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Decía Gilles Deleuze que es muy difícil calibrar la verdadera importancia, el significado profundo, de algo que acaba de nacer. Que las cosas sólo se revelan en su desarrollo, una vez el tiempo nos ha dado distancia y podemos comprender en realidad el sitio de cada elemento en el gran esquema del universo. El sábado, en el tercer día -cargadísimo de actividades- del Serielizados Fest, pudimos asistir de manera privilegiada al Big Bang y calibrar, a continuación, sus justas consecuencias. Pudimos empezar la jornada viendo, en esa especie de templo profano a las series en el que se convirtió el Arts Santa Mónica este fin de semana, el primer episodio de la primera temporada de The Wire: un Big Bang que en su momento no hacía presagiar un nuevo paradigma televisivo, pero que ahora, a quince años de su estreno, tiene algo de Génesis de la edad de oro de la ficción televisiva en la que estamos inmersos.
Fuera, se desarrollaba una tarde especialmente luminosa en el último tramo de las Ramblas barcelonesas, y la gente iba arriba y abajo con la tensión propia de quien espera al Papa: David Simon, el supremo creador, ya estaba desplazando su cuerpo de boxeador curtido hacia el Santa Mónica. Dentro, en las sombras a las que han acabado por acostumbrarse muchos de esos aficionados a las series para los que un sábado ideal equivale a binge watching indiscriminado, asistíamos, como decía, a un momento fundacional: la puesta en imágenes de la crisis de valores de la Norteamérica contemporánea, y por aculturación, del resto del planeta capitalista, del poder perverso que posee medir la experiencia humana en términos económicos: “this is a free country”, dice un pandillero al agente McNulty en la primera secuencia de The Wire. Esta serie, como Los Soprano, A dos metros bajo tierra u Oz, entre otros valientes éxitos de una HBO, se plantearon el problema de América como centro de su discurso, dejaron de ser cápsulas de evasión para convertirse en ese espejo a lo largo del camino que tanto gustaba a los novelistas realistas del siglo XIX, y, en definitiva, aprovecharon las potencialidades de lo serial para erigirse en crítica pormenorizada del estilo de vida occidental, y sobre todo de sus zonas oscuras.

Pero todo esto lo sabemos ahora. Y ahora es cuando Simon puede mantener una interesantísima charla con Antoni Bassas a propósito de la política -y, por lo tanto, de la cultura, de lo económico, de lo moral- estadounidense; ahora que su fresco sobre la corrupción del alma y las instituciones humanas en una problemática ciudad de la costa este le ha convertido en historia viva de la ficción de masas. El culto al showrunner: algo impensable hace veinte años, y ahora mismo el signo de nuestros tiempos seriéfilos. Y Simon no defraudó, en absoluto. Empezando por la denuncia de un sistema electoral erigido sobre el dólar, en el que, literalmente, “se compra la voluntad del pueblo con flujos de dinero”, el guionista dibujó un panorama pesimista desde su insobornable y crítica postura de izquierdas -aunque en Estados Unidos ser de izquierdas tenga sus matices- pero delimitó un espacio para la lucha, para la respuesta popular: los pequeños logros cotidianos del periodista especializado, un trabajo en vías de extinción. Tras dejar clara su preferencia por el lado demócrata del asunto -considera que Obama es un hombre brillante, y que Bernie Sanders tiene más oportunidades de las que el stablishment quiere dejar translucir- arremetió contra un Trump que le avergüenza y al que considera simplemente un vocero sin filtro de algunas de las ideas más arraigadas en la raza republicana estadounidense.
Mientras escapaba del gentío -ahora un 1% más inteligente tras la oratoria de Simon- para lanzarme a través del puerto para llegar al Mazda Space (el salón del futuro de la televisión), no podía evitar sentir una espinita clavada: no muy lejos de mi ruta, en el corazón del Barri Gòtic, los Monty Python recibían su homenaje, reverso cómico del oscuro mundo del drama de Simon, con la proyección de La Vida de Brian y The Meaning of Live, documentos que dibujan una trayectoria del pasado hacia el presente, un puñado de jóvenes cómicos iconoclastas en el primero y unos entrañables vejetes en el segundo. Y a mí, que siempre he sido de reírme más de la cuenta, esa comedia costumbrista en la que estallan caballeros con pollos de goma, loros muertos y miembros de la Inquisición venidos a menos me puede; justo antes de entrar en el Mazda Space me pareció ver a un tipo trajeado andando francamente raro, pero supongo que me lo imaginé.

«Simon dibujó un panorama político pesimista desde su crítica postura de izquierdas, pero delimitó un espacio para la lucha y la respuesta popular»
En el espacio dedicado a la tecnología, sin embargo, no había tiempo para nostalgias vanas: cascos de realidad virtual y baterías electrónicas adornaban un sótano impoluto, pero todavía con las trazas, las grandes columnas y habitaciones recónditas, del almacén marinero que un día fue. Aunque la visión del sótano duraba poco: una vez con las gafas de realidad virtual en los ojos, uno se olvidaba del mundo exterior para entregarse a eso que en nuestros sueños de ciencia-ficción parecía tan lejano, pero que ahora se encuentra tan cerca que incluso las ficciones patrias, como la avanzada El Ministerio del Tiempo, hacen uso de ello. Y con mucha valentía.
El Tiempo en tus manos se ha dicho que es el primer episodio en realidad virtual de una serie en nuestro país, pero quizá no sea del todo cierto: más que un episodio al uso, se trata de una experiencia peculiar que se encuentra a caballo entre una forma de teatro hiperrealista y un videojuego interactivo. Me explico: aunque no quiero revelar los pormenores de la pequeña aventura a la que el espectador se ve lanzado, quizás la virtud de este interesantísimo experimento no resida tanto en su capacidad narrativa -la cual seguro que será más explorada en futuras versiones de la experiencia, si se producen- como en su poder apabullante para introducirnos de una manera hasta ahora imposible en lugares que solo formaban parte de nuestra imaginación: el detalle con el que están construidas las estancias del ministerio, la sensación inolvidable de poder asistir a la interacción en 360º entre varios de sus personajes más conocidos, impresionan mucho al principio. Se dice que la diferencia entre cine y teatro yace en la división por planos: esta forma híbrida, sin duda equivalente al videojuego, hace uso de la riqueza de detalles del primero y de la sensación de realidad del segundo, aprovechando las potencialidades de ambos artes para proponer una experiencia que, si bien no sabemos si se trata del futuro, es capaz de generarnos un montón de preguntas muy estimulantes en el presente. Por nuestra parte, aprovechamos para pedir desde ya un videojuego completo de El Ministerio del Tiempo: la construcción transmedia a la que se ha lanzado la serie sin duda podría abrir la puerta a este tipo de propuestas, aunque fuese en formatos móviles.

«Con las gafas de realidad virtual en los ojos, uno se olvidaba del mundo exterior para entregarse a eso que en nuestros sueños de ciencia-ficción parecía tan lejano»
Era ya de noche cuando volví al Santa Mónica para poder ver el primer episodio de la segunda temporada de Fear the Walking Dead –estrenada en el Serielizados Fest antes que en Estados Unidos- cuyos detalles son absolutamente secretos, pero que no me puedo resistir a incluir, para aquellos incapaces de esperar, y aún a riesgo de entrar en complejos problemas legales con la buena gente de AMC España: tras un ****** y otro *****, los protagonistas por fin *******. Pero claro, más tarde, el ********* provoca que ******* y finalmente ********. Brutal.
Empezaba a poderme el cansancio cuando una de las más recientes manifestaciones alternativas tras el Big Bang Simon vino a sentarse en las butacas del Santa Mónica para conversar largo y tendido sobre sus pormenores: los representantes del fenómeno de las, así llamadas, series del yo. Ignatius Farray y Manel Piñero, alter ego del Homo APM, vinieron rodeados de sus equipos creativos -entre ellos, Miguel Esteban, ese tío loco detrás de una serie animada sobre las tragedias vitales de una mierda del Whatsapp- a charlar sobre posthumor, los recovecos de la cultura de la fama y la delgada línea que a veces separa realidad y ficción. Como brillante adaptación patria de algunas de las constantes cómicas que llevan años petándolo en la esfera anglosajona, como Curb your Enthusiasm o Louie, El fin de la Comedia y Em Dic Manel indican, para un servidor, el camino a seguir para todo aquel que quiera hacer de la ficción cómica minoritaria, por arriesgada y valiente, su territorio.

Todo lo vivido durante el intenso día empezaba a mezclarse en mi cabeza, con resultados desiguales, cuando bajé al sótano -¿qué le ocurre a este festival con los sótanos?- de la Fábrica Moritz para asistir al predecible fin de fiesta de la jornada, el Serielizados Late Show. Martín Piñol entró duro, con una agresividad inusitada pero agradecida, mientras iba presentando a la tropa de chalados que iban a darle el broche de oro a la jornada: Roger Seró y una réplica en miniatura de la TARDIS whoviana, Miguel Esteban o Josmar, con un outfit que era francamente de envidiar, acabaron por fin con la poca cordura que me quedaba en un ambiente en el que la birra iba y venía con demasiada frecuencia.
Del Big Bang originario a haber convertido las series en un fenómeno cultural que da pie incluso a fiestas temáticas en las que la pasión por la ficción serial une a todos los asistentes, el intenso sábado del Serielizados Fest fue un incomparable viaje por las últimas dos décadas televisivas, y también hacia el futuro, hacia las formas de narrar que quién sabe qué alegrías nos depararán próximamente. Un esfuerzo colectivo en el que, como decía el amigo Marc en su crónica del jueves, el planeta central ha sido David Simon, pero en torno al cual han orbitado muchas y fascinantes manifestaciones variadas de lo que significa lo serial hoy en día. El domingo supondría los últimos coletazos de esta tercera edición, una iniciativa que en apenas tres años se ha convertido en una de las citas ineludibles de todo el seriéfilo de pro que se precie. ¿En qué otro lugar del mundo, si no, puede uno tomarse una Moritz fría mientras asiste, rodeado de una auténtica parroquia de fieles, al Génesis de la ficción contemporánea? El año que viene, previsiblemente, más y mejor, aunque después de traer a Dios, poco recorrido te queda para seguir ascendiendo.
– La Revista del Fest:
- La primera jornada: ‘Bienvenidos al universo Simon‘.
- La segunda jornada: ‘Santa Mónica, dulce hogar‘.
Escrito por Ricardo Jornet en 11 abril 2016.
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