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«De un laberinto se sale. De una línea recta, no«
Miguel Ángel Arcas
A veces, perdidos en nuestros laberintos, cayendo sin cesar y augurando la inminencia del impacto, alzamos las manos en busca del hilo de Ariadna que nos rescate de nosotros mismos. Y el hilo no está, y seguimos cayendo, y llega la colisión. Aturdidos en el suelo, entonces, entendemos: quizás es ese golpetazo el que nos permite abrir los ojos y aceptar –que no huir de– el laberinto; que a lo mejor basta con comprender que uno es a la vez el laberinto y el sujeto acribillado de inseguridades que intenta salir de él.
Sigmund Freud. Menudo tío. Genio para algunos, farsante para otros, aunque una cosa está clara: dejó huella, mucha huella, en nuestra forma de entender esa broma de mal gusto que es la mente humana. Corría el año 1918 y, ante el desangramiento de Europa en Verdún, el Somme o Galípoli, Freud habló de la guerra. Lo hizo partiendo de un viejo dicho romano: «Si vis pacem, para bellum». Si deseas la paz, prepárate para la guerra. Y, cómo no, se lo llevó al terreno del psicoanálisis comparando la contienda mundial con las batallas subterráneas que se libran bajo nuestro cráneo: «Si deseas la vida, prepárate para la muerte», parafraseó.
¿Y no trata de eso, precisamente, el psicoanálisis? Un yo debe morir para que otro yo, emergiendo de las simas de la infancia y el subconsciente, empiece a vivir. La muerte de quien creemos ser como condición indispensable para el nacimiento de quien creemos que queremos ser o podemos llegar a ser. Esta última frase, algo enrevesada pero certera en su complejidad, contiene aquello que nos quiere contar Doctor Portuondo.
Doctor Portuondo es Carlo Padial porque en Doctor Portuondo Carlo Padial nos cuenta cómo su terapia de psicoanálisis con el Doctor Portuondo cinceló a Carlo Padial. Primero nos lo narró en un libro, editado por Blackie Books; ahora nos lo narra a través de la primera serie de producción propia de Filmin. Se trata de una adaptación que ha llevado a cabo él mismo junto a Carlos de Diego y que vimos del tirón en el último Serielizados Fest; se trata de una adaptación en la que el «psicoanalista cubano exiliado en Barcelona que gritaba a sus pacientes, juraba en nombre de Freud y bebía whisky Johnnie Walker» es encarnado magistralmente por Jorge Perugorría; se trata de una adaptación en la que Nacho Sánchez se convierte en clon de Padial hasta el escalofrío; se trata de una adaptación de la que ahora hemos enumerado un seguido de detalles técnicos para que en los siguientes párrafos nos podamos zambullir sin trabas en lo mucho que nos cuenta la serie a pesar de la aparente simplicidad de sus formas. Más fácil: hablemos de Doctor Portuondo de una maldita vez.
Con Padial siempre hay una vuelta de tuerca más, y en ‘Doctor Portuondo’ esa vuelta de tuerca es el sexto y último capítulo
El Paciente –con imprescindible P mayúscula– del Doctor Portuondo es una maraña de preocupaciones. La primera escena de la serie nos lo deja claro, cuando le cuenta a Portuondo su obsesión con el queso y cómo todo el mundo le odia por esa obsesión, aunque a su vez sabe que nadie le odia por ello, pero él lo piensa igual, porque mira, no sé, no le encuentra explicación, pero es así. Tumbado en el diván, el Paciente es un nigiri de neurosis. Portuondo calla, ausente, más etéreo que el humo de su pipa; calla hasta soltarle una pregunta del todo inconexa que el Paciente ya ha respondido antes. El patetismo de esa primera escena marcará el tono de la serie, impregnándola por completo hasta convertirla en mera marioneta de lo aparentemente absurdo.
Porque, en sus primeros cinco capítulos, la serie nos parecerá absurda, tanto como las incontables neurosis del Paciente, y sus tramas adoptarán el aspecto de anécdotas sin más recorrido que el de la carcajada espontánea. De haber sido toda la serie así, francamente, a mí me habría valido. Siempre me ha gustado el humor de Padial, y esos cinco capítulos son puro Padial. Eso mismo, a su vez, puede haber provocado que se baje del carro quien no comulgue con su particular forma de mirar la vida. Pero con Padial siempre hay una vuelta de tuerca más, y en Doctor Portuondo esa vuelta de tuerca es el sexto y último capítulo. No estamos, creo, ante una serie de seis capítulos, sino ante una serie de cinco capítulos más uno.
Decía Lacan que la realidad es el soporte para el fantasma del neurótico; de haber visto Doctor Portuondo añadiría que la ficción también lo es, puesto que los ya mencionados cinco primeros capítulos son una fiel representación del día a día de una persona atrapada en el laberinto de la neurosis. La palabra laberinto en su sentido literal, más allá de la evidente metáfora: esos capítulos son un ir y venir de miedos, ideas, inseguridades, mentiras y flagelaciones que convierten la vida del Paciente en un deambular sin fin.
Eso genera la sensación de que la trama principal de la serie no avanza, de que no hay un hilo conductor demasiado claro que una los capítulos, de que el guion de la serie está tan perdido como el Paciente. A muchos esto les podrá parecer un inconveniente, y entiendo que así se lo parezca, pero tras el visionado completo de la serie yo lo veo un acierto: los arabescos de la psique, que en el fondo es de lo que nos habla Doctor Portuondo, deben ser representados como laberintos, jamás como líneas rectas. Esos cinco primeros episodios tejen un laberinto mental, con toda la intención a mi parecer, en el que el espectador acaba tan desubicado como el propio Paciente.
Cuando nos construimos, construimos también el laberinto en el que estaremos siempre perdidos
Del primer al quinto capítulo la serie no avanza narrativamente, decíamos, pero eso no significa que no se haya movido. En el laberinto puedes transitar durante una eternidad y, exhausto, desfallecer en el mismo punto donde empezaste a andar. Es lo que sucede en Doctor Portuondo y es por ese motivo que los pequeños avances del Paciente en terapia siempre son respondidos de inmediato con bofetadas vitales que lo devuelven a la casilla de salida. Esa arriesgada decisión narrativa, sin embargo, no nos priva por ejemplo de la genialidad que suponen el tercer y cuarto capítulo.
Rodear al Paciente de sujetos tan rotos como él –»proyectos de hombre» es una acertadísima expresión para definirlos– es una gran forma de decirnos que no estamos viendo una serie sobre un tío raro; es una serie sobre un tío raro entre otras tantas personas raras tratados por un tío rarísimo ante la atenta mirada del sujeto más raro de todos ellos: el espectador. Solo entendiendo así Doctor Portuondo nos podemos sumergir en la serie huyendo de la etiqueta fácil del freak show. Todos somos raros. Todos somos proyectos de hombre o mujeres que vagan por el laberinto.
Y llegamos al sexto y último capítulo. El que justifica la serie entera. Como en El Indomable Will Hunting, la terapia que parecía condenada al fracaso se ha cocido a fuego lentísimo sin que apenas nos demos cuenta y al fin florece en un estallido de emoción. Solo cuando el Paciente se sincera por completo con Portuondo logra ponerse frente al espejo –tanto literal como metafóricamente, otra vez– y ver desnuda su verdad, que no es más que el miedo desprovisto de disfraces. Da miedo mirar al miedo, pero más miedo da vivir una vida entera sin enfrentarte al miedo que te agarra de la nuca con su mano helada. Portuondo lo sabe, y hacia esa revelación ha estado conduciendo al Paciente a lo largo de la serie. Una revelación que, por otra parte, no es ni debe ser ninguna salvación. Ser consciente de la fuente de nuestros miedos neuróticos no nos libra de ellos, pero a lo mejor sí nos ayuda a vivir junto a ellos en vez de bajo su yugo.
Portuondo, del que hasta el capítulo final solo conocíamos sus silencios, sus extravagancias y sus ataques de ira, ocupa el diván para culminar la terapia tras la catarsis del Paciente: contándole sus anhelos quebrados e imposibles le hace ver al Paciente que, a su manera, él también está perdido en un laberinto de tribulaciones. Y si Portuondo está en el laberinto es que todos los estamos. La vida es esto: tú y yo, aquí y ahora se titula este capítulo final. La felicidad está en el presente, aquí y ahora, el ayer y el mañana no son más que el hoy camuflado, es lo último que le dice el Doctor al Paciente. Después, cierra la puerta. Cada uno por su lado. Como debe ser cuando ya no hay nada más que decir porque está todo dicho.
«El peor laberinto no es esa forma intrincada que puede atraparnos para siempre, sino una línea recta única y precisa». Lo escribió Borges, el mayor demiurgo de nuestra era. La vida no es una línea recta. Lo infinito estremece. Por eso, cuando nos construimos, construimos también el laberinto en el que estaremos siempre perdidos, siendo siempre una humilde y caduca vida. Y en esa humilde y caduca vida no debe ser nuestra prioridad hallar una salida del laberinto, debe serlo hallarnos a nosotros mismos mientras intentamos hallar una salida del laberinto que, a lo mejor y para mejor, ni existe. O por lo menos eso es lo que me ha susurrado a mí, como a uno más de sus pacientes, el infinito Doctor Portuondo.