Comparte

'A Teacher' se estrenó en HBO España el 11 de noviembre de 2020.
«Si hubiera sido al revés, me estarías chocando los cinco». Ese reproche de Claire Wilson, profesora caída en desgracia, a su hermano Nate, agente de policía, resuena como un eco a lo largo y ancho de los diez episodios de A teacher, un drama notable que afortunadamente acaba poniendo el acento en los aspectos psicológicos más que en los eróticos, en los efectos a largo plazo más que en los detalles morbosos, de una relación íntima entre profesora y alumno. Ciertamente, más allá de las condicionantes morales del abuso de poder y estatus que se ven implicados en un idilio de esta clase, por mucho que sea consentido por ambas partes, los prejuicios sociales pesan mucho más en el caso de la mujer adulta.
Nos hemos acostumbrado, en la ficción y en ese otro tipo de ficción que es la prensa del corazón, a aceptar parejas en que él es mayor (algunas veces mucho mayor) que ella. A nadie le extraña que Bradley Cooper le saque quince años a Jennifer Lawrence, que Javier Bardem tenga dieciséis más que Scarlett Johansson, o que Colin Firth sea veintiocho años mayor que Emma Stone. Todos ellos han sido pareja romántica en la pantalla, algunos de ellos por obra y gracia de Woody Allen, quien más ha hecho por fijar en nuestro imaginario relaciones basadas en el supuesto atractivo intelectual de la madurez masculina. Que conste que hablamos aquí en términos de la ficción más estricta, puesto que analizar la biografía sentimental del actor y director de Manhattan se escapa de nuestras competencias.
Cuando se trata de entrar en las aulas, el prejuicio persiste. Ahí está Irrational Man, también de Allen, y el lapso de catorce años entre el profesor de filosofía interpretado por Joaquin Phoenix y su alumna más brillante, Emma Stone. Y eso que algunas actrices un poco más al margen del sistema no han dudado en elevar su voz. Maggie Gyllenhaal explica que un productor de Hollywood sentenció que ella, a sus 37 años, era «demasiado mayor» para ser la pareja de un actor de 55. Ya no se trata únicamente de la edad real, sino de la edad que aparentas. En el caso de A teacher, Kate Mara tiene precisamente 37 años, pero por su constitución física bien le podríamos poner diez menos, mientras que su alumno, el actor Nick Robinson, tiene 25, por mucho que en la serie pongan en duda que supere la barrera de los veintiuno y que tenga la edad legal para consumir alcohol en un bar. En las muchas escenas que comparten ambos, exhibiendo una química excelente, el rastro físico de esa diferencia de edad es apenas perceptible.
Aunque dados los antecedentes, no nos podemos quejar. Cada vez que Hollywood ha querido escandalizar mostrando relaciones entre mujeres adultas y chicos presuntamente adolescentes, tenemos la sensación que nos han escamoteado la bolita al más puro estilo trilero. El caso más patente es también el más célebre: en El graduado, la película de Mike Nichols de 1967, Anne Bancroft tenía sólo seis años más que Dustin Hoffman. Y él no era ni mucho menos un muchacho inexperto asaltado por el acné y las neuras propias de la edad del pavo. 36 a 30. Lo que podría ser el resultado de un partido de balonmano es la prueba que la industria del entretenimiento cuenta los años de las actrices a otra escala. Un año de actriz cuenta por dos o tres de actor. No es la medida canina, pero por ahí anda la cosa. Sólo así se puede entender que James Stewart, con 50 años, le doblara la edad a Kim Novak en Vértigo, la obra maestra de Hitchcock.
A teacher es valiente a la hora de exponer un dilema moral incómodo, y de hacerlo sin apriorismos ni juicios de valor, intentando empatizar a diestro y siniestro. Aun así, el cliché estético sigue pesando, si bien actrices como Naomi Watts, Julianne Moore o Michelle Pfeiffer hayan desafiado los roles tradicionalmente asignados a las actrices de mediana edad. Cuando se invierten las tornas nos sigue sorprendiendo un poco más. Cosas de los estereotipos de género, que siguen atribuyendo al macho una necesidad consustancial de conquista, quizás basada en imperativos genéticos. Puestos a elegir una actriz que encarne a la profesora que acepta el juego de seducción peligroso, cuanto más joven parezca mejor.
‘A teacher’ da la razón a aquellos televidentes que en tiempos de flechazos exprés defienden que es mejor juzgar la calidad de una serie por toda una temporada
En parte es un imperativo que refuerza la credibilidad de ese romance, aunque cuando el veterano es el hombre no siempre se tiene en cuenta. De hecho, alguno de los casos reales más sonados va mucho más allá que la ficción en la idea que el amor no entiende de edades: ahí está Emmanuel Macron, presidente de Francia, que a los 16 se enamoró de su profesora de teatro, Brigitte, de 40. Esos 24 años de diferencia no fueron un obstáculo para una relación que ha llegado hasta hoy, poniendo en cuestión los límites morales de este tipo de historias.
Volvamos a clase, que como sigamos divagando nos van a poner una falta de asistencia. En esta serie Hannah Fidell explora más a fondo una trama que ya había desarrollado en la película del mismo título del año 2013, una de esas producciones que son carne de Sundance. Afortunadamente su propuesta televisiva no presenta ninguno de los tics más molestos del cine indie y justifica plenamente la existencia de una expansión seriada del guion original, ya que permite a los personajes respirar e intentar, por lo menos intentar, explicarse mejor a sí mismos. A teacher viene a dar la razón a aquellos televidentes prudentes que en tiempos de flechazos exprés defienden que es mejor juzgar la calidad media de una serie por el transcurso de toda una temporada, y no a partir del calentón generado por los dos o tres primeros capítulos.
En sus compases iniciales las aproximaciones de la profesora Claire Wilson al alumno Eric Walker (estupendos Kate Mara y Nick Robinson) se desarrollan esquivando sólo por los pelos los tópicos más sobados de estos dramas eróticos intergeneracionales, esos mismos tópicos que permitían vender la serie como «la más polémica del momento». Quizás consciente de estar jugando con las expectativas, al inicio del tercer capítulo somos testigos de un sueño tórrido de la protagonista, una suerte de parodia sobreactuada ambientada en un aula teñida de colores cálidos. Nada que ver con lo que viene después, un drama honesto y riguroso que, como decía, respeta a todas las partes implicadas en el asunto.

Kate Mara y Nick Robinson en ‘A teacher’ / HBO
Ya en esos primeros episodios, marcados inevitablemente por la cadencia del tonteo, intuimos que el calentón al cual nos referíamos será únicamente narrativo. Aquello que piensan los personajes va a resultar más importante que aquello que expresan sus cuerpos. Ni Claire ni Eric son depredadores sexuales a la búsqueda de una presa. Tampoco son seres ingenuos arrastrados a las orillas del deseo ilícito por las artimañas y los mensajes de móvil de la otra persona. Ambos saben lo que se cuece y deciden poner la mano en el agua hirviendo, hasta el punto que es difícil saber quién se aprovecha más de quien.
A ella nos la encontramos en esa encrucijada tan común en la vida adulta, cuando el plan de vida parece estar fijado a muy largo plazo, con parada obligatoria en una maternidad que se resiste a llegar. Ya no parece haber espacio para la improvisación y surge una inquietud molesta, la de quien se pregunta si realmente ha hecho lo que quería o simplemente se ha dejado arrastrar por una corriente más o menos confortable. Él tiene el futuro por delante, y puede que vea en su aventura con la profesora un juego del que alardear en alguna farra, como sí que le vemos hacer puntualmente, pero no tardamos en comprender que esos escarceos en el asiento de atrás de un coche son producto de unos sentimientos destinados a causar dolor. No únicamente de amor o deseo se alimenta esta pareja tan poco convencional, también de soledad, inseguridad y frustraciones.
En ‘El desorden que dejas’ la aventura ilícita es puramente instrumental, mientras que en ‘A teacher’ es el desencadenante principal de dos dramas íntimos
Sin cuestionar la validez de un producto planteado como un drama psicológico de entretenimiento, tenemos otro ejemplo reciente y radicalmente opuesto de deseo en las aulas, el que sugiere El desorden que dejas, miniserie basada en la novela de Carlos Montero. Entre los muchos cabos sueltos que deja el suicidio de Viruca, la profesora de literatura del instituto de Novariz, está su relación de amor-odio con uno de los alumnos más conflictivos, Iago. Las escenas en el gimnasio, los juegos de miradas entre los dos personajes… Todo está expuesto en clave morbosa, como de thriller erótico de los 90.
La trama juega esa baza desde la misma elección de sus dos actrices protagonistas: la nueva profesora, enfrentada a los secretos de su predecesora, es Raquel, una mujer apegada al terruño, encarnada con asombrosa convicción por una Inma Cuesta que parece gallega de toda la vida. Al otro lado, que Bárbara Lennie dé vida a la antigua maestra tampoco parece gratuito. Quizás sea que nos confunde el recuerdo de Magical Girl, como la noche confundía a Dinio. Lo cierto es que esta excelente actriz siempre aporta un elemento etéreo a sus personajes, algo indefinible que la aleja de tierra firme.
A Lennie la vemos sufrir como toda hija de vecina en los momentos de tensión familiar. En cambio, su carisma a la hora de dar lecciones de vida, más que de literatura, siguiendo la mejor tradición del profesor Keating de El club de los poetas muertos, tienen un componente de seducción sutil y sin embargo innegable, una complicidad con el alumnado algo idealizada. Aunque las tres han atravesado o atraviesan una crisis matrimonial, Kate Mara estaría más cerca de Raquel que de Viruca. En El desorden que dejas la posible aventura ilícita es puramente instrumental, un estadio más de una adictiva investigación detectivesca que esconde más de un giro rocambolesco de guion, mientras que en A teacher es el desencadenante principal de dos dramas íntimos que discurren en paralelo al salir de clase, condenados a no acabar de circular nunca por el mismo carril, y que son los que interesan de verdad a su creadora.

Aarón Piper y Bárbara Lennie en El desorden que dejas / Netflix.
Un poco antes de llegar al ecuador, cuando la relación consumada amenaza con enraizar más de lo aconsejable, no tanto desde un punto de vista legal como sentimental, el tono de A teacher cambia abruptamente. Justo después de una escapada campestre de fin de semana que roza las formas de un telefilm almibarado, el entorno irrumpe en dicho idilio como un elefante en una junta escolar. Ya sé que la expresión no es así… ¿pero acaso un paquidermo capaz de colarse en una cacharrería no puede infiltrarse en una reunión de una AMPA? Pues eso. Es entonces cuando la serie se aleja de las fantasías erótico-festivas para desgranar con toda su crudeza las consecuencias de un deseo expresado fuera de contexto, como si más allá no hubiera una sociedad a la que rendir cuentas. Todavía más en un país como los Estados Unidos, el paraíso de la doble moral, en que un desnudo corporal supone para algunos una amenaza mucho mayor que un revólver oculto en la despensa.
Resulta delicado pretender sentenciar sobre una clase de interacciones desaconsejables y muy cuestionables, en las que puede existir abuso de poder, chantaje y manipulación emocional, ingredientes por otra parte presentes en otras ecuaciones sentimentales de signo diverso. De todos modos, si hablamos de sexo consentido, el castigo judicial de una relación profesor-alumno en ciertos sistemas legales puede parecer, como mínimo, algo desproporcionado. Sobre todo, porque los últimos episodios de A teacher demuestran que el precio a pagar por esta elección de vida, en lo que respecta a desgaste psicológico y a vacío existencial, es el de un peaje mucho más elevado, una lección que no se acaba de asimilar jamás.