Narcos: Don diablo se ha escapado
'Narcos', tras Escobar

Don Diablo se ha escapado

La serie de Netflix, no ha tenido ningún reparo en aplicarle un corte de bisturí a la política de los Estados Unidos en relación con el narcotráfico. La ficción norteamericana parece estar adquiriendo un grado de autocrítica inédito en la mirada a su propia historia
Narcos

Si Mr. Robot, de USA Network, se ha dedicado a exponer las vergüenzas de las grandes corporaciones mundiales, y no tan sólo de la ficticia E Corp sino de otras mucho más reales, Narcos, la serie de Netflix, no ha tenido ningún reparo en aplicarle un corte de bisturí a la política de los Estados Unidos en relación con el narcotráfico. El poder económico y el poder político en la picota, por obra y gracia de unas ficciones muy auténticas. Podría ser un espejismo, pero la ficción norteamericana parece estar adquiriendo un grado de autocrítica inédito en la mirada a su propia historia, algo que hasta ahora parecía reservado sobre todo a las series alemanas.

En su primera temporada de diez densos episodios, Narcos nos relata los esfuerzos de dos agentes de la DEA, Steve Murphy y Javier Peña, por localizar y atrapar en su madriguera al bicho más temible de los que han manejado el negocio de la droga en Colombia, Pablo Escobar, el mal llamado “Robin Hood paisa”. La acción transcurre entre finales de los años 70 y principios de los 90, complementada con imágenes de archivo, noticiarios reales de la época, en un tono documental que nos recuerda, por su impecable ambientación histórica y su implacable manera de encadenar retahílas de datos sociopolíticos sin miedo de agotar a la audiencia, a la extraordinaria miniserie Carlos, de Olivier Assayas. No es lo único que tienen en común, puesto que Carlos era otro trabajo protagonizado por uno de los delincuentes más inquietantes y escurridizos del siglo XX, en aquel caso el terrorista Ilich Ramírez “el chacal”. En Narcos la vida familiar y las maniobras de Pablo Escobar con sus socios y enemigos avanzan en paralelo a la descripción de las diferentes operaciones de la DEA para detenerle (incluyendo escuchas vía satélite, filtrado de informaciones a la prensa y otros métodos, algunos moralmente cuestionables). Esta estructura remite inevitablemente a The Wire, aunque por estética e intenciones las semejanzas se quedan ahí. Además, en Narcos falta una tercera pata: apenas vemos los efectos de la droga sobre los compradores “gringos” de Miami y otros puntos de los Estados Unidos.

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«‘Narcos’ consigue superar la sensación de algo ya visto y la densidad de la trama. Es realidad que engancha como una ficción. Y además dinamita cualquier debate sobre los dichosos spoilers»

Podemos rastrear otros prestigiosos referentes en el uso constante de la irónica voz en off del personaje de Steve Murphy (el actor Boyd Holbrook, a quien vimos en la Perdida de Fincher). No es una voz en off tan metalingüística como la de Mr. Robot, pero también se vale de la ironía y de las apelaciones al espectador. Su relato de un ascenso criminal, aunque menos frenético y acelerado, tiene algo que ver con Uno de los nuestros de Martin Scorsese, o el film brasileño Ciudad de Dios de Fernando Meirelles. Precisamente uno de los responsables de Narcos, director de los dos primeros episodios, es otro brasileño, José Padilha, famoso por las dos partes de Tropa de élite, éxito de taquilla en su país y en muchos otros. De las favelas a las comunas y ruedo porque me toca. Con estos ilustres precedentes, está claro que la serie de Netflix quiere jugar en las grandes ligas. Lo cierto es que consigue superar la sensación de algo ya visto y la densidad de la trama. Es realidad que engancha como una ficción. Y además dinamita cualquier debate sobre los dichosos spoilers, al estar mostrando hechos que podemos encontrar detallados en algún artículo de Wikipedia o, si tenemos algo más de tiempo, en las hemerotecas.

¿Pero por qué decíamos que, más allá del retrato de un criminal sin escrúpulos, Narcos también provoca algún sonrojo en los Estados Unidos? Pues por su manera tristemente certera de retratar la política exterior de la primera potencia mundial, ya sea con Reagan o con Bush padre. Los dos agentes de la DEA, basados en personajes reales (que por cierto dicen alegrarse de ver por fin reflejada su aportación), convierten la caza de Escobar en una obsesión personal. Por venganza están dispuestos a llegar adónde sea. No son Vic Mackey, pero las fronteras entre el bien y el mal también las tienen algo difuminadas. Una vez más la defensa de la ley se acaba convirtiendo en una coartada para quebrarla. Seguramente, al ser su versión de la historia, se magnifica su papel en la captura de Escobar. Sea como sea, en esta persecución tenaz no siempre encuentran la colaboración de los servicios secretos, el ejército o la embajada de los Estados Unidos, básicamente porque la administración norteamericana tiene su propio talón de Aquiles. La idea básica la expone un oficial del ejército a Steve Murphy: los narcos quieren tu dinero, pero los comunistas quieren tu dinero y todo lo demás. Y ahí está el punto de crítica nada velada (de hecho, se repite machaconamente en los primeros capítulos). El comunismo, visto como la bestia negra de la civilización occidental, llevó a los norteamericanos a armar por igual a los talibanes o a la contra nicaragüense y a hacer la vista gorda ante las actividades moralmente inaceptables de los dictadores sudamericanos. Esa obsesión por no molestar a los enemigos del comunismo provocó una importante pérdida de tiempo y recursos en la lucha contra los narcotraficantes.

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«Escobar es un villano de manual, un tipo megalómano que se jacta de haber ascendido des de las clases populares»

Ese es únicamente el telón de fondo. El auténtico protagonista de Narcos no es Reagan, no es Steve Murphy, no es Javier Peña (¿quedará alguien a estas alturas que no sepa que lo interpreta el chileno Pedro Pascal, conocido en Dorne y cercanías como Oberyn Martell?). La clave de la serie es Pablo Escobar, un villano de manual, un tipo megalómano que se jacta de haber ascendido desde las clases populares, el “ciudadano Kane” del narcotráfico. Alguien que en su afán por ser querido por sus paisanos, a pesar de que nunca invitaría a ninguno de ellos a una fiesta en alguna de sus muchas piscinas, llegó a coquetear infructuosamente con la política. El séptimo hombre más rico del mundo en 1989 según la revista “Forbes”, que se ofreció a saldar la deuda nacional de toda Colombia, forjador de un imperio que cuentan que llegó a gastar 1.200 dólares mensuales en gomas elásticas para sujetar los fajos de billetes… Escobar es un personaje histórico que ha dado mucho juego en la ficción: en 2012 el canal Caracol Televisión produjo la serie Escobar: el patrón del mal y no hace ni un año Benicio del Toro le prestó su rostro al jefe del cartel de Medellín en la película Escobar: paraíso perdido.

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«Cada personaje habla la lengua que le es natural, por ello más de la mitad de las escenas son en castellano. Tiene su mérito»

De estos dos antecedentes se desmarca la serie de Netflix por su título, abierto a que en sucesivas temporadas se aborden las vidas y malas obras de otros patrones de la droga. Sin duda, la plataforma de vídeo bajo demanda quiere abrir todos los mercados posibles; sabe que con un trabajo como éste el público latinoamericano puede ser suyo. Todavía más con un rodaje bilingüe, en que el predominio del inglés no se fuerza nunca. Cada personaje habla la lengua que le es natural, por ello más de la mitad de las escenas son en castellano. Tiene su mérito. Tengamos en cuenta que en otra serie reciente de Netflix, Sense 8, de los Wachowski, personajes de diferentes países del mundo hablan un inglés digno de Stratford-upon-Avon. Entre ellos, Miguel Ángel Silvestre, convertido en actor mejicano por exigencias del guión. En Narcos aparece otro rostro conocido del cine español, el del argentino Alberto Ammán, pero la mayoría de diálogos son en su idioma materno. Incluso el matrimonio Murphy, Steve y Connie, se esfuerza por chapurrear algunas (pocas) palabras, que ya es más de lo que pueden decir la mayoría de turistas norteamericanos que se mueven por el mundo como por el patio trasero de su casa. A veces parece que están biológicamente imposibilitados para pronunciar un simple “gracias”.

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Para encarnar al villano, José Padilha recurrió a su actor fetiche, Wagner Moura. Le dio igual que el actor brasileño no dominara la lengua de García Márquez (en este caso se entenderá que no saquemos del armario al manoseado Cervantes) y consideró que con unas clases intensivas de unos seis meses las barreras idiomáticas saltarían por los aires. Vamos a ser sinceros: el acento de Moura no ha conseguido despegarse del todo de la sonoridad brasileña. Hay momentos en los que Pablo Escobar parece estar a punto de arrancarse a cantar “Garota de Ipanema” en medio de la selva de Medellín, a ritmo de bossa nova… Pero este aspecto fonético es disculpable cuando se considera su impresionante trabajo gestual, cómo nos hace entrever en su mirada la falta de remordimientos, la imposibilidad de aceptar un solo error o dar un paso atrás, porque el mal, además de banal, es testarudo. Los ojos de Wagner Moura en Narcos, un toro siempre a punto de embestir en su pulso al Estado, plantean un parecido razonable con otra mirada extraviada de una serie criminal muy reciente. Este Escobar bien pudiera ser hermano mayor de Gennaro “Genny” Savastano (Salvatore Sposito), el heredero del imperio delictivo retratado en la serie Gomorra. El ceño fruncido es casi el mismo. Plata o plomo. “La coca nostra”.

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Narcos destaca por su documentación exhaustiva sobre el período. Aborda verdades incómodas: el hecho que la dictadura de Pinochet acabara con el narcotráfico en su territorio y forzara a la larga el traslado de los laboratorios de coca a Colombia, la colaboración decisiva de un miembro de ETA en el atentado más brutal perpetrado por Escobar (un atentado que, para más inri, falló en su objetivo), las dudas del presidente César Gaviria acerca de la anhelada extradición… Cada capítulo es una lección aplicada de historia. Tan sólo unos pocos personajes adoptan un nombre diferente del real, como es el caso de la periodista cómplice de Don Pablo. Lejos de resultar plomiza y excesivamente didáctica, la serie también brilla en las secuencias de acción, en las balaceras (así es como llaman en Colombia y otros países de la zona a los tiroteos, un término a reivindicar). Cada persecución, cada crimen, cada secuestro, se mantiene como el recordatorio constante de que, tal como afirma uno de los personajes, en un país convertido en el infierno el camino más corto hacia la paz puede ser pactar con el diablo. Aún así, Murphy y Peña, y nosotros con ellos, no perdemos la esperanza: sabemos que al diablo también se le pueden hacer trampas hasta derrotarle.

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