Crítica 'El último artefacto socialista': La dignidad de la turbina
Crítica de la serie (Filmin)

‘El último artefacto socialista’: La dignidad de la turbina

'El último artefacto socialista' es un canto a la dignidad proletaria que, a su vez, retrata tanto los fantasmas de las sociedades balcánicas como la voluntad de mirar al futuro que tienen sus gentes. Una serie coral que capítulo tras capítulo se empeña en hacerse inolvidable, y lo consigue.

 

«El viento ruge en el monte Konjuh.

Las hojas tiemblan. Se oyen canciones sombrías.

Valles llenos de abetos, de arces y abedules, se mueven de lado a lado.

El bosque está oscuro como la noche. La luz se apaga. Las piedras hablan.

Tropas partisanas entierran al minero muerto».

Konjuh Planinom

 

Prólogo (o el partisano que yace)

Pejo Marković, hijo de familia minera, tenía apenas veinte años cuando se unió a los partisanos yugoslavos para combatir las potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial. Tras la ocupación fascista de Yugoslavia, Marković participó incansablemente en la recogida de armas, la movilización de mineros para que se unieran a la resistencia y, más adelante, el combate directo.

Era octubre de 1941, en el cantón de Tuzla de la actual Bosnia y Herzegovina. Durante el fallido ataque a la ciudad de Kladanj, bastión ustacha, Marković fue herido de forma fatal. Alzándole en una camilla, como queriendo curar sus heridas con caricias de cielo, los compañeros de unidad se alejaron de la batalla. Cruzaron la montaña de Konjuh con él a cuestas y la intención de salvarle la vida. Fue en vano. Se dice que Marković cerró los ojos para siempre en la misma cima del monte. Allí se le dio sepultura.

Dos de los partisanos que aquellos días lloraron la muerte de Marković fueron el poeta Miloš Popović-Đurin y el compositor Oskar Danon. En recuerdo del hermano caído, tallaron la letra y la melodía de Konjuh Planinom, solemne y hermosa canción que el tiempo convertiría en un clásico popular.

No es casualidad que, ochenta años después de la muerte de Marković y del nacimiento de la canción que lo haría eterno, el director Dalibor Matanić eligiera Konjuh Planinom para acompañar el final de cada uno de los seis capítulos de El último artefacto socialista.

Oleg (o la esperanza que nace)

No es nada fácil vivir en un lugar que, como Marković en las laderas del monte Konjuh, agoniza. Es el caso de Nuštin, ciudad ficticia –se trata realmente del municipio croata de Duga Resa– donde tiene lugar la historia de El último artefacto socialista.

Nuštin es un lugar de piel grisácea; en sus calles, en sus edificios, en sus nubes. Como si le diera miedo el color. Hay una gasolinera, bloques de pisos carcomidos por las décadas, un museo municipal deprimente, restaurantes desiertos, una fábrica cerrada. El espectador, en los primeros compases de la serie, siente la angustia de adentrarse en un agujero desangelado, sin latidos ni presente. Lejos de la –relativa– bonanza económica que el turismo ha traído a la costa adriática, Nuštin es un pueblo de interior que vivió sus días de prosperidad en tiempos de la antigua Yugoslavia. Hoy, a decir verdad, apenas vive.

Dos tipos de Zagreb llegan a Nuštin dispuestos a reabrir el que fuera el orgullo y motor económico de la ciudad

César Campoy, periodista especializado en los Balcanes, apunta que en las ciudades como Nuštin “reina un ambiente de resignación y apatía”, que el día a día de sus vecinos es “monótono, sin apenas nada que hacer más que tomar café, unas cervezas o rakija, ver la vida pasar y rememorar tiempos mejores». Ese es el Nuštin que nos presentan los capítulos iniciales de El último artefacto socialista. Por suerte, la serie no se estanca en esa primera impresión; es rasgándola, de hecho, como alcanza la grandeza.

A lo mejor Nuštin agoniza, pero dista mucho de estar realmente muerta. Sus gentes, a pesar de la atmósfera mortecina y la fatiga vital que impregnan la ciudad, de la yugonostalgia que undula en el aire, siguen viviendo; mejor dicho, siguen luchando por vivir. Pueden parecer rendidos, entregados al desasosiego, pero no necesitan más que un destello de luz efímera para creer que todo puede volver a ser como antes. Ese destello tiene nombre, nombres: Oleg y Nikola. Dos tipos de Zagreb, uno seguro de sí mismo y extrovertido, el otro apocado y taciturno, que llegan a Nuštin dispuestos a reabrir el que fuera el orgullo y motor económico de la ciudad: la fábrica de turbinas autogestionada por sus trabajadores, cerrada desde hace veinte años a causa de la obsolescencia de dichas turbinas.

A pesar de las comprensibles dudas iniciales –¿por qué aquí? ¿por qué ahora? ¿por qué nosotros?–, los antiguos trabajadores de la fábrica, capitaneados por el ingeniero Janda, dan un voto de confianza a Oleg y Nikola. A la esperanza. Al presente y, por ende, al futuro.

Nikola (o el socialismo que acata)

Pero. Siempre hay un pero. La vuelta de los días de gloria socialista a Nuštin es un mero espejismo. No, usemos la palabra correcta: una mentira. Aunque lo esconde a los trabajadores y al propio Nikola, personaje cuya evolución ira ligada al despertar de la ciudad, Oleg sabe que el cliente con el que trabaja solo necesita una turbina. La fábrica debe reabrir para un único pedido, y no para lo que sería la salvación de Nuštin: una producción continuada.

El capitalismo escenifica en Nuštin un socialismo ya marchito con el único objetivo de seguir saciando su voracidad.

Es perverso, lo que nos plantea aquí El último artefacto socialista. No es solo que el socialismo no vuelva, si no que se convierte directamente en un capricho puntual del capitalismo más feroz. El cliente de Oleg, mandamás de un país árabe, necesita esa turbina para un cometido muy concreto, y para obtenerla es capital revivir la fábrica de Nuštin durante unas semanas. Una vez tenga la turbina –una vez haya cuajado en los trabajadores de la fábrica la certeza de recuperar sus antiguas vidas–, Nuštin ya no será su problema. Ni él ni nadie querrá más turbinas. La fábrica deberá cerrar otra vez. La ciudad volverá a agonizar y, con ella, sus vecinos.

El capitalismo –y su hermana pequeña, o mayor: la globalización– escenifica en Nuštin un socialismo ya marchito con el único objetivo de seguir saciando su voracidad. Es, en cierto modo, humillante. El fin de la Historia del que hablaba Francis Fukuyama. Sin embargo, como se irá viendo a lo largo de la serie, los trabajadores de la fábrica no se contentarán con ser meros peones de este teatrillo indecente. Su arma será la dignidad, que no es poca cosa.

Šeila (o el trago que oculta)

La historia de Nuštin también es la historia de los que se fueron de Nuštin. Por la guerra, por la escasez de oportunidades. Algunos jamás volvieron. Otros sí, como Šeila. Es quizás el personaje que aglutina el mayor número de temas secundarios tratados por El último artefacto socialista, sin estar involucrada de forma muy directa –hasta el capítulo final– en la trama principal de la serie. Un personaje que es orfebrería narrativa.

La serie nos muestra con Šeila cómo de duro es para el migrante marcharse, permanecer lejos de casa y, muy importante, también el volver. Solo de la mano de otra alma errante como es Nikola conseguirá encontrar su sitio en Nuštin. La figura de Šeila, a través de su tía montañesa, también sirve para retratar una realidad común en muchas regiones rurales –de los Balcanes y de todo el continente europeo– como es la compra de terrenos y grandes extensiones naturales por parte de corporaciones internacionales con el fin de explotarlos económicamente. Véase As Bestas o Alcarràs. Aunque Šeila, por encima de todo, representa de forma muy gráfica un tema transversal de El último artefacto socialista: el alcoholismo o, por lo menos, el consumo compulsivo de alcohol como herramienta para olvidarse de uno mismo y sus circunstancias.

Para retratar una cara esperanzadora de una sociedad, la serie primero nos muestra el rostro más oscuro de sus generaciones mayores y sus generaciones jóvenes

En los Balcanes, y de hecho en gran parte de los países mediterráneos, “existe una cultura de la celebración y de la relación de amistad unida al alcohol”, apunta Campoy. Sin embargo, resulta evidente que en las muchas cogorzas que se cogen los personajes de la serie hay una lectura más profunda. Campoy señala que los excesos etílicos responden también a «trastornos postraumáticos debido a la guerra [ahí está Janda] y episodios crónicos de ansiedad y depresión ante un presente social y económico poco esperanzador [ahí está Šeila]”.

Para retratar una cara luminosa y esperanzadora de una sociedad –ya llegaremos a ello–, la serie primero nos muestra con total crudeza el rostro más oscuro de sus generaciones mayores, marcadas por la guerra, y sus generaciones jóvenes, marcadas por la desazón. Un denominador común entre ambas, por lo menos en El último artefacto socialista, es la ingesta masiva de cerveza y rakija para, durante unos minutos penosos, olvidarse de lo hiriente, de los recuerdos purulentos.

Todo ello convierte al Plava Laguna (Laguna Azul), el bar de la fábrica, en un purgatorio donde los protagonistas de la serie combaten etílicamente contra lo tortuoso de sus vidas para que el espectador, al fin y al cabo, pueda leer la historia reciente de un país.

Janda (o la muerte que inmortaliza)

Pero hablar de El último artefacto socialista debe ser hablar de su gran personaje, el ingeniero Janda. Decir que el capítulo que protagoniza, el cuarto de la serie, se encuentra entre las mejores piezas de ficción europea de los últimos años no sería descabellado. Antes de hablar de Janda, eso sí, debemos dar un rodeo.

El socialismo yugoslavo y su industria llevaban largo tiempo en crisis antes de la llegada de las guerras yugoslavas de los noventa. Éstas fueron “el golpe de gracia” al sistema, dice Campoy, y tras ellas los nuevos estados apostaron por procesos radicales de privatización, abandonando núcleos industriales como los de Nuštin a su suerte. Muchas fábricas quedaron desiertas o en manos de empresarios locales cuyas fortunas tenían orígenes sospechosos.

“Los trabajadores de aquellas fábricas descubrieron que el sistema de gestión colectiva en el cual llegaron a tener cierto poder de decisión había sido sustituido por un capitalismo desmedido”

Es el caso de El último artefacto socialista: el propietario de la fábrica de turbinas tras la guerra y culpable de su cierre definitivo fue el oscuro Ragan, cacique local enemistado con Janda. La oposición de Ragan a la reapertura de la fábrica, por sus formas y por las connotaciones veladas que esta conlleva, es una de las claves de la serie.

“De la noche a la mañana, los trabajadores de aquellas fábricas descubrieron que el sistema de gestión colectiva en el cual llegaron a tener cierto poder de decisión había sido sustituido por un capitalismo desmedido”, destaca con acierto Campoy. A eso hay que sumarle las consecuencias psicológicas y emocionales de la guerra, bien reflejadas en la serie con Slavko, quien perdiera un hijo en la contienda, y el propio Janda, cuya familia emigró huyendo del conflicto y ya jamás volvió a reunirse. Todos estos factores explican el estado depresivo en el que Oleg y Nikola encuentra a Janda en los inicios de la serie. Es un hombre derrotado al que el destino, sin embargo, da la oportunidad de salir a flote. Y se aferra ella.

Es magnífica la construcción lenta y firme del arco de Janda, una redención de pasos tan chiquititos como inexorables. Con el renacimiento de la fábrica de turbinas renace Janda, que incluso vivirá un acercamiento con sus hijas y exmujer, instaladas en Escandinavia. El inolvidable Janda merece esa segunda oportunidad, por eso como espectadores nos parte el corazón saber que la fábrica está reabriendo por una única turbina y que, tras completarla, Janda y sus camaradas volverán al vacío. Saber de la mentira de Oleg destrozará a Janda, es inevitable.

Llega entonces la paradoja más genial de El último artefacto socialista: Ragan, enfermo de odio y envidia por la reapertura de la fábrica, asesina a Janda y, con ello, sin saberlo, le salva de la verdad. El ingeniero Janda se larga de este mundo de una forma brutal y violenta, pero lo hace creyendo que el mundo es, de nuevo, un lugar donde ha merecido la pena vivir. Qué gran triunfo en la derrota más absoluta de todas, la muerte.

En el funeral, la hija de Janda recitará unos versos en recuerdo de su padre. Los podéis leer en el inicio de este artículo, pues se tratan de los versos de Konjuh Planinom. Con esto, el director de la serie, Dalibor Matanić, no está diciendo que Janda es Pejo Marković. Que Janda es el partisano. Que Janda es el hombre que, tras su muerte, y siendo su muerte condición indispensable para ello, se convirtió en una figura popular eterna.

Branoš (o el desastre que transita)

Tras la muerte de Janda, la serie se sume en sus momentos más oscuros. Sin él todo parece hundirse. La violencia, además, despierta fantasmas muy recientes de la ciudad. Porque, más allá del odio personal de Ragan a Janda, el asesinato también tiene motivaciones políticas. “No vamos a permitir que el comunismo se restablezca”, les dicen los secuaces de Ragan a los trabajadores de la fábrica antes del fatal desenlace del ingeniero. En esa muerte, si miramos con cierto detenimiento, hay un sinfín de muertes pretéritas.

En los momentos del desastre, El último artefacto socialista da la batuta narrativa a uno de sus personajes más desastrosos: Branoš. Un trabajador encomiable, pero una persona sin brújula ni norte, un tipo empecinado en destrozar su matrimonio, ignorar los sentimientos de su amante y beberse las penas. Va arriba y abajo recogiendo los pedazos de vida que se le caen de los bolsillos y los lacrimales, con poco éxito. Es hijo de una sociedad que se fue el traste cuando él era demasiado joven para entender qué estaba pasando. Si aún no has entendido qué es el mundo, ¿cómo diablos vas a entender qué significa el fin del mundo?

Cuando parece que nada puede ir a peor, Oleg y Nikola se ven obligados a contarles los trabajadores de la fábrica –ahora liderados por Branoš– que solo existe el pedido para una única turbina. De hecho, incluso este pedido se ha visto comprometido por el clima político en el país árabe de donde proviene. Para decirlo de forma clara, están jodidos. Es ahí cuando Branoš toma las riendas de su propia vida, de su propia dignidad, y deja muy claro que acabarán de fabricar la turbina: “Nos han jodido, pero vamos a acabarla. Y vamos a hacerlo por Janda”. Como Popović-Đurin y Danon hicieron la canción por y para Marković, los trabajadores de la fábrica harán la turbina por y para Janda.

En el ‘El último artefacto socialista’ lo que se fabrica no es una turbina, es la dignidad de una ciudad entera.

Aunque el gran momento de Branoš lo encontramos muy al final de la serie. Tras unos movimientos de última hora, Šeila consigue que la turbina, ya completada, se subaste como obra de arte en Berlín. Por mucho, mucho dinero. Aunque se trate de la salvación económica del proyecto, la subasta no deja de ser el último clavo en el simbólico ataúd de lo que fue la fábrica. Su existencia es tan arcaica que la turbina ya solo sirve como pieza de museo o como elemento excéntrico de decoración en casa de un coleccionista de arte millonario. En el fondo, es una derrota, o por lo menos una muestra palmaria de que el pasado es solo eso, pasado, y no una posibilidad de presente y futuro, como quisieron creer los trabajadores.

En esta situación tan delicada, Branoš toma la palabra en la galería de arte, tras la subasta: “No nos importa si esto [la turbina] se considera arte. Si alguien paga por nuestro trabajo, lo cogemos”. Y ahí está toda la dignidad que, a lo largo de los capítulos, la fabricación de la turbina ha devuelto a los personajes de la serie. Incluso en un contexto que los reduce a simples comparsas, insignificantes actores de reparto en un escenario mundial, ellos son obreros orgullosos, y como tales venden con decencia su trabajo y su sudor a quien esté dispuesto a pagarlo.

Porque en el El último artefacto socialista lo que se fabrica no es una turbina, es la dignidad de una ciudad entera.

Lipša (o el miedo que late)

Un último detalle del último capítulo.

Oleg está perdido en un país árabe en guerra, intentando cobrar el pago final por la turbina. Se preocupa por los trabajadores de la fábrica, a pesar de sus maneras algo sibilinas. Lipša, su pareja, le acompaña, pero tras la desaparición de Oleg en el desierto vuelve a Nuštin. Está aterrorizada. A pesar de intentar ocultarlo frente a los demás, cuando se queda a solas es evidente que el miedo la engulle. Sabemos pronto por qué: está embarazada de Oleg.

Esa es la humilde victoria que nos cuenta la serie: la posibilidad de dejar de llorar el pasado, aunque sea para adentrarse en un presente y futuro con alguna esperanza.

Sin Oleg, que quién sabe si vive o no, se siente muy sola ante una situación inesperada que volteará por completo su vida. Tiene miedo al mañana, y es comprensible. Vayamos a la última escena de la serie. Lipša, sola en la fábrica. Hay mucho temor en sus ojos. Trepa hasta la estructura que ha servido para ensamblar las diferentes partes de la turbina.

Se tumba dentro de ella, del mismo modo que un hijo le reposa ahora en el vientre. Un plano casi cenital nos muestra a Lipša dentro del armazón. Desde esta perspectiva descubrimos que el artilugio en el que se ha construido el último artefacto socialista tiene forma de aparato genital femenino. No es un delirio de quien escribe estas líneas, o quien escribe estas líneas cree estar convencido de no estar delirando: es el último mensaje simbólico que nos deja la serie. Del mismo modo que Lipša dará a luz un hijo, a una nueva vida, la turbina –y, por extensión, la fábrica– ha dado a luz a la historia que nos cuenta El último artefacto socialista, a una nueva vida para todos sus personajes.

Tumbada y con las manos en el vientre, ante un futuro incierto, Lipša tiene miedo. El resto de los personajes de la serie, representados por la turbina, también se enfrentan a un futuro incierto, y tienen miedo. Pero el miedo al futuro implica necesariamente que hay una posibilidad de futuro, cosa que antes de la reapertura de la fábrica no era así en Nuštin. Esa es la humilde victoria que nos cuenta la serie: la posibilidad de dejar de llorar el pasado, aunque sea para adentrarse en un presente y futuro sin demasiadas certezas, pero con alguna esperanza. Una victoria humilde, que tirita, sí, pero también heroica. Como toda nueva vida.

Epílogo (o la canción que vive)

Pejo Marković descansa en la montaña de Konjuh. El ingeniero Janda, en el cementerio de Nuštin. A ambos les une una canción. El viento ruge, las hojas tiemblan, la luz se apaga, las piedras hablan. Y, en las tripas de la melodía, dos historias de personas pequeñas que sentimos gigantes.

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