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Todas las familias guardan algún que otro secreto. Historias del pasado de las que nadie habla, por miedo a manchar el apellido. “No somos mala gente, pero hicimos algo terrible”, repite John, el hijo ejemplar de los Rayburn. La línea que separa el Bien del Mal es siempre más difusa en el ámbito familiar. Bloodline trata precisamente sobre esto y lo hace a través de la llegada del mayor de los hermanos y oveja negra de la familia Rayburn: Danny (Ben Mendelsohn).
A lo largo de la primera temporada, la serie se centra en las consecuencias de la inesperada llegada de Danny a casa, tras una larga ausencia, para asistir a la fiesta de aniversario del hotel que regentan sus padres (Sissy Spacek y Sam Shepard) en los Cayos de Florida. No tardan en resurgir tensiones latentes con sus tres hermanos: John (Kyle Chandler), que es policía; Meg (Linda Cardellini), la hermana conciliadora, de profesión abogada; y Kevin (Norbert Leo Butz), el más joven y emocionalmente inestable.
Uno de los principales valores de Bloodline es su elenco. Después de contar con Glenn Close en Daños y perjuicios, los creadores han sabido rodearse otra vez de grandes actores, tanto para los papeles principales como para los secundarios (entre ellos, destaca el personaje que interpreta Chloë Sevigny). Sin embargo, resulta difícil apuntar si la serie confía poco en sus actores o demasiado en ellos y del modo equivocado. Aun así, no es de extrañar que los Emmy hayan reconocido el gran trabajo de Chandler y Mendelsohn con las nominaciones a mejor actor y mejor actor de reparto en drama respectivamente.
El mayor problema de Bloodline es que no ha encontrado la forma. El tema es similar al de The Affair o Rectify, que también presentan a clanes familiares cuyas estructuras internas empiezan a ponerse en duda. Sin embargo, la serie no ha sabido dar con un dispositivo como es el perspectivismo y estilo Rashōmon en The Affair; o el calculadísimo vaivén del pasado al presente en Rectify, idea que cristaliza en unos planos cenitales marca de la serie.
Bloodline, en cambio, hace uso de elementos muy variados que no acaban de sumar: la cámara en mano, la innecesaria voz en off de Kyle Chandler, los saltos temporales al uso, etc. A lo largo de los nueve primeros episodios, prevale más la voluntad de sugerir y generar interés al espectador que la de contar una historia bien contada. Los flashbacks evocan un pasado familiar que promete ser esclarecedor y los flashforwards parecen garantizarnos un desenlace de temporada trepidante. Mientras, el presente de la narración va sucediendo algo insulso, lleno de tiempos muertos que en momentos rozan la autoparodia y diálogos nada inteligentes sobre el pasado y su relación con Danny.
Los últimos cuatro episodios son los que demuestran el verdadero potencial de la serie. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar para garantizar la unidad familiar? El desenlace de la primera temporada es de lo mejor que ha parido la ficción televisiva en lo que llevamos de año. No hay duda de que Bloodline hubiera sido infinitamente mejor si hubiera empezado por donde acaba.
Sobre papel, la serie prometía ser el próximo gran éxito de Netflix. Pero no ha sido así. Esperemos que lo peor haya pasado y la segunda temporada, ya confirmada, nos depare acción e inacción en su justa medida. Y es que los Rayburn no son mala gente, pero nosotros tampoco. Ante propuestas tan interesantes como Bloodline, los espectadores queremos y merecemos mucho más.