'A dos metros bajo tierra': Vida y muerte de la familia Fisher - Serielizados
Desenterrando la serie de Alan Ball

Vida y muerte de la familia Fisher

En la era de las cuatrocientas mil nuevas series por semana es imprescindible salvaguardar los clásicos. Y ‘A dos metros bajo tierra’ se merece eso por ser domicilio de todas las formas de la muerte y semilla de todas las facetas de la vida.

Decía Gabriel García Márquez que el corazón tiene más cuartos que un hotel de putas. Con permiso de su santidad, podría decirse que las relaciones familiares tienen más cuartos que una funeraria para empezar una aproximación a por qué A dos metros bajo tierra no es una serie cualquiera, aunque demasiado a menudo quede en un segundo plano tras los grandes tótems que ocupan, y con razón, el pódium de la ficción televisiva de las últimas décadas. Y eso que la gran serie de Alan Ball tiene al menos un elemento en común con muchas de ellas, y es ni más ni menos que su esencia: intentar adivinar qué hace a cada familia singular y, a la vez, universal. Jugar a buscar las diferencias entre los Soprano, los Kaufman y los Fisher no es tan fácil como parece: muy pronto salta a la vista que, en el fondo, todas son (casi casi casi) iguales. Aunque como escribió Tolstói, todas las familias infelices lo sean a su manera.

El escenario elegido en el caso de A dos metros bajo tierra es una funeraria, fascinante y tenebroso espacio cuyos efectos en la familia que lo habita y gestiona ya habíamos empezado a intuir a ritmo de The Temptations (en la película My Girl) diez años antes del estreno del piloto de la serie, episodio que por sí solo ya merece un lugar en la historia de la televisión. Sin embargo, en el caso de los Fisher la profesión familiar no es tanto fuente de conflicto como parte intrínseca del mismo hecho de ser uno de ellos: la muerte es, claro, un miembro, una parte de la vida y la funeraria, más que un negocio, es un hogar. Estas son dos de las seis acepciones que recoge la Real Academia Española del término ‘hogar’.

  • (3): “Familia, grupo de personas emparentadas que viven juntas”
  • (5): “Centro de ocio en el que se reúnen personas que tienen en común una actividad, situación personal o procedencia”.

De hecho, el lugar que habitan los Fisher encaja en todos los significados que admite la palabra, a excepción del sexto, “hoguera”, que bien podría haber sido así en caso de que la serie hubiese tenido 5 temporadas más o de que Shonda Rhimes hubiera estado en el equipo de guionistas. En cualquier caso, este hogar en concreto es, en realidad, el gran protagonista de la ficción. Allí sucede todo, siempre, para todos. Lugar de celebración y duelo a partes iguales, de encuentros y despedidas, de desayunos, comidas y cenas, de discusiones y silencios, de soledades y multitudes; domicilio de todas las formas de la muerte, semilla de todas las facetas de la vida. Fisher & Sons, funeral home.

La auténtica casa de la familia Fisher en Los Ángeles.

Cinco temporadas después, la mansión Fisher sigue guardando secretos. Por muchas mañanas que hayamos pasado en su cocina, por muchas confidencias compartidas en el porche o en cualquiera de las habitaciones, por muchos (y muy muy variados) funerales que hayan acogido sus salas, siguen siendo más los interrogantes que las respuestas acumuladas. Sucede de la misma manera con los rincones de la psicología humana por los que transcurre toda la serie: aunque a priori pueda parecer que sí, abrir puertas y cruzar umbrales no significa siempre llegar a conocer al otro, por semejante que sea y por cerca que lo tengamos. Suele ser al revés, cuanto más creemos saber descubrimos que más ignoramos. El capataz de la familia es el primer, mayor y mejor ejemplo de ello: solo después de su muerte pueden sus hijos empezar a preguntarse quién fue, en realidad. ¿Significa eso que lleguen jamás a conocerlo de verdad? No, claro que no. Como es imposible comprender por qué Nate es incapaz de ser feliz, en qué piensa Ruth cuando se levanta por las mañanas o qué lleva a Rico a ser emocionalmente infiel. Les hemos visto vivir, les veremos morir (hablaremos de ESE FINAL otro día, con más tiempo) pero nunca llegaremos a saber quiénes son. De hecho, ¿lo sabemos de los que en realidad nos rodean?

Si hubo un hilo del que la serie tiró con extraordinaria sensibilidad fue el de la relación madre e hija, contada a través de miradas y silencios

Aun así, no hace falta ir más allá ni hacer dobles lecturas ni intentar destilar según qué esencias para justificar qué llevó a A dos metros bajo tierra a convertirse en parte imprescindible de la ficción televisiva reciente. Solo un gran autor es capaz de insertar las dosis exactas de humor y surrealismo en el drama de la vida cotidiana, de la misma manera que sólo un muy buen equipo de guionistas puede inventar más de 60 muertes que, aunque a veces parezcan sacadas de Mil maneras de morir, consiguen enganchar, sorprender o, al menos, no defraudar. Sería imposible elegir una sola de ellas (¿qué tal la vieja que cree ver ángeles en muñecas hinchables que salen volando de un camión y muere atropellada?).

Tanto o más difícil sería elegir ya no un personaje (Ruth Fisher, sin ninguna duda), sino una sola de las relaciones que nos presenta la serie y que dan pie a poner sobre la mesa muchas de las preocupaciones que rondaban por la cabeza del ciudadano de principios de los 2000 (y casi han pasado ya veinte años, amigo). Keith y David, Nathan y Brenda, Ruth y Claire. Y entre todos ellos, todos los conflictos del mundo occidental, sumados a los que el repertorio de secundarios (la tía hippie, los líos-de-una-noche de David y los profesores de Claire) aportaba a la configuración ficcionada de la mentalidad americana de principios del siglo XXI. Puestos a elegir, si hubo un hilo del que la serie tiró con especial acierto, con una extraordinaria sensibilidad y con momentos de exquisita sencillez fue el de la relación madre e hija, contada a través de miradas y silencios, de prendas hechas a mano y caricias de lo más inoportunas, explicada en el tan evidente como imposible territorio de las distancias insalvables y la intimidad inevitable.

Cada relación, una estancia de la mansión Fisher; cada encuentro, un rincón por descubrir. Y al final, la revelación: después de todo seguimos sin saber casi nada sobre ellos, aunque sean parte ya de nuestra vida. Y lo más trágico, claro, es tener que despedirse de cada uno de los personajes a los que hemos intentado conocer (los Chenowith incluidos, qué remedio). Cuesta. Y el espectador está obligado a hacerlo, no solo porque la serie termine sino por cómo termina, evitando cualquier intento de darles un futuro en nuestra imaginación (un día hablamos de dónde está y qué hace Don Draper y qué ha sido en realidad de Liz Lemon). Aun así, ni con ese final (ESE FINAL, MENUDO FINAL, VAYA FINAL, será el título del próximo artículo) se puede evitar que, como sucede con las mejores ficciones, los Fisher nos vayan a acompañar siempre. Como el hogar, como la muerte, como la familia.

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