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«El universo es determinista: no tiene Dios, es neutral y está determinado solo por las leyes de la física». Probablemente la frase contenga todo lo que es necesario saber sobre la nueva serie de Alex Garland y también una advertencia que podría aplicarse a toda la obra de este señor británico: es muy posible que te haga perder la paciencia.
Hay un hilo invisible que empieza en Stanley Kubrick, llega hasta la Santísima trinidad de los David (Lynch, Cronenberg y Fincher) y que -de algún modo- se enreda en Garland. Creadores con alma de cirujano, tipos que se sentarían en su mecedora a contemplar un tornado hasta que llegara el momento de ir a casa del vecino a mostrarle las bondades de la sangre. Hombres a veces obsesionados por la geometría, otras por la tecnología o la ciencia y en otras por los recovecos de la conciencia y lo que yace en nuestro interior, en ese lugar al que no se mira. Genios enajenados que en muchas ocasiones parecen vivir un en quirófano y en otras en un matadero. Seres que transitan por un mundo al margen del nuestro, en el que las reglas las moldea el mismo universo al que un día Christopher Hitchens, al ser diagnosticado con un cáncer terminal, le preguntó: «¿Por qué yo?» *.
Como ya sucedía en True Detective, hay en Devs un uso imperativo de la estética que podría alejar a modo de gas pimienta a cualquiera que pudiera desear un acercamiento puramente conceptual. Porque -me temo- lo que subyace en el fondo de Devs es la nada, el vacío, la sublimación del mcguffin. Un montón de cháchara sacada de una charla del TED sobre física cuántica y dos artículos de Fast Company sobre las maravillas que subyacen en las tripas de Google X, el legendario laboratorio secreto de Mountain view, California. Un cóctel aparentemente inocuo que solo podría ser efectivo si lo agitara un alquimista, y que en manos de Garland es una mezcla entre PCP, MDMA y gasolina. A consumir en pequeñas dosis, en buena compañía y con extremo cuidado.
Sin embargo (es obvio que había un ‘sin embargo’; el plot twist era casi obligatorio), no hay manera de apartar la vista de Devs. Como el capitán de barco que observa desde el puente de mando cómo una ola gigantesca se dispone a engullirle, pero es incapaz de maniobrar, fascinado por las formas que se dibujan en el muro de agua que se alza ante él. Y es que a Garland le vuelve a salir el truco de la bolita que ya recorría los paisajes de Aniquilación, aquella epopeya de ciencia ficción en low key que Paramount le endosó a Netflix y que tenía la misma vocación quirúrgica de Devs, pero con coartada alienígena.
Uno mira a la esquina derecha del encuadre, pero lo interesante pasa en la izquierda; uno presta atención al diálogo, pero lo realmente básico es la composición del plano y uno se obsesiona con la composición del plano, pero lo realmente importante es el diálogo. Garland es ese trilero que siempre te gana la mano. Le conoces, conoces el truco, le has visto hacerlo, pero como en aquel diálogo de Matt Damon en Rounders («si no has pillado al primo en la primera media hora de partida, es que el primo eres tú»). No importa cuántas veces registres la chistera: el conejo sigue estando allí.
El desconcierto que provoca ‘Devs’ la convierte en algo similar a mirar fijamente un cuadro de Rothko, para acabar viendo en esas franjas de color un relato de la propia vida
Devs cuenta la historia (por si alguien se lo pregunta) de un programador al que le llega la oportunidad de su vida cuando le ofrecen trabajar para la división ultra-secreta de una poderosísima compañía tecnológica: la división Devs. Nadie sabe qué demonios hacen allí, ni para qué, ni para quién, pero está claro que su trabajo es rompedor, pensado para la disrupción y el caos si fuera necesario. Pero el tipo desaparece, y su novia sospecha que la empresa está ocultando algo. Por medio aparecen los fantasmas de Richard Dawkins, Dan Denett, Jaron Lanier, el compatibilismo, el determinismo y la madre que los parió. Fuegos artificiales para que nos entretengamos mirando al cielo, mientras Garland cava una fosa a nuestros pies.
La pesadilla tecno-social del británico es un puzle al que le faltan piezas, pero que él pergeña con una habilidad demoníaca. Como la construcción del personaje de Nick Offerman, un gurú que entronca sin ambages con el misántropo genio de Ex machina (Oscar Isaac) y ese predominio narración-nevera en la que uno se siente más como el cadáver que como el bisturí, mientras sigue un rastro de migas que sospecha no es el correcto.
Devs debería verse con un forro polar, porque, aunque sucede en California es difícil pasar más frío: como si los protagonistas hubiesen sido obligados a pasar por un detector de emociones y a dejar las propias en una bandeja. Sospecho que Garland debe ser tan amante de las personas como los osos polares de las oleadas de calor, porque, de hecho, siempre ha sido una suerte de feroz profeta del Apocalipsis: 28 días después, Ex machina, Aniquilación, Sunshine y hasta La playa, cada una ha jugado a acabar el mundo de un modo u otro. Invasores, virus, soles que se extinguen, el advenimiento de la inteligencia artificial, o la mortífera voluntad por liquidarlo todo de la especie más peligrosa del planeta: la nuestra.
Pero lo que importa de Devs es que su construcción es tan impecable, está tan bien urdida, los conceptos que maneja son tan impecables (algo así como lo que ya sucedía con el test de Turing en la mencionada Ex machina) que, aunque uno pueda percibir que hay algo desafinado en el piano, la música sigue siendo deliciosa. El uso del lenguaje, con esas pausas que no son reales sino de vocabulario, sujetas al dominio que uno tenga de los asuntos que se dirimen, es otra de esas bazas que la serie esgrime de forma impecable y que invitan al uso indiscriminado de Google, ya sea durante o después.
Como sucedía con La llegada de Denis Villeneuve, el rol de la palabra, del propio lenguaje, es vital para manejarse entre bambalinas, pero su desconocimiento (el nuestro) le añade a la experiencia audiovisual un factor de desconcierto que -si eso es posible- convierte al show en algo similar a mirar fijamente un cuadro de Rothko, para acabar viendo en esas franjas de color un relato de su propia vida. Es extraño, cautivador y hasta, en ocasiones, friega lo surrealista, pero cuanto menos entiendes del fondo de Devs, más te pierdes en sus formas.
Es pura especulación tratar de adivinar adónde se dirige el agujero negro con carpa, acróbatas y trapecistas de Garland, pero sus parámetros estéticos son tan jodidamente fascinantes que es bastante posible que, aunque acabemos en el fondo de un pozo, buscando atisbar un mísero rayo de luz, no caigamos en que lo realmente importante, y el acertijo que -probablemente se esconde- tras Devs es la materialización de aquellas palabras (hoy más proféticas que nunca) de Arthur C. Clarke: «Esta es la primera época que ha prestado mucha atención al futuro, lo cual no deja de ser irónico, ya que tal vez no tengamos ninguno».
* Y el universo me contestó: «¿Y por qué no?«.