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Comienzo este artículo asumiendo de antemano la imposibilidad de hacerle justicia a la última tanda de episodios de Better Call Saul. Como al final de un viaje muy largo, todavía agotado, cuesta hacer un balance equilibrado de lo que ha supuesto para nosotros, como espectadores, y para la historia de la televisión la serie protagonizada por Bob Odenkirk. De que su legado será brillante no cabe la menor duda. De que con ella ha terminado una era, aquella que comenzó allá por 2008 con Breaking Bad, tampoco. Pero todo me parece demasiado grande. Inasible. Hiperbólico. ¿Por dónde empezar?
Tal vez por un detalle. En los compases finales de Saul Gone, el último episodio de la serie, Jimmy McGill y Kim Wexler fuman apoyados contra una pared de cemento. Es un callback a los inicios de su relación, al primer cigarro que compartieron juntos, hace ya años, en la pared de cemento del párking de un bufete de abogados. Entre medias, seis temporadas y una de las historias de amor más trágicas, más delicadas, que jamás se hayan emitido en televisión. Entre medias, la inevitable transformación de un ingenioso abogado en un hombre gris que parece haber vivido mil vidas. Enfermedad. Suicidio. Crimen. Y lo que acabó definitivamente con el color: el día que le rompieron el corazón.
Pero ahora, condenado a casi 90 años de cárcel, Jimmy McGill fuma un cigarro que le ofrece Kim. Y en medio del gris aparece un destello de color. La punta incandescente del pitillo. Pienso en la primera vez que Saul Goodman apareció en Breaking Bad. En lo mal que me cayó. Hablaba por los codos. Sus trajes eran demasiado. En el mundo gris, desértico, de Albuquerque, este señor iba a trabajar cada mañana con una chaqueta rosa y una corbata morada. Y empiezo a creer que el destello rojo del pitillo contiene no solo un réquiem por su relación con Kim, sino también un homenaje a lo que fue Saul, a lo que fue Jimmy, desde el principio. Color. Puede que haya vivido mil vidas, pero todavía no está muerto.
La primera tanda de episodios de la última temporada de Better Call Saul se centró sobre todo, y en un tono similar al del resto de la serie, en hacer chocar por fin los mundos de Jimmy y el cártel. Pero sus últimas entregas nos han propuesto un salto al futuro, a un mundo en blanco y negro, que supone no solo un epílogo extraordinario a la serie y al universo de Breaking Bad, sino también una apuesta estética, de ritmo y planificación, de cuidado visual, muy por encima de prácticamente cualquier otra ficción televisiva contemporánea.
Y es que, en un mundo multiplataforma con apuestas cada vez más elevadas, en el que aquello de “menos es más” parece haber saltado por la ventana y las conclusiones tan épicas como aparatosas están a la orden del día, Better Call Saul ha decidido despedirse con calma. Pareciéndose más al cine de Robert Bresson o Jarmusch, a una muy particular Gran Novela Americana, que al ejército de ficciones estéticamente calcadas que inundan casi todas nuestras pantallas.
Tal vez ‘Better Call Saul’ sea la última serie capaz de pensar tan en profundidad cada uno de sus planos
Pienso, pues, que con el final de Better Call Saul es posible que esté muriendo también una forma determinada de hacer televisión. Una forma disciplinada, paciente, que no necesita darle el resultado de las operaciones al espectador porque sabe que todos somos capaces de sumar dos y dos sin que nos lo restrieguen por los morros. Una forma que alcanzó su pico en torno al cambio de milenio, y a la que le debemos The Wire, Los Soprano, Mad Men, The Shield, Deadwood, Breaking Bad. Pienso que tal vez el spin-off de una de estas series seguramente ha sido la última (¿tal vez la penúltima, la antepenúltima?) oportunidad de sus guionistas para escribir en esos términos, la última oportunidad de sus directores para planificar poniendo por encima de todo el poder incomparable de la imagen. Lo de siempre, vamos: si un travelling es una cuestión de moral, tal vez Better Call Saul sea la última serie capaz de pensar tan en profundidad cada uno de sus planos.
Pienso todo esto mientras Better Call Saul acaba, con uno de esos episodios impecables que parecen contener un mundo en cada secuencia. Homenaje a Breaking Bad con la aparición de personajes a los que es imposible no echar de menos, pero también brillante resignificación de aquella; cierre del círculo que quedó quebrado la noche que Chuck McGill, junto con Kim el indiscutible núcleo emocional de la serie, decidió suicidarse dejando a Jimmy marcado para siempre. Pienso en esa máquina del tiempo a la que Jimmy/Saul/Gene hace referencia a lo largo del episodio. En cómo el universo creado por Vince Gilligan parece despedirse de sí mismo, introduciendo la posibilidad de un artilugio capaz de hacer desaparecer nuestras malas decisiones. Capaz de cambiarlo todo, empezando por aquel día en el que Walter White acompañó a su cuñado a una redada. Por aquel día en el que Jimmy McGill decidió que nunca más volverían a tomarle el pelo. Pero las máquinas del tiempo, como bien apunta Walter, no existen y nunca lo harán. Lo que existe es la vida. Y es probable que pasen muchos, muchos años, antes de que una serie vuelva a capturarla como lo ha hecho Better Call Saul.