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Querido «Pine Barrens»,
Escribirte es como adentrarme en un bosque cubierto de nieve en el que no he estado nunca intentando perseguir a un ruso que creía haber matado pero que se ha escapado delante de mis propias narices. Una mezcla entre una genialidad, una utopía y un disparate, vamos. Pero aquí estoy, haciéndolo con la misma inercia, valentía y, sobretodo, estupidez con la que Paulie y Chris empiezan a correr tras Valery poco después de que este haya resucitado de entre los muertos que se han escondido en el maletero del coche de cualquier personaje de Los Soprano.
Para empezar, necesito serte muy sincera. No eres el mejor capítulo de Los Soprano. No, no lo eres porque no se puede saber cuál es el mejor capítulo de la mejor serie de la historia. Es impensable. Sería como querer elegir el diálogo más relamido de Anatomía de Grey o el momento más divertido de 30 Rock. Por eso eres el noveno en la lista de mejores capítulos según las puntuaciones de IMDB, y no el primero. Porque no se puede elegir el mejor de Los Soprano, ser el mejor forma parte del planteamiento de la serie. Aun así, me dirás, eres el único que está en la lista. ¿Y sabes por qué? Porque eres el más memorable, eso sí. El que todos recuerdan, algo así como la pelea de Rachel y Ross en Friends o el de la mosca de Breaking Bad. El primero que te viene a la cabeza, aunque no sepas muy bien por qué.
Pero yo sí lo sé. Tienes a Carmela y a Jennifer Melfi en una única habitación, tienes a Gloria Trillo tirándole un trozo de carne a la cara a Tony Soprano, tienes LA CARA DE TONY SOPRANO perdonándole la vida a la loca que le acaba de lanzar un bistec. Pero, sobre todo, tienes Pine Barrens, ese lugar idílico en el que enterrar a un hombre puede parecer una buenísima idea. Pero no para Christopher y Paulie. No en invierno. No si el hombre que mató a 16 chechenos en la guerra y salvó la vida a Slava no está muerto.
Plas, la pala con la que el ruso iba a cavar su propia tumba se estampa contra la cara de Christopher. Y empieza la persecución que, un ciervo muerto y algunas horas después, lleva a Paulie, ese mafioso con pelo de velocidad, a parecer un payaso triste y a que Christopher necesite comer bayas de los árboles, sean o no venenosas. Y todo empieza con un mando a distancia, mira tú. El mismo que aprieto yo, una vez cada tanto, para volver a verte. Para reírme otra vez contigo. (pero qué cursi estoy siendo, no puedo evitarlo, no sé qué me pasa) (seguro que el que se ríe ahora eres tú).
Pero yo no me río de ti, yo voy en serio. El problema de Paulie y Christopher es grave. Tienen que chupar sobres de ketchup, seguramente pasados, y hacerse una manta y un zapato con la alfombra de una furgoneta seguramente abandonada por la anterior pareja de mafiosos que fue allí a enterrar a alguien. Pero no sólo ellos tienen problemas. Tony también los tiene. Ay, los problemas de Tony, qué te voy a contar. Dos compañeros perdidos en medio de la nieve, una amante trastornada y obsesionada en desperdiciar todo lo que tiene a su alcance y, encima, un suegro con glaucoma. Menos mal que aparece Bobby Baccala, ese mafioso capaz de hacer que Tony parezca delgado, absurdamente vestido con atuendo de camuflaje, gorra militar y, sí, chalejo color naranja-subrayador, preparado tanto para cazar patos como para buscar a sus dos amigos.
Bang, Paulie disparando a un trozo de tela y profiriendo una serie de insultos indignadísimos que se convierten en señuelo inequívoco para el curioso equipo de exploración que forman Tony y Bobby. Y la aventura se termina. O acaba de empezar. ¿Volverá Slava a ver a su mejor amigo o el frío habrá acabado con la vida de un ruso de dos metros que ha sobrevivido al ahogamiento con palo de lámpara? ¿Llegarán a Sil los cinco mil dólares que Christopher y Paulie tenían que ir a cobrar o seguirán congelándose en el maletero del coche a la espera de que otros dos idiotas pierdan un cadáver en Pine Barrens?
Pero no lo estoy haciendo bien, no. Me estoy equivocando porque todo parece que pueda reducirse a una noche a la intemperie y ya. Y a ti te dirige Steve Buscemi, con guión de Tim Van Patten y Terence Winter, y tú tienes mucho más. Tienes una definición implícita de la serie, camuflada detrás de la descripción en tres palabras que hace Tony de la maravillosa doctora Melfi: inteligente, sexy e italiana. Tienes una Aria de Vivaldi, una Meadow con fiebre descubriendo también en tres palabras por qué Jackie Aprile no es suficiente para ella y llorando por él unos minutos más tarde (“¡No sabéis lo duro que es crecer donde crecimos!” suelta tan tranquila, como si no fuera ella la hija del capo de la mafia de Nueva Jersey), tienes a Paulie haciéndose la manicura. Y por si no te pudieras conformar con todo eso, tienes ese final. ESE FINAL. Tony hablando de Gloria, diciendo que sólo intenta hacer las cosas bien para su familia, y Jennifer va y le hace esa pregunta. LA PREGUNTA. “Deberíamos hablar de lo que te atrajo de Gloria, y de Irina antes que ella. Personalidad depresiva, inestable, imposible de complacer. ¿Te recuerda eso a alguna otra mujer?”
Dirán que te pareces demasiado a Muerte entre las flores, aunque estés casi por encima de lo mejor de los Coen; querrán tacharte de anecdótico a pesar de todos los halagos más que justificados que has recibido. Habrá incluso quien te vea y no se fije en ti, quien se atreva a decir que la tuya no es una buena serie, que tú no eres un buen capítulo, que qué pasa en realidad con Valery. Pero, tal y como hace Tony con Paulie, les mirarás a los ojos y les dirás que elijan ellos, que qué más da, que ese no es ni será nunca tu problema. Porque tú eres mucho más que eso. Tú, querido Pine Barrens, eres un capítulo aparte.
Sinceramente tuya,
Cati
P.D: ahora me siento con ganas de escribir a todos y cada uno de los capítulos de Los Soprano, pero no creo que sea una buena idea si no quiero perder mi trabajo ni mis amigos. Así que aprovecho para pedirte que les mandes un saludo y un abrazo, en especial a La última cena, el capítulo final que la serie merecía. Ah, y a «Meadowlands». Y a «Pie-O-My». ¿Sabes qué? Ahora tengo un rato así que ya les escribo yo. ¡Gracias!