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En un momento de la miniserie, avanzado el relato, una de sus protagonistas acude a la conferencia de un prestigioso escritor y reportero, que acaba de escribir un exitoso libro sobre el divorcio. El presentador del evento cuestiona al autor por el punto de vista esencialmente masculino, claramente sexista, del texto: ¿No es una machirulada impresentable pontificar como pontifica sin contar con la mirada de la esposa? Si no lo ha hecho antes, el espectador de Fleishman está en apuros cae entonces en la cuenta de que lo visto hasta el momento obedece a idéntico planteamiento narrativo de la escena en cuestión.
El trampantojo está servido, porque, desde ese mismo instante, el foco se amplía y de qué fabulosa manera. Antes, hemos conocido a Toby y Rachel Fleishman cuando su matrimonio hace aguas y la toxicidad manda sobre el cariño. Él, hepatólogo cuya mayor ambición está en el trato cercano a los pacientes del hospital; ella, agente teatral de éxito, obsesionada con tener un enorme y lujoso apartamento, llevar a sus dos hijos a una carísima escuela privada y quedar bien con su círculo de amistades pijas y esnobs. La separación será inevitable.
Nos lo explica una omnipresente voz en off que pronto identificaremos como la de Libby, vieja colega de Toby. Cuando nuestro hombre se casó, marcó distancia con sus hasta entonces inseparables amigos de la universidad, así es la vida y así funcionan las parejas. Ahora, divorciado, y tras una década sin verse, recupera el contacto con Libby y con Seth, el clásico «peterpan» sin remedio que todos tenemos en nuestro círculo íntimo.
Empezaremos a completar el puzzle y a descubrir que la serie no únicamente habla de quién creíamos, ni siquiera de lo que creíamos.
No es detalle insignificante, todo lo contrario, el asunto de la narradora del relato, que durante varios episodios nos cuenta la digestión emocional de Toby, su dolor y su ira, su arrepentimiento y su desconcierto, su vuelta al ruedo de los ligues de una noche y su anonadado descubrimiento del mundo tinder y el sexo virtual, la relación con su hijo pequeño y, sobre todo, con su hija preadolescente que parece odiarle, más todavía ante la súbita desaparición de Rachel, que parece haber sido tragada por la tierra.
Cuando Libby, periodista estancada en una revista que no le da oportunidades para mostrar su talento, acude a la presentación literaria que antes citábamos, salta algún intangible resorte narrativo en la trama. Y empezaremos a completar el puzzle y a descubrir que la serie no únicamente habla de quién creíamos, ni siquiera de lo que creíamos.
Porque Fleishman está en apuros es un retrato poliédrico y complejo, y un travieso juego de perspectivas, porque la realidad varía según el punto de vista, en toda verdad hay espacio para mil matices. Y porque el divorcio inicial solo es el macguffin y, en realidad, estamos ante una mordaz reflexión sobre lo que significa envejecer: miremos hacia donde miremos, nos encontraremos con personajes vulnerables que añoran lo que fueron, aquel momento en el que todo estaba por hacer y todo era posible, y que viven con inesperada frustración el llegar a donde siempre quisieron.
En ‘Fleishman está en apuros’ brilla especialmente la calidez y la mirada de Lizzy Caplan, esa voz en off que, en un momento dado, toma las riendas de su vida, y de la propia serie.
Esa insatisfacción crónica se suma a un abanico de asuntos que la serie toca con sensibilidad y agudeza, de la infidelidad a la depresión, de la rutina en la vida en pareja a la gestión de la adolescencia que empieza a asomar, del patriarcado a la teoría del universo de bloque, del vacío existencial a la muerte. Con numerosos saltos temporales que nos ayudan a comprender cómo hemos llegado hasta aquí, en Fleishman está en apuros también flotan las sombras de Woody Allen y de Nora Ephron, Nueva York y judaísmo, el drama desde la sátira y el sentido del humor neurótico.
Adaptación de la novela homónima de Taffy Brodesser-Akner (no hay que ser demasiado perspicaz para entender las juguetonas metarreferencias: Taffy es Libby, Libby es Taffy), la serie aprovecha muy bien cierto riesgo formal: movimientos y giros de cámara insólitos, esos planos del revés que subrayan el estado emocional de los personajes, ese episodio capitular sobre las fases del duelo, algunos montajes paralelos, o un pitido que nos impide escuchar la palabra Disneyland cada vez que una de las protagonistas se refiere a unas vacaciones en familia no especialmente satisfactorias.
En ese tratamiento visual tienen mucho que ver las dos parejas de cineastas que dirigen la práctica totalidad de los capítulos: Jonathan Dayton y Valerie Faris (Pequeña Miss Sunshine), Shari Springer Berman y Robert Pulcini (American Splendor).
Con un grupo de actores estupendos (Jesse Eisenberg, Claire Danes, Adam Brody, Josh Radnor) que dan tridimensionalidad a sus desconcertados y, casi siempre, narcisistas personajes, en ese apartado brilla especialmente la calidez y la mirada de Lizzy Caplan (Masters of Sex), esa voz en off que, en un momento dado, toma las riendas de su vida, y de la propia serie, para demostrar que Fleishman no es el único que está en apuros.
Escrito por Àlex Montoya en 20 marzo 2023.
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