'Watchmen': De máscaras, nazis y dioses atómicos
'Watchmen'

De máscaras, nazis y dioses atómicos

El 'Watchmen' de HBO muerde y no suelta, en una parábola distópica pensada para volarte la cabeza.

La secuela de 'Watchmen' se estrenó en HBO el 21 de octubre / Crédito: HBO España

La primera escena de Watchmen es -quizás- la más importante de todas: un niño está en un cine mirando las aventuras de un sheriff negro enmascarado. De repente, el padre, un soldado armado, irrumpe en la sala y los saca a él y a su madre del cine. En la calle, docenas de blancos están linchando a una comunidad entera, por aire y por tierra, con bombas, fusiles y cuerdas. En la pantalla aparecen un cartel: Tulsa, 1921.

La revuelta de Tulsa en 1921, es considerada por muchos expertos estadounidenses como la más grave de la historia de Estados Unidos. Nadie sabe con exactitud cuántas personas fueron asesinadas, pero lo que sí consta en los archivos es que un radio de tres kilómetros cuadrados fue arrasado por una multitud de racistas rabiosos: treinta-y-cinco calles destruidas a sangre y fuego. El barrio de afroamericanos más próspero de América quedó en tres días reducido a la nada. Ni siquiera medió ninguna supuesta provocación, simplemente el hecho de que unos negros vivieran mejor que unos cuantos blancos. Eso y la tendencia del ser humano a dejarse arrastrar por sus peores instintos, algo así como aquella teoría sobre la masa y su irremediable atracción por el abismo de la que hablaba Bill Bufford en Entre los vándalos.

Damon Lindeloff ha dicho en todos los medios, o al menos aquellos que le han preguntado, que su gran inspiración para esta secuela (brutal, fascinante, indefinible) de Watchmen es aquel ensayo de Ta-Nehisi Coates A case for reparations. No debería extrañarle a nadie. Si con Entre el mundo y yo, Coates retrataba a su pueblo como un cuerpo que no dejaba de recibir golpes (algo similar, quizás con mayor vocación poética, a lo que hacía Harry Mulisch con Israel, en El caso 40/61), en este dictaba una crónica de una intensidad desoladora que recorría la historia de la esclavitud y pedía un gesto, una mirada distinta al sufrimiento de su pueblo. Probablemente, solo un ensayista como Elliot Weinberger (en Las cataratas) había logrado en tan poco espacio, explicar tan bien la esencia del racismo. La absurda y delirante historia del racismo.

Si rebobinamos hasta el año 86, cuando apareció Watchmen, y durante un minuto recordamos de qué hablaba la obra de Alan Moore, Dave Gibbons y el (nunca suficientemente apreciado colorista) John Higgins, podremos observar sin esfuerzo un mapa de la paranoia, la soledad y todas esas otras cosas, cosas distintas, cosas buenas que se habían convertido en versiones alteradas de sí mismas, en un mundo en el que la autodestrucción era una medicina habitual, quizás la única realmente adecuada. Un universo de superhéroes decadentes, viejas glorias de trajes raídos, que tratan de evitar la muerte de todo, de todos, ante la atenta mirada de un Dios atómico, que un buen día deja de mirarles. Un retrato de una civilización condenada desde el mismo minuto de su creación, como si el mono de la quijada de 2001, Una odisea del espacio, aún anduviera por ahí, partiendo cráneos.

El fallecido Rorschach es inspiración de un grupo de supremacistas blancos: la Séptima Caballería / Crédito: HBO

El gran mérito de Lindeloff, quizás el mayor ejemplo de su talento, es haber divisado esa línea invisible que unía el trabajo de Moore, Gibbons y Higgins con el de Tanehi-se Coates y la supernova a punto de estallar que parecer ser la civilización moderna, y haber tirado de ella, para encontrar un hueco, una constante que todos nos habíamos perdido, en el que cabe un universo entero: el de sus Watchmen. Cuando todos/as esperábamos un escenario conocido, una partida que ya habíamos visto jugar antes, Lindeloff es capaz de dar un puñetazo en la mesa para dejarla libre de cualquier utensilio. Su atrevimiento es solo comparable a su insolencia, y no puedo imaginarme ningún mundo en que Alan Moore no celebre (en silencio, y cuando nadie mire) una locura como esta serie, pura rabia embotellada arrojada contra el espectador, pegadiza como el napalm e igual de abrasiva.

‘Watchmen’, como todas las distopias veraces, acaba siendo indistinguible de la realidad cotidiana

Watchmen (en HBO España) anuncia un mundo en el que –casi- vivimos, que como todas las distopias veraces acaba siendo indistinguible de la realidad cotidiana. Un lugar en el que los policías negros llevan máscara porque los herederos del fallecido Rorschach (incels racistas, algo que parece absolutamente coherente pero que ya ha empezado a cabrear a algunos fans, escribiendo llamaradas desde el sótano de sus casas, justo antes de que su madre les anuncie que la cena está lista) han transmutado a guerrilla supremacista cuyo principal objetivo es matar policías. Los detectives, también van enmascarados, pero pueden escoger su indumentaria. En esos pequeños detalles coloca Lindeloff el pegamento que une Watchmen con su Watchmen. Como la lluvia de cefalópodos, o la historia de Jeremy Irons en su castillo (si es quién creemos que es), o el búho del cuerpo de policía o la máscara del personaje de Tim Blake Nelson, que refleja a aquellos que le miran, como si se tratara de una reencarnación del Rorschach menos tenebroso, reconvertido aquí en un justiciero algo más ortodoxo.

Por no empezar a generar spoilers, digamos que la madeja empieza a fluir a partir del tercer capítulo, ese en el que dicen que el mismísimo Ed Brubaker dijo a Lindeloff: «tienes carta blanca para poder adaptar cualquier cosa que yo haya firmado» (mientras lo veían juntos en un pase privado), cuando uno puede –por fin- empezar con la ardua misión de establecer los parámetros que ensamblan 1986 con 2019.

¿Es Jeremy Irons quien creemos que es? / Crédito: HBO España

La esencia de la serie, sus tripas, son un clon de los que en su día generaron el comic que acabó convertido en el más influyente de la historia: un retrato de una generación maldita de perspectiva fugaz. Han cambiado los mentirosos, pero las mentiras siguen siendo las mismas, la tierra sigue siendo ese páramo a punto de extinguirse en medio de una tormenta de selfies, y los vigilantes siguen sin tener quién les vigile. Habrá el que pierda la chaveta tratando de encontrar los paralelismos, las conexiones, los know-how del tebeo, empotrados de algún modo en la serie. Seguramente, de eso se trata. Pero los peligros de la hipercrítica acechan en todos lados, y esta es una de esas ocasiones en las que parece probable perderse en los vértices de la metáfora o acabar despeñado en alguno de esos hallazgos que seguramente solo existen en la cabeza del que se ha empeñado en cavar hasta que le duelan los ojos: pensar demasiado en qué se esconde en Watchmen podría llevar al observador a acabar pensando que no hay nada.

Empezar una carrera de fondo disfrazado de gigantesca alegoría antirracista y con un aparato formal tan sofisticado, tiene un coste

Eso sí, el disgusto acecha –con máscara y capa, naturalmente- a aquellos que esperen ver una adaptación académica de un show de superhéroes, porque nada más lejos de la realidad. Darse de bruces con Watchmen y su montaña de hipérboles puede causar un cabreo monumental (y a todas luces comprensible), especialmente porque se llama «Watchmen». Si se llamara de otro modo, no viniera de donde viene, y llegara sin un ápice de expectativas, pocos le pondrían pegas. Pero empezar una carrera de fondo disfrazado de gigantesca alegoría antirracista y con un aparato formal tan sofisticado, tiene que costarte algo. Mucho, en realidad. Y a los fans del comic no les van a gustar los rodeos, ni los atajos, ni que les vendan conceptos que parecen salidos de una dimensión paralela.

Luego está la música de Trent Reznor y Atticus Ross, y la fotografía de Seager, y el diseño de producción de Milsted. No hay nada dejado al azar y sin embargo, la serie tendrá enemigos acérrimos, como le pasa a cualquier obra que trasciende su propio envoltorio. Pero lo cierto es que Watchmen ya es una de las grandes obras de 2019: una bomba audiovisual de potencia inesperada, arrojada por un tipo que (para un servidor) siempre había resultado portador de una especie de melancolía tamizada por la intelectualidad, finalmente inofensiva. En Watchmen, apunta por primera vez a algo más: más extenso, más ambicioso, más cruel.

Veremos dónde llega. O si le dejan.

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