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Por no presentar de nuevo a David Simon, al que se presenta cada dos por tres como si hiciera falta, diremos que es de Baltimore, que tiene dos grandes obras maestras sobre Baltimore y Nueva Orleans, que siempre ha sido un showrunner ferozmente militante (en lo político y en lo social) y que su entourage se compone de tipos tan duros y exigentes como él, llámense Dennis Lehane, Ed Burns o George P. Pelecanos.
Presentado Simon, podemos ya entrar en materia: la adaptación de una novela de Philip Roth llamada La conjura contra América. El libro especula con la posibilidad (distópica, pero menos) de que Charles Lindbergh, el aviador que cruzó por primera vez el Atlántico en solitario, venciera en las elecciones a Roosevelt. La cuestión es relevante porque Linderbgh era lo que diplomáticamente solemos llamar ‘aislacionista’, un hombre partidario de la ausencia de Estados Unidos en cualquier conflicto bélico fuera de sus fronteras.
Como el aviador y el presidente nunca llegaron a enfrentarse en la vida real, Roth le torcía ligeramente el brazo al pasado y colocaba al simpatizante de Hitler y Mussolini (Lindbergh) en la Casa Blanca. La abrumadora mayoría de americanos que no deseaban de ningún modo abandonar la neutralidad bélica (dato totalmente cierto) servía para finiquitar un fresco aterrador, en el que Estados Unidos no llegaba a desembarcar en Normandía.
Pero como acostumbra a pasar, el impacto de una decisión de este calibre no afecta simplemente a los que viven al otro lado del océano, si no que incide de lleno en los que intentan seguir respirando dentro de las propias fronteras del país. El foco de la serie (en HBO) incide en una familia judía de Nueva Jersey, que vive con dos alarmas perfectamente sincronizadas: por un lado, la que se intuye en Europa, con un fundido a negro de la civilización a cámara lenta; por el otro, la de la propia existencia de la familia, amenazada por las simpatías de un presidente abiertamente antisemita.
La Conjura contra América se mueve a la perfección en esa corriente en la que confluye la big picture de las altas esferas del país y la escena cotidiana que supone el martillazo a la estampa familiar, como cuando uno ve el impacto mucho antes de que suceda, pero no puede hacer nada para evitarlo.
La ficción no escapa al hecho de que el propio Simon fue uno de esos niños de los suburbios, lo que lo tiñe todo de una capa de veracidad francamente inquietante, como si uno pudiera oler el miedo a una implosión que precede a la desintegración social posterior.
Como todas las series del creador de The Wire, La Conjura contra América rehúye cualquier tentación de amplificar el volumen o apretar el acelerador, es una serie de combustión lenta, de pausa, regla y cartabón, de consumo alérgico al maratoneo. Es una serie de otros tiempos, enraizada en una visión del mundo en el que el conflicto pende siempre del diálogo. Esa es la charca de Simon, el lugar del que siempre saldrás manchado, el lugar en el que se dirimen esos asuntos que le acaban haciendo a uno un agujero en la cabeza: los principios que rigen la ética y la moral, las cosas inertes e invisibles que acostumbran a ser lo primero que se va a tomar viento cuando se ponen mal dadas.
Curiosamente, lo más complicado para el espectador es tratar de resistir el salto al vacío que propone la serie, en forma de paralelismo cuasi diabólico: una mira a Lindbergh y ve a Trump; uno escucha a Lindbergh y oye a Trump. La trampa del presente es tan obvia que el show tiene subrayados más allá del vestuario y el diseño de producción, para recordarte que el aviador no es Trump, que aquella América no es ésta y que la serie no va de eso, pero al mismo tiempo -en sus tripas- subyace la idea de que es imposible resultar más relevante en este momento en el espacio-tiempo, en el que América parece haber sido arrancada de sus cimientos y luego inclinada por unas gigantescas manos. Una América en la que todos tratan de agarrarse a cualquier asidero para no acabar despeñándose en algún lugar entre las Rocosas y el Pacífico.
La guerra ya no está a ocho mil kilómetros de distancia: la guerra está en cada tienda, en cada patio, en cada callejón
La sombra de esta América, que de alguna manera empieza en aquella, es la gran protagonista de una serie que abunda en aquel mantra Simoniano ‘cuanto más específico, más universal’, y el extraordinario trabajo de un reparto que sigue a pies juntillas los estrictos protocolos de su creador: nada de estrellones, nada de actores de moda, nada de tipos monos a los que le queda bien el traje y que fuman con el cigarro metido entre el índice y el corazón. A Simon no le interesa el costumbrismo, ni el drama victoriano, ni los culebrones familiares, al de Baltimore solo le interesa pelar la manzana para llegar al hueso, y no tiene ninguna prisa por hacerlo.
La idea de una diáspora en tu propia casa, en tu barrio, en tu país, cuando tus vecinos trazan los confines del campo de batalla sin necesidad de tizas y la línea del frente aparece de repente en tu portal. Sin aviso previo, la guerra ya no está a ocho mil kilómetros de distancia: la guerra está en cada tienda, en cada patio, en cada callejón. La guerra, la de verdad, la que se arrastra en silencio hasta agarrarte por el pescuezo, está en todas partes.
En esos parámetros es donde el show adquiere la misma dimensión conceptual de la que puede presumir la carrera del creador, esa en la que los finos hilos que conforman la estructura de una comunidad se tensan hasta romperse, y lo que parecía haber sido tejido para sobrevivirlo todo deviene el caos en lo que uno tarda en negar con la cabeza. Da igual que sean las esquinas de Baltimore, los diques de Nueva Orleans o los suburbios de Nueva York.
Estamos a dos telediarios y media docena de declaraciones altisonantes –sugiere Simon- de volver a esos tiempos en los que quemar brujas era una actividad aceptable y señalar con el dedo a los presuntos amantes de Fausto casi un trámite. Una sociedad de chivatos, colaboracionistas y amigos de lo ajeno. Admiradores de aquella máxima del Cardenal Richelieu, «la traición es una mera cuestión de fechas», que consideran legítimo la delación, el servilismo y aquel principio de estupidez inquebrantable que tanto vuelo adquirió en los juicios de Nuremberg: «Me limité a seguir órdenes».
En ese paisaje desolador que es un mundo en el que el populismo conduce un bólido y los demás le persiguen con muletas, La Conjura contra América es el retrovisor perfecto: examinando aquello que sucedió (o estuvo a punto de suceder), quizás consigamos evitar que el pasado nos adelante. El distópico, o el normal, que tampoco fue mucho mejor (no nos engañemos). Ya lo decían los rusos, sumarizándolo todo en un viejo refrán: «El futuro está claro, es el pasado el que es impredecible».
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