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“Una mujer, superados los treinta, tiene dos opciones: o bien darse de golpes contra la pared o bien empezar a practicar el sexo como los hombres, es decir, sin sentimientos”.
Samantha Jones dixit.
1998 fue un año que cambió nuestras vidas. Y no lo digo ni por Harry Potter, ni por el Mundial de Francia, ni por Dàmaris Gelabert, aunque también. Lo digo porque fue en 1998 cuando sucedieron dos eventos que sirvieron para introducir en nuestras conversaciones cotidianas uno de los elementos sobre los que se sustenta la sociedad contemporánea y que, hasta entonces, era poco más que un tabú: el sexo.
Hace 25 años que apareció en nuestras vidas el compuesto UK-92,480, también conocido como sildenafilo pero sobre todo identificable con su nombre comercial, Viagra. Fue también por esa época que pudimos entrar por primera vez en el apartamento situado en el número 245 E de la calle 73 de la ciudad de Nueva York, propiedad de Carrie Bradshaw, la protagonista de Sexo en Nueva York.
Las mujeres también sabían, podían y querían hablar de sus experiencias sexuales.
Más allá de la colección de chistes –demasiado fáciles– que se podrían hacer sobre lo que sea que pueden tener en común la pastillita azul y el personaje interpretado por Sarah Jessica Parker, no hay duda que esta extraordinaria coincidencia sirvió para cambiar no sólo la experiencia del sexo sino, sobre todo, su presencia como tema de conversación.
La puerta ya había sido abierta, unos meses antes, por parte de todo un presidente del gobierno de los Estados Unidos, gracias al escándalo que protagonizó con una becaria a la que por aquel entonces doblabla la edad. Con las “manchas de semen presidencial” ocupando portadas alrededor del mundo, no tuvimos más remedio que quitar una primera capa de hierro a la posibilidad de incluir el sexo en el debate público, como sucedió después con la supuesta píldora milagrosa que en España empezó a comercializarse el 1 de noviembre de 1998. Ese día era festivo por ser Día de Todos los Santos –aquí los chistes requieren ya de un poco más de elaboración, ¿eh?– y las crónicas de la jornada recogen que en las farmacias no hubo demasiada expectación. Nadie la tomaba pero todo el mundo hablaba de ella. Lo mismo iba a suceder con Sexo en Nueva York.
La mujer del fin del milenio
Estrenada en Estados Unidos a principios de junio de 1998, la adaptación que Darren Star hizo para HBO de las columnas escritas por Candace Bushnell fue toda una revelación. Al estrenarse en España se la definió como una “provocativa serie” en la que Sarah Jessica Parker se convertía en “la personificación de la mujer del fin del milenio: bella pero sin pasarse, con cerebro y sentido del humor, y llena de sarcasmo, pero enternecedora”.
Ni las películas ni la secuela en forma de serie han servido para reivindicar las primeras emisiones de ‘Sexo en Nueva York’.
Ya entonces, en las declaraciones que hacía la propia actriz solía destacar el cambio a nivel social que se había producido gracias a la ficción que protagonizaba, donde por primera vez se hablaba con libertad de temas sexuales desde el punto de vista de la mujer. No en vano Sexo en Nueva York llegó una década después del orgasmo que Meg Ryan fingía frente a un atónito Billy Crystal en la nunca suficientemente alabada Cuando Harry encontró a Sally, y diez años antes de la publicación de las 50 sombras de Grey firmadas por E. L. James.
El impacto de cada una de estos hechos es imposible de cuantificar y las opiniones sobre cómo ha afectado cada uno de ellos a la posición de la mujer en el siglo XXI son tan diversas como discutibles. De lo que no hay duda es de que han contribuido a una conversación que llevaba demasiado tiempo precedida por el absoluto silencio: las mujeres también sabían, podían y querían hablar de sus experiencias sexuales.
El sexo, como los hombres
Y sí, es cierto que la mujer que Carrie Bradshaw representaba distaba mucho de ser el espejo en el que las ciudadanas de medio mundo podían o debían verse reflejadas en aquel momento: era más bien una aspiración, quizás, una idealización, una voz privilegiada que en ocasiones podía convertirse en un modelo a seguir. También lo eran, a su manera, las tres mujeres que la acompañaron a lo largo de las 6 temporadas, con casi un centenar de episodios, que tuvo la serie.
Algunas de las cualidades que definían a Carrie eran llevadas al extremo en sus amigas: la ternura de Charlotte, el cerebro de Miranda y muy especialmente el sarcasmo de Samantha hacían que el conjunto pudiera contener la semilla de la pequeña gran revolución que con ellas se iba a producir. Las mujeres no sólo podían disfrutar del sexo sino que podían hablar abiertamente sobre ello, tanto cuando iba bien como cuando iba mal, y la televisión no sólo lo representaba sino que incluso lo llevaba un paso más allá: ese fue un cambio substancial en el que Sexo en Nueva York tuvo un papel crucial. Era en boca de Samantha Jones que en el primer episodio se decía ya que “una mujer, superados los treinta, tiene dos opciones: o bien darse de golpes contra la pared o bien empezar a practicar el sexo como los hombres, es decir, sin sentimientos”.
De la misma manera que la patente de viagra llegó a caducar y aparecieron, años después, todo tipo de versiones que nunca llegaron a replicar la receta del éxito de la original, ni las películas ni la secuela en forma de serie –cuya segunda e innecesaria temporada se estrena esta misma semana– han servido para reivindicar las primeras emisiones de Sexo en Nueva York.
Sí lo han hecho, por ejemplo, cada una de las apariciones de Sarah Jessica Parker en la alfombra roja de la gala del MET explotando al máximo una de las cualidades del personaje que la catapultó, su infinito y astuto acierto a la hora de formar parte del mundo de la moda, o Girls, la ficción con la que Lena Dunham revisaba, actualizaba y matizaba mucho de lo que Carrie Bradshaw ya había empezado a insinuar.
Quién sabe qué habría sido de nosotras sin Sexo en Nueva York, como tampoco hay manera de saber qué cambiaría en un mundo en el que la viagra nunca existió. Y, sin embargo, no cabe duda de que tanto lo uno como lo otro nos dieron, a nivel colectivo, mucho más de lo que se puede resumir o expresar en cualquier experiencia individual: nos dieron un tema de conversación. Y menudo temón.