Crítica de 'Euphoria' (T2): "Al volver de los laureles"
'Euphoria' T2

Al volver de los laureles

Llegamos al final, un final que olvida a su solista y acerca el plano a las segundas filas sin cerrar aquellas historias que se nos presentaron como parte necesaria del ensemble.

La rica Samantha aparece a mitad de la segunda temporada como espejo adulto, tranquilizador, y a la vez inaccesible; el oráculo que nos recuerda que, incluso en un mundo de teenagers, sin futuro y en constante efervescencia, las cosas quizás puedan salir adelante. Durante una noche de copas de más y piscina, Samantha comparte una verdad con Maddy: enfadarse se siente increíble, “totalmente infravalorado”, aunque no sea una apuesta sabia a largo plazo. Tiene razón, supongo. Enfadarse permite distender, soltar, gritar, sacarlo todo y no dejarse nada. Pero también es embarrarse, meterse de lleno y salir escaldado.

Pienso en Madeline’s Madeline, aquella perla donde Josephine Decker se fascinaba por un personaje que era cruce entre la Rue de Zendaya y el Dolan de Yo maté a mi madre una niña que se entrega por completo al torrente de energía salvaje y arrolladora de la adolescencia, y la traslada sin filtros, y casi sin voluntad, a una obra de teatro experimental vibrante, muy enfadada. Formalmente enfrascada en el canon del “cine nervioso” de Decker, siempre cámara en mano, la película acabará estando tan encrespada como ella. Y asimismo quedamos nosotres, descubriéndonos neurótiques o histériques, participando festivamente en un teatrillo de locos.

Hacer teatro, si se quiere, es convertirse en una figurita remota, pequeña y blanquecina, a la merced de un público solo se intuye.

Lexi (Maude Apatow) observando a su público entre bambalinas

Nada más alejado, a primera vista, del origen cinemático de esta serie, Euphoria, que viene hecha de entrañas y de caracteres abandonados a la voluptuosidad y a los afectos. Son seres sintientes guiados por un dramatismo religioso, erigido sin complejos a base de maters y paters dolientes, y cuya aflicción solo puede encuadrarse en primer plano y cuyas lágrimas son de cristal. En Euphoria, acariciamos la carcasa de los motivos, pero si hacemos psicología alguna, esa es de contraportada. Veneramos, por encima de todo, la mirada infranqueable de Nate, la pureza inmaculada de Jules, el dolor amantísimo de Cassie. A elles les tomamos de iconos, su pasión es droga pura.

‘Euphoria’ es una serie que solo habla en el murmullo del primerísimo primer plano, al sentir de la piel

Luego vino Lexi. Lexi encendió las luces de la iglesia y, por un momento, convirtió el coro sacro en corrillo de corte felliniano y a las chicas del reparto las volvió, de Marías Magdalenas a caterva poligonera. Nate, de deseo esculpido en piedra, pronto quedaría relegado a una versión barata de homoerotismo de gimnasio. Lexi es gilipollas, todo el mundo lo sabe.

Aunque, para qué mentirnos, el destape de Lexi descubre a su vez el gran mecanismo efectivo detrás de Euphoria: una serie que solo habla en el murmullo del primerísimo primer plano, al sentir de la piel, pero cuyo movimiento más característico es el zoom out, el retroceso hacia unos generales que nos desvelan el tinglado que puede montar cualquier adolescente sollozando. Cassie moquea e intenta suicidarse con un sacacorchos solo porque al abrazo de Jacob Elordi lo ha acompañado la lluvia, la música y una fotografía totalmente sensual.

Cassie (Sydney Sweeney) y ese primer plano

Sam Levinson absorbe y regurgita a sus caracteres, a la vez que se regaña por hacerlo. La vida que retrata no tiene excepciones, no se embelesa en los instantes de confusión que nacen de un reencuadre o de un fundido entrecruzado (quizás allí se abriría una brecha para que entrara lo verdaderamente inesperado, lo impensable). Miramos mucho y muy de cerca a unos pocos rostros, que se vuelven un espejismo cubista, una deformación sin perspectiva. Los personajes son uno y varios a la vez, pero sus caras se delinean con crayones negros: Cassie es tonta y trágica, Maddy es poderosa y psicopática, Fezco es solo buena gente. They are who they are, nunca nada más. Resulta curioso que Rue, en sus estados trippy, sea el único carácter en no agotarse.

Los capítulos 6 y 7 tienen la cantidad justa de perplejidad para erigirse como un retrato sincero sobre la complejidad de las relaciones entre hermanas

Y creo que es una lástima, porque Euphoria ha conquistado el juego de pies perfecto para bailar con la vida y sus caracteres, gente real, difícil, gente que sí importa. Ese juego, cómo no, se llama trastabillo. Así es que los capítulos 6 y 7 tienen la cantidad justa de perplejidad para erigirse como un retrato sincero sobre lo complejo de una relación entre hermanas (o eso supone une hije únique), dos personas que ya solo se encuentran a través del recuerdo de un pasado doloroso. ¿Puede que la humillación pública de Lexi para Cassie sea solo la última forma de conectar con una hermana en la que ya no se ve?

Me pregunto cómo hubiera acabado la temporada si Levinson hubiera soltado el crayón y se hubiera embarrado, de verdad, en lo confuso de su ensemble. En su lugar, con un pie en la salida y una excusa meticulosamente preparada, y como empujado por una necesidad de brillar como nuevo, el último capítulo decide cerrar las tramas que, considera, ya no dan más de sí. Cal, Ash, ¿incluso Elliot? Todos se despiden de una forma rápida y solo suficiente. De hecho, la articulación estética y afectiva de todos sus finales es, como decíamos, de aprobado justo para ser generoses.

Nunca había reparado en cuán larga puede hacerse una canción buena, que no viene a cuento. Tampoco pensé que, tras tanta tralla emocional, la muerte de un personaje mudo y carismático podría resolverse con la solvencia narrativa de un melodrama barato. Lo mismo aplica para la muerte (metafórica, claro) del villano mejor justificado de la serie: vaga, televisiva, algo ridícula.

Ashtray (Javon Walton)

Mientras tanto, por allí pulula Rue. Rue, que se entiende como un doble de Levinson y se convierte, durante el último tramo de episodios, en un mero reaction pic para lo que sucede al resto de elenco. Aplaude, se mimetiza, explica el dolor de otras. Puede entenderse su pasividad como antesala de una tercera temporada donde sí retome protagonismo, enfrente de un reparto ya muy arrinconado. También podría leerse como último destello de la serie, que había gravitado hacia las segundas filas del coro y de repente se acuerda que tiene a una solista desocupada.

No importa. Los cinco últimos minutos de temporada valen, con su austeridad, lo que toda una temporada de fuegos fatuos (artificiales) no ha podido conseguir: que queramos extender el brazo, que aspiremos a ir más lejos. El beso en la mejilla de Rue a Jules no nos da esperanza y, por ello, la deseamos aún más.

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