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Lo confieso: no tengo un smartphone. Podrían ustedes pensar que se trata de un gesto retrofílico inscrito en una especie de estética talaárboles. Que conduzco una bici vintage, luzco tirantes oscuros y bebo de una petaca. Nada más lejos de la realidad. Aquí, en este pequeño rincón del mundo que roza con sus olas la comisura de África, donde el mar no trae botellas de licor ni sueños vikingos, no es buena idea dejar tu móvil en la arena mientras zambulles tus nalgas rosadas en territorio poseidoniano. Menos aún si tu oficio es la escritura y no te da ni para esas castañas asadas tan ricas que venden en las esquinas. Porque el tiempo, si le das espacio, acaba adoptando la forma necesaria -en este caso de marea- para llevárselo todo.
Delirios a un lado, el devenir termina desencajando la mandíbula de todo hombre y de toda mujer. La revolución tecnológica que acontece bajo nuestros pies es un hito en la humilde historia de la humanidad: internet, redes sociales, smartphones, gafas inteligentes y un sin fin de mutaciones que han transformado la manera en la que proyectamos y percibimos las identidades y las comunicaciones. Pero no solo la ciencia avanza: homosexualidad, transexualidad, eutanasia, veganismo. El espectro de tolerancia crece. Y entre toda esta aparente comunidad feliz, una resistencia, voluntaria o involuntaria, fluctúa alrededor. Individuos estáticos que repudian las consecuencias que trae el discreto pero impávido reloj.
En televisión, el drama de época nos ha inyectado ese maravilloso asombro que produce ver a los sujetos expuestos a los cambios paradigmáticos de su tiempo. En Deadwood, por comenzar embarrados, asistimos con pesar al desmembramiento de una comunidad erigida sobre pequeñas dosis de poder y libertad -está bien, aquello no era Jauja, pero aunque imperfecta era pura- ante el avance aniquilador del capitalismo, personificado en la figura histórica de George Hearst. Desde ese instante, la victoria se tornó inviable. La máxima aspiración del individuo, y por tanto de una sociedad cimentada sobre los individuos, pasó a ser la misma que la de Vegeta ante el Bu diminuto y satánico: resistir.
«La paradoja de ‘Mad Men’: un mundo de publicistas, destinado a provocar el cambio con sus ideas, atrincherado en el pensamiento de su época»
Poco después, en Mad Men, nos enfrentamos a una paradoja: un mundo de publicistas, destinado a provocar el cambio con sus ideas, atrincherado en el pensamiento de su época. Aterriza la fotocopiadora en la oficina pero solo para hacer más fácil el trabajo de las mujeres, relegadas -con excepción de Peggy- al papel de secretarias sexys. Ven la luz los bikinis, pero escandalizan a los maridos y permanecen en los armarios. Las esposas van al psiquiatra, pero no ha dejado de ser un estigma, un signo de debilidad que nos dirige indefectiblemente a Tony Soprano y al modo en que la mafia representa una mentalidad estancada en aguas del ayer. Siempre llegamos tarde al futuro.
Al sexo llegamos pronto pero no siempre con acierto. Masters of Sex somete a la sociedad norteamericana de los años 50 y 60, puritana en su mayoría -y que contrasta con la sexualidad de los esferas criminales de los años 20 de Boardwalk Empire-, a una radiografía de su conciencia sexual, dejándonos por el camino grandes muestras de conservadurismo tanto en el ámbito doméstico como en el ámbito científico. El tiempo, en forma de consolador, punto G o posturas diabólicas, se abre paso con menor o mayor acierto en una sociedad donde la homofobia -un Barton Scully que lleva a límites enfermizos el armarismo del Salvatore Romano de Mad Men– y el racismo están en la mesa de cada buena familia.
«El pertinaz racismo del Doctor Thackeray se va apagando, pero no puede resultarnos indiferente la manera en la que esas ideas podían llegar a penetrar incluso en un hombre instruido como él»
Un lastre, este último, que se desvela en The Knick como una tara congénita del país de la libertad y las oportunidades. Un mal que hierve desde las entrañas de la historia norteamericana y que algunos hombres y algunas mujeres supieron sortear, sino desde un principio, con el paso del tiempo. El pertinaz racismo del Doctor Thackeray hacia el brillante Doctor Algernon Edwards se va apagando -superando su tiempo-, pero no puede resultarnos indiferente la manera en la que esas ideas intolerantes e injustificadas podían llegar a penetrar incluso en un hombre instruido como él. Una revolución mental cuya inconclusión, sumada a la ilegalización de las mismas drogas que circulan ante la cámara de Soderbergh, nos ha legado paisajes como el Baltimore de David Simon.
Seguimos afiliados a la estrechez de nuestro tictacteo y luchamos contra el fin de las ideologías, contra la muerte del papel, contra el reconocimiento moral de los animales. Somos Joe MacMillan en Halt and Catch Fire despreciando el ordenador personal y tirándose más tarde de los pelos al ver el éxito del Macintosh. Somos Don Draper en un ascensor quitándole el sombrero de la cabeza a un joven charlatán que no muestra educación frente a una dama. Somos el mismo Jon Hamm pero en el último episodio de Black Mirror enfrentándonos a nuestro futuro: personas bloqueadas y conciencias duplicadas que sirven de esclavos. Un hombre versus tiempo sin incertidumbre. Porque para cuando alcanzamos a entender el drama de nuestra época, éste hace tiempo que nos dio la espalda.