Crítica de 'Euphoria' (T2): 'Dar Cobijo' - Serielizados
'Euphoria' (T2)

Dar Cobijo

Llega la esperada segunda temporada de 'Euphoria' y con ella, una nueva oportunidad para comprometerse con la serie, a pesar de sus tantísimas debilidades y lugares comunes, por todo lo que aporta.

Zendaya como Rue, el centro gravitacional de toda 'Euphoria'

Dentro de mi cabeza Euphoria se debate entre el anhelo y la realización. Por un lado, deseo con urgencia que la propuesta estética ultraformalista de Sam Levinson sea genuina y valiente, y que entienda que su propio espíritu relamido y videoclipero puede constituir una sólida forma de resistencia, una trinchera verdaderamente punki e irreverente.

Rezo porque Euphoria sea lo que prometía y que para explicarla, haya que vivirla. Quiero que Euphoria sea casa, cuando casa ya no exista: cuando las vivencias adolescentes hayan sido definitivamente colonizadas por todo aquello que dicen y saben los adultos de ellas, la piel me permitirá volver a una verdad que sé inconquistable.

En una contradicción aparente, a una imagen chillona le pido silencio, es decir, que no me cuente cuentos

En ella busco cobijo, antes de que la representación queer haya sido definitivamente ocupada por narrativas venidas de fuera del colectivo, viejos que replican palabras vacías a partir de experiencias incomprendidas. Es bien sabido, claro, que une se agarra a lo que puede. Por ello, quiero que Euphoria, que se ha escudado en la coherencia entre su fondo y su forma, sea como dice, verdaderamente irrefutable.

Cassie (Sydney Sweeney) en una imagen promocional de la T2 de ‘Euphoria’.

Que sea antipática, si quiere (pienso en el Gaspar Noé de los últimos minutos de Lux Aeterna, simplísimo y brillante), pero que apueste por expandir aquello que las narrativas queer pueden decir y hacer, pero solo a partir del trabajo con lo sensible. En una contradicción aparente, a una imagen chillona le pido silencio, es decir, que no me cuente cuentos, y que el color, la música y las virguerías de la cámara en movimiento sean su forma de expresión verdadera. Que no perore tanto y que genere, por lo contrario, espacios nuevos donde sentir y donde estar. Ahí sí, pido rigor, castidad monacal en el imperio de los sentidos. A cambio, me comprometo a pensar más allá del gustoso efectismo de la imagen prefabricada cuando me enfrente a su réplica obsesiva del one perfect shot.

Prometo: volveré sacras las canciones que ensamblan la serie, como cánticos (urbanos) de monaguillos tristes, que nos elevan con los ojos abiertos. Luego, daré cuerpo y razón a los desenfoques compulsivos de una cámara que, igual que el ojo, siempre trabaja. Incluso defenderé que la serie de HBO vive y respira como sus personajes (es fácil de comprar, ¿verdad?). Me creeré, si hace falta, que Levinson juega con filtros y distorsiones porque mis pupilas también lo hacen, porque… ¿Habéis probado de mirar a un punto fijo cuando vais borrachos? Todo ello lo haré porque, a pesar de sus tantísimas debilidades y lugares comunes, entiendo Euphoria como una suerte de cobijo.

Las vivencias de un personaje (incluso de varios) se enhebran, confunden la razón y, desde ahí, suspenden las categorías

Refugio, claro, porque eleva al personaje de Jules (Hunter Schafer) por entre los escombros de la civilización. Emerge luminosa en un mundo fluido, un salvavidas en una narración que se tambalea entre giros y espasmos, con la aleatoriedad ligera detrás de cualquier castillo de fuegos artificiales. Así es que, por ejemplo, el romance tóxico de Cassie (Sydney Sweeney) para con Nate (Jacob Elordi) se deslice en cuestión de segundos desde la comedia (montaje picado, cadena de reacciones dispares sobre un único gag desencadenante), hasta las formas duras del melodrama (trabajo con el rostro de ella, la evocación musicaloide), pasando por el noir manierista, ese que recorta los rostros en franjas de oscuridad insombrable.

Las vivencias de un personaje (incluso de varios) se enhebran, confunden la razón y, desde ahí, suspenden las categorías: dibujan un retablo que se organiza en cajones vagamente familiares pero siempre inestables. Entre el juego, la ensoñación y la media mentira, celebran la extrañeza como nueva forma de ordenar el mundo. Movilizan toda la narrativa de manera vaporosa, casi como Rue (Zendaya) explica su vida: de forma errática, nada fiable.

Jules (Hunter Schafer) emerge entre los escombros de la civilización.

Cuando somos afortunades, nos dejamos llevar con ellas, obviando que este tipo de narraciones nacieron y se agotaron hace veinte años, con el cultivo intensivo de las imágenes-mentira (era el cine del mind-fuck, con El club de la lucha y todas las de su calaña). Incluso olvidemos que Levinson es también director de Nación salvaje y que su apuesta por la estética como (nuevo) lenguaje –ya lo vimos en la primera temporada– ha sido siempre tan errática como evidente.

¿Habría que comprometerse con una estética que muy probablemente acabe por no buscar más allá de lo cool?

Evocamos, por el contrario, la semilla de la duda que alguien como Hou Hsiao-Hsien sembraba en la obertura musical de Millennium Mambo y en cuán diferente resulta esta proto-secuencia de Euphoria del calco de la serie de Zendaya. Caminando por un túnel repleto de luces azules, a cámara lenta y siguiendo los compases enérgicos de «A Pure Person», Vicky (Shu Qi) se alejaba, como invitándonos: sin embargo, su narración era tristísima y la cámara se preocupaba de dirigir nuestra mirada a unos fluorescentes que colgaban del techo, tenues y feos.

Hou no desvela nunca cuál es el tono de la secuencia, el truco detrás de la treta, mientras que la juguetonería medio cínica que vertebra los guiños de Rue/Levinson queda en comparación del infantilismo de la Magia Borrás.

¿Habría que comprometerse con una estética que muy probablemente acabe por no buscar más allá de lo cool? A dos capítulos de la segunda temporada, yo digo: mientras la imagen siga dando cobijo, no veo por qué no. De momento, veo a Jules y sé, desde el fondo de mis tripas, que las cosas (me) irán bien.

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