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Asuntos de familia
Robert Graves publica en 1934 la novela Yo, Claudio, una crónica del imperio romano relatada por el cuarto emperador de la dinastía Julio-Claudio. Es un personaje singular, tartamudo, cojo y medio sordo, señalado, con ensañamiento tenaz, como mentecato por sus contemporáneos. Gracias, precisamente, a la pesada etiqueta de negado, arrastrada toda la vida, pero, sobre todo, por su inteligencia y una lúcida cautela Claudio consigue sobrevivir, a lo largo de los años, a una infinidad de conspiraciones. El éxito sonado del libro, prolongado por el inglés solo un año más tarde con Claudio, el dios y su esposa Mesalina, explica el inmediato interés de los grandes estudios de cine de transformar sus páginas en las secuencias de un largometraje.
Jack Pulman ajusta con la traducción de Graves un ejercicio teórico en torno a la cuestión de la narración, conforme a la interpretación subjetiva de unos hechos alojados en un ayer lejano
Así, en 1937 Josef von Sternberg se ocupa, para el productor Alexander Korda, de la adaptación, al lado de un Charles Laughton vestido de protagonista. Sin embargo, la película no se termina. La relación del cineasta y el actor es, al parecer, tormentosa, y provoca constantes y sonados choques en el rodaje. Un accidente automovilístico en esos días de Merle Oberon, la intérprete de Mesalina, es, finalmente, el motivo oficial presentado a los medios por los agentes de la compañía para justificar la suspensión definitiva de la complicada y costosa producción.
Tienen que pasar casi cuatro décadas para que la imagen en movimiento se vuelva a interesar por las narraciones explicadas por Graves. Entonces, la BBC pone en marcha una traslación para la pequeña pantalla, proyectada y desarrollada literariamente por el guionista Jack Pulman (responsable antes de lecturas televisivas de Guerra y paz o Jane Eyre), realizada por Herbert Wise, y actuada por una troupe notable conducida por Derek Jacobi, en el papel principal, John Hurt, como un inolvidable Calígula, Siân Phillips, Brian Blessed y Patrick Stewart. Dividida originalmente en doce partes, la serie se filma en los estudios BBC Television Centre, y se presenta en Inglaterra en octubre de 1976. El éxito de audiencia conquistado es muy importante.
El viejo rey leño Yo Claudio
Yo, Claudio es un relato acerca del relato. De los mecanismos y las voces que lo componen. Pulman ajusta con la traducción de Graves un ejercicio teórico en torno a la cuestión de la narración, conforme a la interpretación subjetiva de unos hechos alojados en un ayer lejano. La primera imagen de la serie no puede ser más elocuente. El viejo Claudio trabaja en una descripción de las memorias de su familia, guarecido, como siempre, en sus aposentos tenebrosos, repletos de escritos, y todavía conjugando, quizá a su pesar, los roles de historiador y emperador. La labor de evocación responde a la voluntad de expresar la auténtica dimensión de unos hechos adulterados y censurados, por diferentes representantes, a lo largo de varias generaciones. Durante cuatro largos actos, presididos por Augusto, Tiberio, el loco Calígula y él mismo.
Construida en torno a la evocación subjetiva del viejo, ‘Yo, Claudio’ resulta un laberinto formidable levantado con piezas disímiles
¿La narración de Claudio, silenciada tanto tiempo, es verdaderamente la auténtica? ¿Existe, de veras, esa visión cierta, cuando, además, la entrega uno de sus protagonistas, por mucho que, en su vida, se haya mantenido, con prudencia, en los márgenes, alejado de las zonas de complot y muerte? Posiblemente no. Y la propia serie, en no pocas ocasiones, refuta la voz del anciano, por mucho que sobrevuele las imágenes y las comente. ¿Podemos confiar en que, en ningún caso, ajusta un recuerdo con el propósito de apuntalar una creencia, denunciar un comportamiento particular o general, o, sencillamente, que la memoria no le traiciona? No, es imposible, y, a la vez, muy emocionante. Incluso, en una ocasión, el recuerdo se desvanece una vez que, de madrugada, despierta. ¿Los planos son recuerdos o sueños? Es difícil de decir. Por eso, muchas de las secuencias parecen envueltas en una especial indeterminación.
Puede que la venganza de Claudio sobre sus familiares no sea otra que la manipulación a su conveniencia de unos hechos asociados, de un modo u otro, a la leyenda o a las profecías, para mostrarlos como auténticos monstruos o mediocres miserables. Construida en torno a la evocación subjetiva del viejo, Yo, Claudio resulta un laberinto formidable levantado con piezas disímiles. Algunas de ellas, además, como podemos ver en el capítulo final, El viejo rey leño, se recogen de la muerte. Por otro lado, la autenticidad o no de los hechos explicados, no entorpece el ajuste de una interpretación punzante y honda de las características sociales y políticas, privadas y públicas, de la Roma eterna.
El reinado del terror
Jack Pulman adecúa el escrito en base a sus inquietudes. El director Herbert Wise enuncia una labor narrativa no menos interesante y agitada. En especial, es admirable una observación de las diferentes figuras propuesta desde el primer plano. Sí, Wise mantiene la toma sobre el rostro de sus personajes en incontables oportunidades, tratando de desmenuzar muros invisibles y leer los misterios del alma.
La violencia jamás desaparece de la imagen. Está presente siempre. Incluso en los cuadros más reposados
Hay dos planos realmente soberbios, donde se graba muy bien esto. En uno, vemos morir a un Augusto grotesco. La imagen se sostiene mucho tiempo, inalterable, en la cara demasiado maquillada e histriónica del actor Brian Blessed. La exageración de la caracterización lejos de separarnos del drama por su afectada mentira la acentúa. La aparición de la mano de su esposa, la intrigante Livia (Siân Phillips), precisa un bello momento plástico y señala, asimismo, el fin de una época.
La muerte de la mujer, justo, ocupa el segundo plano de la cuestión. En su lecho de muerte agoniza. Calígula la visita y, casi fundiendo en imagen los rostros, en penumbra, revela sus crueles intenciones. La entrada del emperador loco en la serie la rompe por completo. El extraño temblor que acompaña muchos de los desplazamientos de la cámara y los individuos se transforma en una sacudida de pesadilla. Hurt, con su creación alucinada, una emocionante rivalidad a la más parca de Jacobi, conduce la imagen hacia el delirio. Hacia lo insospechado.
Como vemos en los títulos destinados a describir su reinado, con secuencias sobrecogedoras. Por ejemplo, la travestida danza para Claudio o el asesinato ritual de la hermana-amante, Drusila (Beth Morris), a la que arranca un feto de las entrañas. El personaje de Calígula sale por primera vez en el capítulo cinco, bajo los rasgos de un niño. Un poco de justicia acaba con un incendio provocado por él. Las llamas auguran su reinado del terror. La Roma recreada tiembla en unas tomas alarmantes, en las que se explica la violencia truculenta con una original asociación de dibujos explícitos con otros invisibles. Como sea, la violencia jamás desaparece de la imagen. Está presente siempre. Incluso en los cuadros más reposados. El tablero de poder y locura montado por Pulman y Wise no deja de gritar y sangrar.