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Que la industria de la ficción televisiva española ha atravesado un punto de no retorno en los últimos años es algo evidente: he aquí una serie estrenada en una plataforma online, con capítulos de apenas media hora, sin necesidad de subtramas protagonizadas por personajes secundarios, capaz de poner en el centro temas como la adicción, las enfermedades mentales, la crisis existencial de toda una generación. Hace no tanto, Cardo habría sido un milagro, y en cierto sentido todavía lo sigue siendo.
Analizarla en su justa medida, eso sí, se hace complicado, porque ante los milagros no cabe el cálculo, sino la fe. Atresmedia se ha encargado de recordarnos cada día de los últimos dos meses que no estamos ante una serie más, sino ante la serie, ante la gran revolución del audiovisual español, la apuesta que lo cambiará todo… y a esta sensación de evento del año se suma la inteligencia de Cardo a la hora de hablar de temas tan en el zeitgeist como el desencanto, el abuso o la alienación urbana, acompañados de una banda sonora machacona pero absolutamente contemporánea. El uso de la iconografía religiosa desde una perspectiva entre gamberra y reverencial no hace sino redondear su encanto para una generación que ya no ha crecido en las visitas obligadas a la iglesia, sino en el mundo de los memes de Jesucristo.
Sin embargo, Cardo se antoja más interesante conforme más se aleja de lo que se supone que es. Todos esos sambenitos (la serie de una generación, el evento del año, el súmmum de la representación de la adicción o la salud mental en la pantalla pequeña…) creo que solo dañan a una temporada de seis capítulos que encuentra la brillantez en los pequeños momentos, en la extraordinaria dirección de actores o en la construcción de algunas de sus conversaciones, y no tanto en su interés por hablar de los grandes temas contemporáneos.
Cardo es una estupenda serie precisamente por aquello que es más difícil vender en una campaña de marketing: su milimétrico trabajo de guion y una dirección que está a la altura. En su aparente revolución, en fin, hay en realidad un gusto por la narrativa clásica y cristalina, por la eficacia a la hora de contar las cosas, que hace que la historia de María, la protagonista interpretada por Ana Rujas, nunca llegue a perderse en los peligrosos pliegues de la autoficción, cosa que sí sucede en Todo lo otro, propuesta con la que es imposible no comparar a Cardo.
‘Cardo’ posee la garra de aquellas historias contadas desde la libertad
Sin embargo, en su economía narrativa, la serie de Rujas y Costafreda se asemeja más a Fleabag o Podría destruirte, y en su construcción del mundo a través de lo subjetivo a ficciones cómicas como Louie o El fin de la comedia; pero también bebe de una tradición literaria, no solo de novela feminista sino también de obras de crecimiento clásicas como el Bajo las ruedas de Herman Hesse, publicado en 1906, lo cual da muchas pistas sobre lo poco que han cambiado muchas de las preocupaciones de la juventud en los últimos cien años.
¿Pero qué tiene que ver aquí Hesse? Su protagonista, Hans Giebenrath, es un joven al que la autoexigencia acaba enloqueciendo. Borracho, de vuelta en su pueblo durante unas vacaciones, se tira al río y se ahoga. Pero Cardo decide recorrer otra vía. Empezábamos hablando de un milagro, y no cabe duda de que Cardo es una serie que, a pesar de su descarnada premisa y la desorientación constante de su protagonista, cree en los milagros. Es una serie que nos habla de una muerte (una literal y otra figurada) y una resurrección, detonada tras una vuelta a los orígenes, también al entorno rural, tras una lucha nada disimulada entre la salvación y el infierno. Una serie que vive de noche pero que decide que en su último episodio solo va a lucir el sol. Una serie, en fin, que tiene esperanza.
Y es en esta esperanza donde podemos encontrar una clave para el futuro de un cierto tipo de audiovisual español interesado en lo comercial pero también en el riesgo, tomando como modelo referentes como las series de Phoebe Waller-Bridge o Michaela Coel. Porque al final son las historias contadas desde la libertad las que hacen avanzar creativamente una industria, y desde luego Cardo así lo parece. Poner en el centro del proceso a los guionistas, y sobre todo seguir cultivando la figura del showrunner tal y como la entienden los estadounidenses pero sobre todo los británicos (esa persona que escribe la serie pero también dirige el resto del proceso creativo) es el camino hacia una industria más diversa, en la que quepan grandes apuestas sostenidas por equipos de tamaño considerable pero también otros caminos como el que propone Cardo.
Porque, al final, la serie pertenece indudablemente a Ana Rujas y Claudia Costafreda, y más allá del argumento lo que nos propone es una visión muy particular del mundo. Una visión que puede compartirse o no pero que indudablemente posee la garra de aquellas historias contadas desde la libertad.