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Porque a The Crown, llegados a este punto, le pedimos precisamente esto. Más chicha, más carnaza para seguir alimentando nuestras ganas de imaginar lo que sucede/sucedía dentro de las paredes de palacio. Este es y será en última instancia el atractivo de The Crown. Por mucho que sus magníficas actuaciones, su finísimo guión y sus arcos narrativos pretendan presentar la serie como una tragedia humana sobre el peso de la Corona (que lo es, también).
Lejos, muy lejos, quedan los días en los que, gracias a la distancia temporal y emocional, eso era posible. Días lejanos en los que The Crown se permitía vestirse de gala. Y así enfocaba, con refinamiento y revisionismo, su mirada a la trayectoria de Isabel II, su familia y su país, desde el momento de su temprana coronación.
Los años no pasan en balde
El primer capítulo de la flamante quinta temporada empieza precisamente recuperando a Claire Foy como la joven Isabel II en la botadura del buque real Britannia. Y de ahí saltamos a una sexagenaria Isabel II, interpretada ahora por Imelda Staunton, pasando un chequeo médico rutinario. La imagen de las dos Isabeles, en secuencia y frente a frente no podía ser más clara. La brillantez de la juventud contra la pesadez de piernas de la vejez. Un contraste que provoca irremediablemente cierta melancolía. Propia y ajena.
La serie es consciente de esa melancolía y la asume. Por un lado, volviendo a recuperar a Claire Foy. Y, por otro, contextualizando a Isabel y a su marido, el Príncipe de Edimburgo (ahora lo interpreta el gran Jonathan Pryce, quien quizás tiene un rostro demasiado afable para la ocasión) como dos dinosaurios en proceso de extinción. Dos monarcas mayores que ven cómo sus descendientes no parecen estar a la altura. Y que empiezan a temer que todo aquello que ellos representan –el sistema, la institución– sea más frágil de lo que aparenta. De hecho, el sistema es mucho más férreo de lo que intuyen. Pero la sola idea de ser ellos los causantes de su fallida es la tragedia que, como seres humanos, les atormenta y condiciona en cada una de sus acciones.
‘The Crown’ sabe que lo que toca ahora, con Lady Di en la ecuación, es combatir esa pesadez de piernas con acción.
El paso del tiempo es lo que tiene y, cuál elipsis de montaje, pueden pasar cuarenta años sin apenas darnos cuenta. Así se siente la Reina de Imelda Staunton ante el devenir de los años. A inicios de una década, los 90 en los que su reinado sufrirá, sin duda, los peores avatares. Y así nos hemos sentido también tras devorar cada una de las cuatro temporadas de The Crown. Viendo desfilar ante nuestros ojos, tan rápido como un suspiro, a magníficos intérpretes cuyo cambio en cada salto temporal nos hacía sentir nostálgicos y melancólicos a la vez. Hasta que retomamos a los mismos personajes, interpretados por otros magníficos intérpretes y volvemos a sentirnos en nuestra zona de confort. Observando lo brillante, delicada y sutil que a veces puede llegar a ser The Crown.
Sin embargo, al igual que Isabel II sabe que sus días de juventud e ilusión no volverán, The Crown sabe que lo que toca ahora, con Lady Di en la ecuación, es combatir esa pesadez de piernas con acción; bajar al barro, dejarse de florituras y dar una buena sacudida a la Familia Real británica durante su etapa más oscura y desgraciada.
Hacia el conflicto definitivo
La cuarta temporada sentó las bases de la desdichada relación entre Carlos y Diana. Un matrimonio sentenciado desde el inicio. En el que todos los implicados –incluída Camila y por supuesto, los hijos del matrimonio– eran, en mayor y menor medida, víctimas de las circunstancias. Las interpretaciones de Emma Corrin como Diana y Josh O’Connor como Carlos estaban marcadas por el fatalismo de quien sabe que debe renunciar a la ingenuidad de la edad y aceptar la realidad que se le impone.
Por el contrario, en la quinta temporada Carlos y Diana, ahora interpretados por Dominic West y Elizabeth Debicki, desprenden resentimiento, tristeza y dolor. Su enfrentamiento es ya un hecho público y casi toda la atención narrativa, como es normal, se centra en ello. Su conflicto, como buena guerra, tiene un carácter finito y devastador. Y pasa a ser el centro de gravitación de la serie porque no hay otra alternativa, aunque afortunadamente, no abandone del todo el retrato de otros personajes interesantes. Como la siempre fascinante Princesa Margarita, esta vez, en la piel de Leslie Manville.
Las acciones de cada uno, aunque sean impuestas por circunstancias superiores, tienen repercusiones.
Ahora sí, irremediablemente, The Crown está obligada a encarar sus temporadas finales sabiendo que, cuanto más se acerque a hechos frescos en la memoria emocional de los espectadores, más escaldada puede salir. Una arma de doble filo (y un riesgo calculado) de la que, por suerte, no rehuye The Crown.
De esta forma, la serie de Peter Morgan está marcada, más que nunca, por los wiki-spoilers –término auto acuñado para definir aquellos spoilers que provienen de una historia real– y por tanto, se dirige hacia otro tipo de tragedia que la que inicialmente planteaba. Una en la que The Crown deberá tomar partido de alguna forma. Una en la que las repercusiones emotivas de lo que cuenta no solo se notarán en los espectadores más implicados, sino también en personas reales –nunca mejor dicho– que, aunque tengan sangre azul, no son ajenos a los sentimientos. Pero precisamente de eso trata The Crown en su faceta más humana: las acciones de cada uno, aunque sean impuestas por circunstancias superiores, tienen repercusiones. La diferencia es que ahora será la propia serie la que deba asumir la mayor parte de esas repercusiones.