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Para ser perfecto, al último proyecto del director Álex de la Iglesia y del guionista Jorge Guerricaechevarría solo le falta que suene una versión de ‘Sevilla tiene un color especial’ interpretada por los Mojinos Escozios. Sería un indicio para que, al menos, pudiésemos intuir que 1992 es un desastre premeditado, una broma de mal gusto plenamente autoconsciente en la que lo único que importa es ver a un asesino en serie sofriendo peña con un lanzallamas. 1992
El problema es que la cosa va en serio. 1992
El problema es que la sucesión de homicidios por combustión premeditada de empresarios y políticos vinculados a la organización de la Exposición Universal de Sevilla de 1992 se disfraza de análisis sociológico de primero de parvulario. 1992
La química entre los actores es nula porque están forjados con el molde del estereotipo, de manera que ni siquiera los presuntamente sorprendentes giros de guion funcionan.
El problema es que se retuerzan hechos históricos –el hundimiento de la réplica de la Nao Victoria y el incendio del pabellón de los Descubrimientos– para ofrecer una lectura supuestamente profunda de los tejemanejes que se escondían detrás de los fastos del 92 y del despegue internacional de España. Algo que, por otra parte, ya han abordado desde el rigor y la seriedad tipos como Alberto Rodríguez y Rafael Cobos en Grupo 7 (2012). 1992
El problema no es, tampoco, que el guion sea una sucesión de arbitrariedades sin sentido como ya sucedía en 30 monedas (Álex de la Iglesia, 2020-2023), su proyecto inmediatamente anterior, sino que la realización y el montaje difícilmente recibirían el aprobado si se presentasen como un trabajo de final de grado de cualquier escuela de cine.
En realidad, en ‘1992’ todo es un problema
Lo de menos es la nula química entre la improvisada pareja de investigadores que forman Amparo (Marian Álvarez) y Richi (Fernando Valdivieso). Ella, esposa de la primera víctima que aparece calcinada en su oficina con una figurita de Curro en la mano. Él, expolicía alcohólico metido a guardia de seguridad que termina convertido en un pseudo detective que se debate entre sus delirios alcohólicos y una fortuna solo superada por algún expresidente autonómico varias veces ganador de la lotería, a tenor de la potra que tiene Richi para encontrar pistas.
El guion carece de toda lógica interna […] al final será verdad que no hay más ciego que aquel que no quiere ver. O eso han debido pensar los guionistas.
La palma se la lleva la inenarrable secuencia del quinto capítulo en la que el segurata sale de la ducha y resbala con un botellín de cerveza vacío, uno de los cadáveres vitreos de su última recaída, para darse de bruces con (¡tachán!) el documento que le advertirá sobre la identidad de una de las piezas clave en la trama criminal. 1992
No funcionan los actores –y ya es raro que Marian Álvarez no luzca– porque la química entre ellos es nula y porque están forjados con el molde del estereotipo, de manera que ni siquiera los presuntamente sorprendentes giros de guion funcionan: al villano lo ves venir sin necesidad de subirte al Metropol Parasol.
El guion carece de toda lógica interna: un asesino con el cuerpo quemado y que viste un vistoso mono verde entra en hoteles de lujo o viaja en el AVE Madrid-Sevilla sin que nadie repare en él, por no hablar de su facilidad para superar los controles de seguridad llevando un lanzallamas a sus espaldas. Renfe, mal. Eso sí, un buen día el chaval entra el supermercado y despierta la atención de los clientes (capítulo 3). Al final será verdad que no hay más ciego que aquel que no quiere ver. O eso han debido pensar los guionistas.
Podemos hablar, también, de secuencias daltónicamente etalonadas, con cambios de iluminación y color entre el plano y el contraplano siguiente, pese a situarse en el mismo espacio. O de fallos de raccord impropios de un cineasta con más de 30 años de carrera a sus espaldas, como el que encontramos en la secuencia del capítulo tercero en la que Amparo y el empresario Fernando Victoria (Carlos Santos) se reúnen el bar y el vino que beben cambia de blanco a rosado como si estuviesen haciendo la cata horizontal de alguna bodega de la zona.
También podemos mencionar los caprichos atmosféricos que hacen que Madrid emule los ambientes lluviosos de la ficticia ciudad en la que se desarrollaba Seven (David Fincher, 1995) mientras observamos cómo en el segundo término del encuadre luce el sol (?).
Y por último tenemos la consabida retahíla de homenajes, uno ya no sabe si voluntarios o involuntarios. Bueno, en algunos casos sí, porque el propio director se ha encargado de citar al Vincent Price de Los crímenes del museo de cera (André de Toth, 1953). Solo diremos que la versión dirigida por Jaume Collet-Serra con Paris Hilton era una obra maestra al lado de 1992.
También está la mala imitación de la secuencia climática de Antidisturbios (Rodrigo Sorogoyen & Isabel Peña, 2020), con los policías fumando puros en el reservado de un restaurante. O el uniforme del villano sacado de Kick-Ass (Matthew Vaughn, 2010), porque ¿qué importa mezclar referencias al tuntún si aquí la cosa va de disfrutar? O el crimen que funciona como desencadenante del reguero de homicidios posterior, muy similar al del arranque de Very Bad Things (Peter Berg, 1998).
Podríamos seguir desmenuzando las incoherencias de la nueva apuesta española de Netflix –un señor que cae de chorrocientos metros de altura pero que aun puede hacer una última llamada– pero sería hacerles perder (aún más) el tiempo. Una serie increíble. Literal.