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El arranque de Eden hace presagiar una serie, como mínimo, interesante: en sus primeros minutos, las apacibles vacaciones de una familia alemana en la costa griega se ven interrumpidas bruscamente al llegar una patera a la playa en la que toman el sol. Aunque no es una metáfora especialmente novedosa, sí es eficaz a la hora de sugerirnos de qué podría ir el resto de la temporada: tal vez, de la culpa europea con respecto a la compleja crisis de los refugiados. O del choque inevitable de modos de vida y formas de entender el mundo, o incluso de la eterna lucha entre las expectativas de una vida mejor y el amargo recibimiento que muchos países dan a los refugiados.
La cabecera de la serie, que recurre a imágenes de archivo para mostrarnos que lo que acabamos de ver es una reconstrucción de eventos ocurridos, casi literalmente, a este lado de la pantalla, abre más caminos posibles: ¿nos hablará Eden del conflicto mediático, de lo que las televisiones deciden mostrar y no mostrar, de la espiral del silencio que nos impide abordar ciertos temas, de nuestros sesgos cognitivos como europeos acomodados? En pocos minutos, la serie sugiere trayectorias muy interesantes… pero lamentablemente decide que no apostará por ninguna de ellas. Eden vale la pena, pero posiblemente más por sus intenciones que por lo que acaba siendo en realidad, a saber: una colección medianamente inspirada de escenas dramáticas, que intentan poner el acento en lo personal para hablarnos de lo universal, pero acaban quedándose a medio gas.
La ambición de la serie es loable pero los mimbres de las historias escogidas no están a la altura de ella
Ese desembarco en patera acaba siendo el nexo de unión entre las cinco historias que quiere contarnos Eden, distintos puntos de vista sobre el tema de los refugiados que funcionan bien pero pecan de cierta cobardía, tanto en la puesta en escena como en el propio desarrollo de la trama. La ambición está ahí, y es loable, pero simplemente los mimbres de las historias escogidas no están a la altura de ella. La más interesante de las tramas, la protagonizada por un adolescente nigeriano que, solo en el mundo, se abre paso por Europa con la intención de llegar a Reino Unido, funciona cuando denuncia la explotación de las mafias de tráfico de personas y por el carisma de su protagonista, y porque sus desplazamientos por el continente dan fuelle a una serie que, a pesar de saltar de país en país cada diez minutos, peca de un estatismo que por momentos es casi aburrimiento.
Tenemos también el drama algo irregular de un matrimonio sirio en Francia, incapaz de huir de su pasado; el conflicto de una familia alemana que decide acoger a un refugiado, cuyo hijo es uno de los personajes más insoportables que he visto en mucho tiempo; las andanzas de una ejecutiva a cargo de varios campos de refugiados, en una trama con un enorme potencial para la exploración política pero que se queda en un conflicto personal bastante aguado; y la tragedia de dos guardias de un campo de refugiados que, tras cometer un asesinato, deciden ocultarlo pase lo que pase. Son todas historias con gran potencial que, tal vez, exploradas individualmente, habrían dado para buenas series o películas, pero que combinadas se estorban entre sí: por un lado, no hay tiempo para ahondar lo suficiente en sus conflictos, y por otro, y aunque no paremos de saltar de trama en trama, no sentimos que la serie avance rápidamente porque le falta intensidad dramática.
En Eden, probablemente, el principal error haya sido su apuesta por el elemento humano, en vez de por la reflexión abstracta, pero combinada con una frialdad quirúrgica en guion y puesta en escena que nos dificulta enormemente la empatía con los personajes. Esto, en cualquier caso, abre otras cuestiones: ¿es realmente este realismo, esta apuesta por una cotidianidad tan extrema que agota, la mejor solución para hablar de la crisis de los refugiados?
Pensemos en el caso contrario, un ejemplo diametralmente opuesto: el año pasado, el director húngaro Kornél Mundruczó, experto en combinar el realismo con el fantástico, estrenó Jupiter’s Moon. En ella, por ir al grano, un refugiado descubre que tiene poderes que lo equiparan prácticamente con un superhéroe. Interesante por aportar un punto de vista nuevo sobre un conflicto tantas veces manoseado por los preceptores del realismo («¿cómo va a mejorar un conflicto real con elementos de género?» es una de esas opiniones que me agotan), la película sin embargo peca de aquello a lo que Eden no llega: está cargada de estilo e ideas, pero estructuralmente se hunde.
No lo sé; quizás el camino esté en un punto intermedio, o en ningún sitio que seamos capaces de imaginar ahora. Tal vez es demasiado pronto para poner en imágenes un conflicto cuyas consecuencias y ramificaciones a nivel político, social y cultural aún tienen que resonar durante décadas. Así, Eden acaba por no proponer ningún punto de vista especialmente novedoso sobre el tema, como traslación no muy inspirada de las historias que cada día hemos podido leer en los medios. Es la crisis de los refugiados a vista de pájaro: con una visión amplia, sí, pero tan alejada que es incapaz de emocionar, o de hacernos pensar.