la primera línea de un proyecto como éste? Sin embargo, para aquellos que seguimos la serie de animación –al habla un defensor acérrimo–, tiene todo el sentido del mundo. Padre de Familia parodia sin ningún tipo de piedad la religión y la ignorancia, y el propio MacFarlane utiliza el personaje de Brian para expresar su ateísmo militante. En una sociedad dónde millones de personas creen que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza y que la tierra no tiene más de 10.000 años de antigüedad, Cosmos está concebida para contribuir a que esto cambie. El lema ilustrado del Sapere aude (¡Atrévete a saber!) transpira a lo largo de toda la serie, que relata las vidas de los más grandes científicos de la historia de manera apasionante, mostrando la ciencia como una empresa colectiva que se desarrolla a través de la historia, llena de héroes que supieron pensar por sí mismos y cuestionar la autoridad de las doctrinas religiosas de sus tiempos sin los cuáles no podríamos comprender el espectáculo que vemos en la pantalla. Desde Demócrito hasta Einstein, el espectador es testigo del avance del conocimiento humano a lo largo de los siglos y es invitado a recoger la antorcha y llevarla más allá. Y, tras todo esto, uno puede escuchar la sutil voz de MacFarlane, que le recuerda a Dios que no está invitado a la fiesta.
«No nos habla ni de lo bello, ni de lo feo, ni de lo alegre, ni de lo triste; sino que nos enfrenta a lo sublime»
Finalmente –y anticipando que servidor es de lágrima fácil–, me gustaría explorar un fenómeno que convierte la experiencia de Cosmos en algo singular para mí: el recurrente nudo en la garganta, pérdida de aliento y/o humedicimiento ocular que acompaña el visionado de la serie. ¿Cómo pueden tocar la fibra sensible un puñado de multiversos o un neutrino aproximándose a la velocidad de la luz mientras resulta mucho más fácil mantener la compostura ante dramas como True Detective o The Wire? Pues porque Cosmos no nos habla ni de lo bello, ni de lo feo, ni de lo alegre, ni de lo triste; sino que nos enfrenta a lo sublime. Immanuel Kant –que, entre muchas otras cosas, sentó las bases de la estética como disciplina autónoma que es hoy en día–, definía el sentimiento de lo sublime como una mezcla de placer y de dolor que experimentamos cuando nuestra imaginación y nuestra razón no pueden ajustarse entre ellas. Así, la complejidad inabarcable del universo, tanto en su grandeza como en su pequeñez, desborda nuestro sentido común. La razón nos permite formarnos conceptos o ideas imposibles de encapsular en nuestra imaginación, llevando nuestras facultades al límite. Y, en esos límites a los que nos aboca la serie, uno experimenta esa sensación tan inusual de la sublimidad en que el ego se disuelve ante la magnitud de la Naturaleza y tomamos conciencia de la insignificancia del individuo ante el vasto orden cosmológico. Contemplar lo que nos muestra Neil deGrasse es como una moneda de dos caras: enriquecedora por un lado, terrorífica por el otro y, ante todo, una maravillosa cura de humildad.
Kant decía: «Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí». Imaginen la cara que hubiera puesto el filósofo de Königsberg, allá por 1790, si Neil deGrasse hubiera intentado explicarle que «la ley moral dentro de mí» es la manifestación de un proceso electroquímico que tiene lugar en el cerebro, un órgano formado por billones de billones de átomos danzando, más que estrellas hay en el universo conocido, y que, por medio de la selección natural, ha evolucionado a lo largo de millones de años desde nuestros ancestros unicelulares, pasando por los primates, hasta ser el característico saco de materia gris pensante que es hoy. Como diría Jesse Pinkman: «Science, Bitch!«.