'The Leftovers': segundas oportunidades
'The Leftovers' roza el Milagro

Segundas oportunidades

'The Leftovers' es un desafío para el espectador porque le obliga a desprenderse de las etiquetas a las que suele recurrir para juzgar series, apelando directamente a los sentimientos, aborda lo inexplicable para crear dudas, explorar el vacío y la angustia de los protagonistas (y la nuestra).
The Leftovers

El 5 de junio de 2005 me hice adicto a las series por error. Empecé a ver Perdidos. Recuerdo la fecha exacta porque Rafa Nadal acababa de proclamarse por primera vez campeón de Roland Garros. Entre punto y punto de la final los comentaristas de Televisión Española se limitaron a hacer dos cosas: animar a Nadal (ahí nació el “Vamos Rafa”), y dar la matraca a los telespectadores recordándonos que tras el partido nos esperaba el estreno de Perdidos, el fenómeno televisivo que arrasaba en Estados Unidos.

Existen infinitas razones para empezar o engancharse a una serie. Yo empecé con Perdidos porque me dio pereza ponerme a estudiar. Luego bastó el episodio piloto y una buena primera temporada para caer en la trampa. A aquel primer contacto siguieron años de devoción y noches en vela por una serie que resultaría ser una tomadura de pelo. De eso me di cuenta en la tercera temporada pero, qué quieren, lo peor de los malos vicios es que, aunque sepamos que son perjudiciales, es muy jodido dejarlos.

Como de todo lo malo se aprende, mi experiencia con Perdidos me ayudó decisivamente a madurar. Fue entonces cuando empecé a aprender a elegir series. Por insistencia de un amigo me hice con el pack completo de a dos metros bajo tierra

«Disponer de una serie completa permite al consumidor controlar el volumen, la intensidad y el tempo del visionado a su antojo, y el espectador no va a remolque de los ciclos de emisión de las cadenas»

A A dos metros bajo tierra le siguieron The Wire y Los Soprano, series que me llevaron a prometerme algo que no tardaría en incumplir: solo vería aquellas entregas ya finalizadas. Mis razones eran poderosas. Por un lado, disponer de una serie completa permite al consumidor controlar el volumen, la intensidad y el tempo del visionado a su antojo, cosa que no ocurre con las series en antena, donde el espectador va a remolque de los ciclos de emisión de las cadenas. El otro factor, más importante incluso, tiene que ver con la posteridad. Como decía el locutor deportivo José María García, “el tiempo es ese juez implacable que da y quita razones”, cita que viene que ni pintada si hablamos de series porque solo el paso de los años marca el valor real de cada una de ellas. ¿Cuántas series parecían llamadas a estar entre las mejores de la historia por sus primeras temporadas y acabaron muy por debajo de lo que prometían? Tampoco es ningún secreto que hay entregas acabadas que envejecen mucho peor que otras, caso de Breaking Bad. Ni siquiera galardones como los Globos de Oro o los Emmys, tan cacareados últimamente, sirven en realidad como parámetros fiables de la calidad de una serie. ¿Cuántos de estos premios ganó The Wire en sus cinco temporadas? Cero.

Mi política autoimpuesta de ver series cerradas parecía ir viento en popa hasta que ocurrió lo que suele ocurrir con las personas que no somos de fiar: traicioné mi promesa. Vista (varias veces) la Santísima Trinidad de la ficción televisiva (A dos metros, The Wire, Los Soprano) se abrió ante mí un vacío existencial que no supe llenar, por lo que me vi obligado, en contra de mi primera voluntad, a recurrir a series en antena para mitigar el mono. Aunque no soy amigo de leer demasiadas críticas y no me fío del criterio de los especialistas que están a la última porque son fácilmente impresionables, tomé mis precauciones para no volver a ser víctima de los fenómenos Perdidos.

Perdidos

Me consuela pensar que elijo las series por algún motivo, aunque a veces lo desconozca. Decía antes que siempre hay pretextos cuando tomamos la difícil decisión de embarcarnos en una nueva aventura televisiva. En ocasiones basta un gran piloto que nos deslice por la trama (Homeland); la primera escena (Boss); porque nos fiamos del creador más que de nuestra madre (Show Me a Hero, Treme, The Corner); por una atmósfera que nos cautiva (House of Cards, True Detective); por su inmensidad (El Ala Oeste); por amor a una actriz (Olive Kittridge, Nurse Jackie); por presión social (Juego de Tronos, Breaking Bad); gracias a una buena crítica (Deadwood); por prescripción de un amigo (Gomorra, Hermanos de sangre); porque siempre hay que tener secretos inconfesables (Girls, Orange isThe New Black); por el  simple título (Fargo); o haciendo zapping (Togetherness). Luego, por supuesto, estas series nos  enamoran (o no) por su guión, sus giros argumentales y sus personajes.

La lista de razones es tan larga como el número de series. También están aquellas de las que hemos sabido escaquearnos a tiempo gracias a esa intuición que nos dice que aquí no se nos ha perdido nada (The Bridge, Masters of Sex, Boardwalk Empire). Dejar las cosas a medio hacer puede ser síntoma de dos cosas: pereza o inteligencia.

«A pesar de contar con el sello de denominación de origen HBO, el productor ejecutivo era Damon Lindelof, uno de los cerebros de Perdidos. Una de cal y otra de arena.»

Toda esta eludible introducción venía al caso porque existe una tercera categoría de series. Las que no nos gustan pero, sin saber el motivo, les brindamos una segunda oportunidad. The Leftovers es para mí el ejemplo más significativo. Ya antes de comenzar tenía algunas reticencias más que justificadas. A pesar de contar con el sello de denominación de origen HBO (siempre una garantía) el productor ejecutivo que impulsó el proyecto era Damon Lindelof, uno de los cerebros de Perdidos. Una de cal y otra de arena.

La premisa de The Leftovers es de sobra conocida. El 14 de octubre de 2011 se desvanecen al mismo tiempo y sin dejar rastro 140 millones de personas, el 2% de la población mundial. El arranque es indudablemente morboso para el espectador: ¿Qué coño ha pasado? ¿Dónde han ido los desaparecidos? ¿Por qué se han ido unos y no otros? ¿Volverán? ¿Cómo reacciona el mundo ante un acontecimiento inexplicable que ha cambiado para siempre la historia de la humanidad?

La primera decepción para los que esperan una serie de misterios no tarda en llegar. Esos interrogantes jamás tendrán respuesta. Para eludir cualquier tentación de recrearse en los efectos inmediatos de La Gran Partida los creadores sitúan la acción tres años después en Mapleton, un pueblo residencial del estado de Nueva York en el que para alivio de los vecinos no acostumbra a pasar nada.

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La elipsis inicial condiciona todo el desarrollo posterior de la serie y esconde el verdadero sentido de la misma: en The Leftovers los protagonistas no son los que se fueron sino los que se quedaron. Ese salto en el tiempo da constancia de que la confusión y el trauma inmediatamente posteriores a La Gran Partida han dado paso tres años después a una mezcla de resignación, luto, desconfianza, vulnerabilidad y solidaridad. Sabremos con cuentas gotas y pequeños flashbacks cómo se ha rehecho el planeta de esa crisis, pero la serie se despliega ante el espectador como un mosaico gigantesco en el que han desaparecido 140 millones de piezas. El mundo es ahora un lugar distinto y roto porque las realidades que creíamos inamovibles (relación causa-efecto) se han ido al traste para siempre. Si ha ocurrido eso, ¿qué no puede pasar? Esa ausencia de seguridad, de certezas a las que agarrarse, afectan por igual a personajes y espectadores, perdidos en una realidad desconocida hasta ahora.

Dicho esto, ¿qué es lo que hace a The Leftovers una serie de difícil digestión en una primera temporada tan irregular? La lista es bastante amplia. El guión es ordinario, nada del otro mundo porque entre otras cosas el pueblo no da mucho de sí; hay una sensación de tristeza y luto constante que impregna todo hasta llegar a niveles muy cansinos; la trama es plana y apenas hay giros argumentales destacables que enganchen; incluso la fotografía, gris, plomiza, invernal, invita a la incomodidad y al desapego del espectador. Pero por encima de todo hay algo que resulta especialmente antipático: los protagonistas.

«No hablan, visten de blanco, fuman e intentan que nadie olvide ni pase página con lo que pasó aquel 14 de octubre»

Un jefe de policía intensito con graves problemas de sonambulismo que intenta mantener unida una familia desmembrada; la hija adolescente y taciturna que vive con él; una madre que perdió a toda su familia en La Gran Partida y vive consagrada a darse y dar lástima constantemente, los miembros de una secta llamada “Culpables Remanentes” que no hablan, visten de blanco, fuman e intentan que nadie olvide ni pase página a lo que pasó aquel 14 de octubre; un cura buenrollista especialmente hostiable al que le sale todo mal, y un falso mesías que monta su chiringuito aprovechando La Gran Partida para hacerse millonario y engañar a unos cuantos bobos con ansias de respuestas.

Estos argumentos parecen suficientes para detener la marcha y bajarse del tren. ¿Por qué no lo hice si no disfrutaba de la serie? Porque me acerqué a The Leftovers del mismo modo que he hecho con el resto de series: con la intención de racionalizar y buscarle el sentido a todo. Ese fue el error.

El secreto de la primera temporada (de eso me di cuenta en la segunda) es dejarse llevar. Todo en ella está pensado para sumergirnos en cuerpo y alma en ese universo. The Leftovers es un desafío para el espectador porque le obliga a desprenderse de las etiquetas y los estigmas a los que suele recurrir para ver y juzgar las series. Este producto apela directamente a los sentimientos, a abordar lo inexplicable para crear dudas, a explorar el vacío y la angustia que comparte con los protagonistas. Nada mejor para entender por dónde van los tiros que analizando la banda sonora o los títulos de crédito de las dos temporadas. Obras maestras en sí mismas.

A pesar de sus virtudes parecía difícil disimular que la serie zozobraba en muchos sentidos en su primera temporada, por lo que una segunda que siguiera por los mismos derroteros significaría su acta de defunción.

Por eso fue un acierto que los creadores desplazaran la acción y a los protagonistas a otro lugar. El traslado y la entrada de nuevos personajes no pudo sentar mejor a una serie que necesitaba una catarsis. El cambio de aires se nota en cada detalle de la serie: la luz, el ritmo, una trama mucho más rica y dinámica, la música, el clima, la ropa, los rostros…

Si en la primera entrega subyace una sensación de dolor, la segunda esta marcada indefectiblemente por las ansias de los protagonistas de empezar de nuevo, de darse una segunda oportunidad. Para ello se mudan a Jarden (Texas) la población más grande de Estados Unidos (9.000 habitantes) sin sufrir ningún desaparecido en La Gran Partida. Como no podía ser menos, el pueblo se convierte en objeto de culto y lugar de peregrinaje de miles de personas que creen que el pueblo (también bautizado como Miracle) tiene propiedades divinas.

Lo que parece un sitio idílico y seguro no tarda en revelarse como un escenario engañoso y falso, como un gran decorado que esconde bajo una felicidad impostada una cara cruel y sobrenatural. En Jarden, el pueblo de los milagros, nada ni nadie es lo que parece ser. Tampoco será la tierra prometida para los personajes que huyen de Mapleton, pues en busca de un futuro esperanzador no podrán desprenderse tan fácilmente de los fantasmas del pasado.

Pocas veces una serie y unos personajes merecieron una segunda oportunidad como en The Leftovers. A falta de una tercera temporada que haga de cierre, solo el tiempo dictaminará si estamos hablando de un fenómeno pasajero o una obra maestra.

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