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He retrasado mucho tiempo la escritura de este artículo; aún mientras tecleo estas líneas, siento que soy absolutamente incapaz de escribir nada objetivo y sosegado sobre la sexta temporada de Bojack Horseman, cuya primera mitad se estrenó en Netflix hace unas semanas (la segunda parte llegará en enero). Tal vez cuando acabe definitivamente pueda escribir algo más «académico». En esta ocasión, lo único que me sale es una serie de reflexiones más o menos desordenadas.
Escribir sobre Bojack Horseman me cuesta porque no puedo ser mínimamente objetivo con ella. Me toca demasiado de cerca. Uno de los primeros artículos que escribí en esta revista, allá por 2015, estaba dedicado precisamente a su primera temporada. Me he mudado tres veces de casa desde entonces, y en cada una de ellas (y en cada uno de los momentos vitales asociados a cada una de esas casas, and so on…) he visto una temporada distinta de la serie creada por Raphael Bob-Waksberg. Me ha acompañado durante cambios de trabajo, rupturas amorosas, momentos de incertidumbre. Se ha convertido, en fin, en mi serie favorita.
Pero es que, además, la primera parte de la sexta temporada de Bojack Horseman es extraordinariamente buena.
La serie se acerca a sus compases finales obsesionada con los temas que siempre la han hecho tan especial: la posibilidad (o no) de que una persona pueda cambiar, y el peso (y el paso) del tiempo sobre sus personajes. Y lo hace revisitando todo lo que sucedió antes, no tanto como ejercicio vacío, de nostalgia, sino como constatación de que el camino recorrido ha valido la pena. Y es que es ahora, cuando nos acercamos al final, que podemos empezar a hacer balance: puede que Bojack no sea mucho mejor persona que al principio, puede que Todd siga sin ser del todo independiente, puede que Diane todavía no sea feliz, que Princess Carolyn no haya encontrado la paz interior al tener una hija, que Mr. Peanutbutter no haya madurado apenas. Pero, indudablemente, todos ellos han cambiado. Siguen arrastrando sus traumas, inseguridades, ansiedades, su depresión; pero sus circunstancias son completamente diferentes a aquellas en las que estaban cuando los conocimos por primera vez. Esa es una de las grandezas de esta serie protagonizada por animales que hablan: como en la vida real, en ella todo ha cambiado… sin que nos hayamos dado cuenta.
La culpa de esto la tiene tanto la cuidadosa construcción macroscópica de sus temporadas, en las que cada paso de Bojack (¡y en seis años han sido pasos muy pequeños!) le ha ido acercando a la persona mucho más responsable que es ahora, como la constante apuesta por la originalidad narrativa en cada uno de sus episodios. Estamos ante una serie que, tras seis temporadas, continúa aprovechando sin despeinarse el potencial elástico de la animación para retratar, de forma tan certera que duele, problemas personales como el alcoholismo o la ansiedad, pero también el afán monopolístico de los grandes conglomerados empresariales o el desprecio de Hollywoo(d) hacia todos aquellos que no son estrellas. Y todo ello mezclado con chistes de animales.
Si para los personajes de ‘Los Simpson’ o ‘South Park’ no pasan los años, ‘Futurama’ o la propia ‘Bojack Horseman’ decidieron convertir el paso del tiempo en el centro de sus preocupaciones dramáticas
Cada una de las temporadas de Bojack Horseman ha girado en torno a una imagen, un concepto, un objeto tal vez. El catalejo de Herb Kazzaz, la muerte de Sarah Lynn, el entierro de la madre de Bojack… escenas que han contaminado el resto de la temporada y se han establecido como clímax emocional de cada una de ellas. En este caso, sin embargo, la imagen es menos climática y más cotidiana. En esta temporada, le hemos visto las canas por primera vez a Bojack. Si series de animación para adultos como Los Simpson o South Park establecieron esa norma, heredada de los cartoons de toda la vida, de que por sus personajes no iban a pasar la temporalidad, de que iban a estar atrapados para siempre en una especie de infancia infinita, otros como Futurama o la propia Bojack Horseman decidieron convertir el paso del tiempo en el centro de sus preocupaciones dramáticas. Pero la serie de Netflix lo ha llevado a sus últimas consecuencias: las canas de Bojack son también las nuestras, después de seis temporadas junto a él. Nos hemos hecho viejos juntos. Por eso, cuando le vemos sin tinte el momento nos impacta tanto: porque, en este dibujo animado incapaz de escapar del paso del tiempo, también nos vemos a nosotros.
En ese sentido, es interesante cómo Bojack Horseman, a pesar de no haber contado nunca con un fenómeno fan a la altura de otras como Rick y Morty, va a dejar huérfana a una importante comunidad de seguidores. Una comunidad tal vez no muy ruidosa, no especialmente vinculada a comentar la serie junto a la máquina de café; una comunidad de gente que, tal vez tras una mudanza, una ruptura amorosa o el último revés de la vida, se ha tragado otra temporada más de esta serie de animales que hablan un sábado o un domingo lluvioso, quizás cerca de una manta. Se dice de Bojack Horseman que es demasiado oscura, y probablemente mucha gente no la soporte precisamente por eso, pero su mensaje sobre la condición humana no podría ser luminoso: en un momento de fragmentación de audiencias en el que nos dirigimos a un consumo cada vez más individualizado, ha conectado a muchas personas con esas partes de ellos mismos que preferirían olvidar. Y les ha invitado a intentar cambiarlas, o al menos a hacer las paces con ellas.
El otro día, sin ir más lejos, descubrí que me están empezando a salir canas.