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El paciente presenta un cuadro médico que evidencia un síndrome de abstinencia: temblores, debilidad generalizada, náuseas, deshidratación, fiebre. Sin embargo, las pruebas de toxicología han ofrecido todas resultados negativos. La curva del maldito COVID19 es ya descendiente y, tras un mes desde el inicio del confinamiento, empiezan a quedar camas libres en el hospital, por lo que hemos podido instalar al paciente en una habitación. Durante los dos días que lleva aquí, solo ha logrado pronunciar un seguido de vocales inconexas: «uaiuoa«. Es insistente, no deja de repetirlo.
Su madre, quien alertó a las autoridades tras varios días sin recibir respuesta telefónica de su hijo, nos asegura que el paciente es abstemio y jamás ha probado droga alguna. Los dos policías que entraron en su domicilio tampoco arrojan mucha más luz a este misterio médico. Forzaron la puerta del piso y encontraron al paciente ya en estado catatónico, frente al televisor, huérfano de toda higiene y cordura. En el piso no había rastro de material para el consumo de opiáceos. Lo llevaron a rastras hasta el hospital, entre gritos y arañazos. Tuvimos que suministrarle tranquilizantes al llegar. Con el paso de las horas, su ánimo se ha calmado pero la catatonia y el debilitamiento físico del paciente han ido en aumento. Le fueron realizadas también, obviamente, las pruebas del coronavirus. Limpio. Sin novedad alguna en la última visita al paciente. Sigue con su canto enloquecido. Uaiuoa. Uaiuoa. Uaiuoa. En el horizonte de su enajenación no se vislumbran signos de mejora.
Empujado por la curiosidad y, debo añadir, también por la frustración profesional, he pedido a la madre si podía mostrarme el piso del paciente. Quizás encontraba alguna pista que se le hubiera pasado por alto a los policías y fuera relevante a la hora de ayudar a sanar a su hijo. La mujer ha aceptado emocionada. Tras media hora de búsqueda infructuosa por el domicilio, he reparado en una libreta enterrada entre cajas de cereales vacías y una colina de papel higiénico acartonado. En la primera página, con grandes letras, estaba escrito lo siguiente: Diario de un neoseriéfilo confinado. He aquí una selección del contenido más relevante que he encontrado posteriormente en la libreta.
Día 1 de confinamiento
Estoy harto. Todo el mundo habla de series y yo jamás puedo meter baza. Siempre me han parecido una estupidez, una agonía cinematográfica donde se alarga una película hasta lo insufrible. Pero necesito sentirme socialmente aceptado, así que he decidido aprovechar el confinamiento por el COVID19 para hacer una inmersión extrema en este universo. En este diario iré relatando la experiencia.
Día 2 de confinamiento
Las autoridades hablan de dos semanas encerrados pero a tenor del borreguismo colectivo, será más tiempo. Un mes, calculo. A mi jefe le he mandado gustosamente a tomar por saco cuando me ha invitado a seguir yendo a mi lugar habitual de trabajo. Mejor, así tengo todo el tiempo del mundo para mi introducción a las series. Calculando ocho horas de sueño diarias, eso me deja hasta 480 horas de tiempo libre durante el próximo mes. A través de blogs y opiniones de pesadísimos colegas, he elaborado la siguiente lista de series a ver: The Wire (60h), Breaking Bad (50h), Dexter (80h), Juego de Tronos (70h), The Office (65h), Friends (80h), Rick&Morty (12h) y BoJack Horseman (25h).
Me reservo otras cuarenta horas para ir a comprar bienes de primera necesidad, llamar a mi madre o asearme. Toda actividad onanística queda cancelada hasta el fin del confinamiento por temor a quemaduras de tercer grado en caso de uso intensivo.
Día 3 de confinamiento
He decidido empezar por la serie que parece más ligera de digerir. The Wire. Tenía pinta de ser el clásico bodrio de polis y pandilleros. Es más lenta que la respuesta del Gobierno frente al maldito coronavirus, aunque sus personajes son más profundos de lo que esperaba. No está mal.
Día 5 de confinamiento
Cómo mola Omar. Y su silbido. Esta última noche, en la cama, me pareció escucharlo, como si estuviera en casa conmigo. Mejor él que el borracho de McNulty, si te soy franco. La serie toca muchos palos, cada nueva temporada es una feroz crítica social a una sector de la sociedad estadounidense. Me gustaría charlar con su creador, el tal David Simon, ojalá algún día venga por Barcelona a dar una charla.
Día 7 de confinamiento
The Wire terminada. Muy buena, aunque me joda admitirlo. Ahora que me fijo, mi casa parece Baltimore. Voy a poner orden, esto es insalubre. Mi madre me llama y le digo que todo bien. No salgas a la calle, mamá, que nos conocemos. Cuelgo y elijo nueva serie: Dexter. De hecho, pienso, puedo combinarla con otra de capítulo más cortos. The Office, por ejemplo. Vamos allá.
Día 12 de confinamiento
Tengo sentimientos encontrados. Por un lado, el final de Dexter nos hace merecer como especie que el virus monárquico este se nos lleve a todos por delante. Virgen Santa qué vertedero de tramas. Pero, joder, con The Office me he reído como no me había reído en mi vida. Dentro de mi cabeza, una voz aguda estalla en risotadas y otra voz más grave escupe odio contra las series. Ese coro de opiniones antagónicas me impide dormir bien por las noches. Necesito una nueva serie que deshaga este entuerto.
Día 15 de confinamiento
Mamá, le he dicho hoy cuando me ha llamado, quiero ser como Heisenberg. No ha entendido nada así que he colgado el teléfono. Con catetos no me hablo. Breaking Bad es una obra maestra. Walter White es Dios. Confieso que me he afeitado la cabeza y me he dejado su perilla. ¿Y Saul Goodman? ¡Ese tío merece una serie para él solo, no me jodas! Hoy no se cena, necesito un capítulo más.
Día 18 de confinamiento
He terminado Breaking Bad. ¿Qué es ese vacío que siento en mis adentros? Es como si me faltara una parte de mi. Me sorprendo emitiendo sutiles alaridos y mirando al techo con ojos vidriosos. Estoy pasando un duelo. No ayuda el hecho que desde hace varios días tenga todas las persianas bajadas, pero es que en la oscuridad me meto más en la serie; es como estar dentro de las escenas. Me consumo sin Walter, sin Jesse, sin Albuquerque. Otra serie más, otra, una que me ayude a recuperar la cordura.
Día 20 de confinamiento
Quizás Rick&Morty no fue la mejor elección para volver a la senda de la sensatez. Cada chiste cuántico, cada viaje interdimensional, cada eructo de Rick se mete en mi cabeza y danza con estroboscópico frenesí. Me cuesta dirimir entre realidad y ficción. Hoy ha sonado el teléfono y lo he aplastado a zapatazos temiendo que se convirtiera en un pepinillo homicida. Mamá, por favor, ven y rescátame de este sinsentido.
Día 23 de confinamiento
Las risas enlatadas de Friends han terminado por desquiciarme. Abro la nevera -está vacía- y suenan risas; tiro de la cadena del retrete y suenas risas; intento apagar la televisión y un alud de risas me lo impide. Ahora escribo desde el suelo, en posición fetal, mientras miro BoJack Horseman. Ya nadie ríe. Estoy tan mal que veo cada personaje de la serie como si fuera un animal distinto. ¿Saldré algún día del pozo de alucinaciones en el que me encuentro sumido?
Día 25 de confinamiento
Me queda una última serie. Juego de Tronos. Mi juicio pende de un hilo, espero que el tal George RR Martin no me sacuda mucho la cabeza con su historieta. Me acuerdo de madre pero no del mundo que había ahí fuera antes del confinamiento. Esa extraña sensación de no ser tú a pesar de seguir siéndolo.
Día 27 de confinamiento
¿Qué le pasa a esta gente? ¿Por qué matan a todo lo que se mueve? ¡Ni las bodas respetan! ¡Y los dragones! ¡Salen de la pantalla y echan su fuego por todo el piso! Khaleesi, te amo, no me hagas esto a mí. No reconozco quién soy. No reconozco qué soy. Necesito saber quién se quedará con el trono. Solo un final de la serie a la altura de las expectativas generadas puede ya salvarme.
Día 28 de confinamiento:
PERO QUÉ COJONES.
Día 30 de confinamiento
La temporada final de Juego de Tronos fue el empujón final hacia el abismo. Tras un mes dedicándome exclusivamente a mirar series, he llegado a la conclusión de que las odio, pero no puedo vivir sin ellas. Llevo dos días frente al televisor apagado. En su pantalla oscura observo mi reflejo, un rostro que no soy capaz de identificar. A mi alrededor el mundo se evapora. Incluso las palabras me abandonan y arrojan al vacío su significado. Se caen las consonantes de la libreta. Solo necesito un capítulo más. Un capítulo más. U caíulo ás. U aíulo á. U aíuo á. Uaiuoa. Uaiuoa. Uaiuoa. Uaiuoa.
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Tras el hallazgo de la libreta y sus revelaciones, de vuelta al hospital probé un tratamiento experimental con el paciente: le puse un capítulo de Perdidos. A medida que la paranoia de la serie iba en aumento temporada tras temporada, la del paciente disminuía. Esta tarde ha reconocido a su madre. Jamás volverá a ser el mismo, pero soy optimista en estabilizarle dentro de una insania controlada. Para ello solo será necesario suministrarle una serie, y otra, y otra, y otra en un bucle catódico sinfín. Bautizaré esta patología como el síndrome de Uaiuoa. Y que sepa el mundo que no hay confinamiento que te salve de su voracidad.