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No seguir Juego de Tronos al ritmo de su emisión en Estados Unidos puede ser un camino lleno de cristales rotos del que no se salva ni John McClane. Facebook y Twitter se han convertido en mangueras antidisturbios de análisis, comentarios, spoilers y lo que R’hollr disponga. Su impacto virológico en la Red es muy superior al de Perdidos, único fenómeno televisivo comparable. De hecho, es una maldita tortura.
Algo pasa con JDT que todo el mundo quiere dejar constancia en sus redes sociales de que ha visto el nuevo episodio. Horas después de su emisión en la HBO, los batallones de fans se ponen teclas a la obra, enloquecidos, enfervorizados y cegados hasta el paroxismo. No hay otra serie que consiga semejante efecto de continuidad episodio a episodio en Internet: un martillo pilón. Todo el mundo quiere sentirse parte de JDT y practicar el placentero arte de la exclusión con los pobres miserables que vemos la serie cuando nos da la gana, no cuando lo dice la neurosis seriéfila. Si no has visto el episodio, tranquilo, los “tronistas” te lo meterán gaznate abajo sí o sí.

La devoción irracional, casi teenager, de los seguidores de JDT más recalcitrantes se ha convertido con el paso del tiempo en un poderoso repelente para los que vemos los toros desde la barrera. Y no solo por la pesadez de sus devotos, comparable al irritante fervor de los seguidores catalanes de Bruce Springsteen, sino por el halo de impenetrabilidad que tanto elogio desmesurado le ha dado a la serie. Te han dicho millones de veces lo buena que es, Pablo Iglesias le regala un pack al Rey, los principales críticos y periodistas del medio parecen estar a sueldo de los Lannister, símbolos exclamación orgásmicos en Facebook cada vez que se cargan a algún personaje a lo bestia… La excitación ha generado más excitación, y cuando las moléculas están tan agitadas el calor adormece el espíritu crítico.
Poner en duda JDT no es un deporte seguro. Los fans pueden reventarte la cabeza oprimiendo tus globos oculares, cortarte una mano, envenenarte la comida, dispararte con una ballesta mientras cagas. Aquí no hay espacio para las exigencias que tendríamos con otras series. A esta se le perdona todo. Y pasa lo que pasa: tanta inmunidad diplomática ya toca los cojones.

Kill’em all
La quinta temporada de JDT ha puesto al descubierto las costuras más feas de una serie que hasta hace poco nos decían que era perfecta. Por fin se ha agrietado la irritante unanimidad del seriéfilo. A este teatrillo ya se le ve el truco y la cosa pinta mal: cuando levantas la alfombra, como ha pasado esta temporada, descubres que en realidad la casa no estaba tan limpia como parecía: sencillamente se había escondido muy bien la mierda.
JDT ha pasado de ser una cabecera sublime en sus primeras dos-tres temporadas a un producto bueno a secas, correcto, aburrido en algunos momentos. Aburrido, sí, un adjetivo al que muchos le hemos perdido el miedo después de una temporada de la que solo se salvan los últimos tres episodios.
Lo cierto es que la serie ha entrado en una dinámica acomodaticia que acabará estallándole en las manos, una dinámica que consiste en levantar una temporada floja con dos o tres momentos salvajes, preferiblemente ubicados en las postrimerías de campaña. Una batalla de zombis, una boda roja, un asesinato inesperado y brutal, cualquier game changer patillero y sangriento le sirve a los guionistas para solucionar la papeleta y conseguir que los “tronistas” acartonen el calzoncillo.
Lo de Dorne ha sido un soberano coñazo, cada vez que aparecía Sevilla mi dedo jugueteaba peligrosamente con el botón de FWD. La trama de Arya induciría a un coma profundo a un adicto al speed. Hay personajes importantes que, envenenados por unos guiones que caminan cada vez más en círculos, están perdiendo su respetabilidad y convirtiéndose en grotescas autoparodias, perfiles sin sentido.
Ante la falta de jugo y la abundancia de minutos de la basura, el argumento seriéfilo de que cada episodio de JDT es como una película de cine se desmorona como un castillo de naipes en pleno Katrina. Nos hemos pasado siete capítulos viéndolas venir, dando tumbos sin sentido, alargando chicles y cultivando bostezos para salvarlo todo en un par de capítulos catárticos, un par de momentos. Si fuera más hijoputa, hasta podría reducir la quinta temporada a los memorables 20 minutos que dura la batalla de Casa Austera y un par de escenas del último episodio.

Tengo la sensación de que el fan ciego de JDT ya solo vive para estos impactos y la serie confía demasiado en ellos. Tanto es así que, embriagado por la adrenalina de los asesinatos de personajes intocables, el “tronista” ha sido capaz de abstraerse de la puerilidad de la quinta campaña y del tono de culebrón histérico que la serie ha adquirido desde la tercera temporada. Hace ya tiempo que las tramas han perdido la brújula, pero a golpe de recurrir obsesivamente al asesinato de personajes vitales, JDT ha convertido al fan en un adicto a esta argucia y ahora la serie es un concurso de a ver quién (y cómo) la palma hoy. Un recurso de equipo pequeño, como se dice en argot balompédico.

Viñeta de Àlex Santaló
Y por si fuera poco, los estragos de la quinta temporada nos han deparado un espectáculo lamentable en las gradas. El alejamiento cada vez más pronunciado de las novelas originales ha levantado de su tumba a los Ultra Sur de George R.R. Martin, lo que ha desatado una tronchante guerra friki entre lectores integristas y televidentes mongoloides, como si el puto universo se hubiera vuelto loco y no fuéramos capaces de entender que una serie es una cosa y una colección de novelas, por mucho que sea el material en el que se basa la serie, es otra. Que ambas pueden disfrutarse por igual, en lugar de buscar las siete diferencias. Que ya somos mayorcitos, coño.