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Tras seis temporadas que tocan ya a su fin, a Silicon Valley se le pueden atribuir algunos pecados pero nunca el de la incoherencia. Varias de esas temporadas –especialmente de la primera a la quinta– son ejecutadas de forma casi idéntica una detrás de la otra; cada giro de guión, cada solución de última hora para salvar la startup de los protagonistas resuena como cada uno de los golpes de un martillo pilón a toda velocidad. Esa precisión mecánica ejecutada por Mike Judge, John Altschuler y Dave Krinsky es lo que permite a Silicon Valley ser una de las series recientes más coherentes y ceñidas a un discurso propio que podamos encontrar.
Que Mike Judge se encuentra entre los sátiros con mejor ojo clínico para desmenuzar la escala de valores de la Norteamérica contemporánea no es ningún secreto. No lo voy a descubrir yo aquí y ahora; ahí están sus películas (Trabajo Basura, Idiocracia y Extract) o sus otras creaciones televisivas (Beavis y Butt-Head, El rey de la colina) para hablar por sí mismas. Pero, una vez entrados en la segunda década del siglo XXI, ¿Qué podía ser más apetitoso para apuntar con la letal mira telescópica de Judge, Altschuler y Krinsky? Silicon Valley.
Un microcosmos tecno-capitalista construído a base de promesas para hacer del mundo un lugar mejor
Un microcosmos tecno-capitalista construído a base de burbujas económicas y promesas para hacer del mundo un lugar mejor que, ya en el 2010, habían destripado David Fincher y Aaron Sorkin con La Red Social.
El valle del silicio –que no de la silicona, ojo con este false friend– emerge como el lugar perfecto para construir una serie que, sin renunciar a un potente cóctel humorístico lleno de gags visuales, slapstick, grosería y dialéctica endemoniada, acierta de lleno como radiografía de un nuevo mundo, el tecnológico, que a medida que crece y se expande, se parece demasiado al viejo mundo de siempre. Ése que ya nos sabemos de memoria, que nos defrauda y nos engaña sistemáticamente ante nuestra complacencia absoluta.
La ambición de Richard Hendricks, el protagonista principal de Silicon Valley no es vender su startup Pied Piper –o Flautista de Hamelín en castellano– al primer postor que pague bien. Sino retener siempre, celoso como el artista que es, el control de su creación, basada en un algoritmo de compresión revolucionario. Y así provocar un cambio real en el Valle, cansado de ver cada día las contradicciones de una industria que parece demasiado enamorada de sí misma: cada nueva app nace para mejorar nuestras vidas, cada gran compañía se convierte en una secta corporativista y cada nuevo CEO emerge como un falso mesías que nos salvará de quién sabe qué.
Richard Hendricks se mantiene como el elemento más coherente en una serie extremadamente coherente
Los habitantes del Silicon Valley de HBO parecen encantados de alquilar habitaciones por 4500€ mensuales o de ser rebaño para las grandes corporaciones siempre y cuando esa promesa de mejorar el mundo se mantenga –aunque suspendida– y que en las espaciosas sedes en las que trabajan sigan habiendo mesas de ping-pong, recreativas, sillas ergonómicas y un pequeño Starbucks.
Y aunque puede parecer que Richard Hendricks está cortado por el patrón de Mark Zuckerberg, su inconformista obstinación –a menudo muy mal administrada, para suerte de los espectadores– le mantiene como el elemento más coherente en una serie extremadamente coherente.
Con la ayuda de sus inseparables Jared, Gilfoyle y Dinesh, quienes parecen tener una dependencia casi masoquista hacia Richard, se convierten, respectivamente, en el auténtico mesías y sus apóstoles a ojos de la serie. Dispuestos a acabar con la hipocresía tech que nos domina. Eso sí, no sin su punto de egoísmo comprensible, pues una cosa no quita la otra: si pueden cambiar el mundo “de verdad” y a su vez dejar de ser unos pobres y pringados geeks, mejor.
Aunque la estupidez e inseguridad personal de Hendricks les pone en varios embrollos divertidos de presenciar, ésta, por encima de todo, torpedea demasiadas veces el sueño de convertir Internet, gracias a su algoritmo, en una verdadera red descentralizada, controlada por los usuarios y no por las corporaciones.
Ahí es precisamente donde, en contraposición a Richard Hendricks, resulta imprescindible un personaje como Gavin Belson, fundador y CEO de Hooli –ponga usted aquí Apple, Google o Amazon, es lo mismo– el antagonista total de ‘Silicon Valley’. Némesis por excelencia para un Richard Hendricks que parece ser el único que ve lo que realmente es Belson. Para Mike Judge y compañía, Belson viene a ser un reflejo tenebroso de Steve Jobs, quizás, quien sabe, mostrando su verdadera cara. Revelando todo lo que realmente pensamos de Jobs y no nos atrevemos a admitir.
El mundo de las posibilidades infinitas es también el mundo de la intrusión de la privacidad, de las fake news, los trolls y del mercadeo de datos
Quizás Hendricks acaba siendo otro CEO más en la lista de falsos mesías decepcionantes pues la línea entre ser un mesías real o convertirse en un flautista de Hamelín moderno que nos embauque, cabreado, hasta hacernos desaparecer, es muy fina.
Ciertamente Hendricks no está exento de momentos cuestionables a lo largo de la serie, algunos voluntarios y otros –la mayoría– involuntarios. Sin embargo, esa terca obstinación que siempre muestra, mantiene a Richard Hendricks como uno de los pocos personajes éticos –o tecnoéticos– en una selva crematística donde la ética es sólo “de boquilla”. Y en esta cruzada ética se mantiene, coherentemente, hasta el final ante la pregunta moral definitiva: ¿Será Pied Piper una creación que beneficiará al mundo? O a la larga será un monstruo que creará más problemas de los que solucionará?
Porque sí, la llegada de Internet y todo lo que ello supuso cambió nuestra sociedad para siempre. Pero justo en esta década que pronto cerraremos, que empezó con La Red Social y acabará con Silicon Valley, hemos ido siendo conscientes –sin que hayamos hecho mucho o nada al respecto– del precio que estamos pagando. El mundo de las posibilidades infinitas, la comunicación constante y la conectividad total que nos prometieron es también el mundo de la intrusión de la privacidad, de las fake news, los trolls y del mercadeo de datos.
Las mismas compañías que han entrado en nuestras vidas y han hecho negocio con todos nuestros datos son las que ahora nos quieren vender seguridad, privacidad y protección de datos. El panorama se vuelve aún más descorazonador si a esto le añadimos las interioridades económicas, las filigranas financieras, las compras, fusiones y todo tipo de especulaciones mercantiles que se esconden detrás de los miles de millones que se mueven en Silicon Valley. Cifras mareantes que hacen, literalmente, vomitar siempre a Richard Hendricks en la serie.
Detrás de esas hordas de silenciosos programadores, codificadores e ingenieros encerrados delante de sus ordenadores, aislados con sus auriculares enormes, se esconde una lucha por el poder tan o más feroz que en el antiguo y protoanalógico Far West. Los verdaderos tiburones del negocio se alimentan de las buenas intenciones de unos individuos que realmente creen estar mejorando nuestras vidas. También en HBO encontramos el fenomenal documental de Alex Gibney, estrenado este 2019, ‘The Inventor: Out for blood in Silicon Valley”.
Una serie que nos advierte de los peligros de seguir ciegamente los cantos hipnotizantes de la nueva tecnología
Otro testamento audiovisual de este descorazonador panorama que nos ha llegado al final de una década en la que parece que nos estamos despertando del sueño utópico de las compañías tecnológicas. En él descubrimos la historia real de Elizabeth Holmes y su compañía tecno-médica Theranos. A la postre un fraude especulativo total, provocado por la fascinación que despertaba Holmes ante una industria deseosa de volver a invertir en un “genio/mesías” como Steve Jobs. La verdad, asusta pensar que Elizabeth Holmes y el caso Theranos sean reales y no más bien un personaje caricaturesco inventado por Judge, Altschuler y Krinsky.
Esta es una industria que se mueve a un ritmo vertiginoso, como nos muestran los créditos iniciales de Silicon Valley: un vista aérea de un mapa a lo ‘Habbo Hotel’ en la que los edificios de cada gran corporación tecnológica se construyen a toda pastilla, sin freno ni pausa. Ni tiempo para asomar la cabeza debidamente. ¿Os habéis fijado en las compañías que han aparecido y desaparecido a lo largo de estas seis temporadas?
Entre ellas ahí se mantiene una Pied Piper que con sus bienintencionados protagonistas nos ha regalado momentos de grandes carcajadas en una comedia “made in HBO” como Silicon Valley. Una serie que justo ahora, al final de su trayecto, se erige como una moderna fábula que, como la del Flautista, nos advierte de los peligros de seguir ciegamente los cantos hipnotizantes de la nueva tecnología y su capacidad para crear y fagocitar falsos mesías de forma contínua.