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En los albores del cambio de siglo el péplum estaba tan muerto como Steve Reeves. A nadie parecían interesarle ya las películas basadas en la antigüedad clásica. Cleopatra, Moisés, Ulises, Helena de Troya o Espartaco eran cosa del pasado, ruinas cinematográficas enterradas bajo la arena del tiempo… hasta que llegó Ridley Scott. Con su indisimulada labor arqueológica, el director británico desempolvó los argumentos de La caída del imperio romano (Anthony Mann, 1964) y Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) para devolverle la gloria a un género cuyo esplendor se había agotado a mediados de los sesenta.
El éxito de ‘Gladiator’ desató la fiebre por las películas de sandalia y espada
Gladiator (Ridley Scott, 2000), que curiosamente se estrenó el mismo día de la muerte de Reeves, era una película como las de antes. Maniquea en el bosquejo de sus personajes, épica como una olimpiada sin fin y bien trufada de homenajes al subgénero; por ejemplo a Quo vadis? (Mervin LeRoy, 1951) sobre la que luego convendrá regresar. Scott supo, no obstante, barnizar de modernidad una historia trillada mediante el montaje sincopado, los numerosos ralentíes y unos apabullantes efectos digitales que le valieron el Oscar a John Nelson, Neil Corbould, Tim Burke y Rob Harvey. No fue el único, cayeron otros cuatro más, entre ellos el de mejor película.
Su éxito desató la fiebre por las películas de sandalia y espada. Apenas cuatro años después se estrenaban La pasión (Mel Gibson, 2004), Troya (Wolfgang Petersen, 2004) y Alejandro Magno (Oliver Stone, 2004). Luego llegaron los 300 de Zack Snyder y después los titanes, los inmortales, la enésima versión del colapso de Pompeya cortesía de Paul W.S. Anderson e incluso un remake de Ben-Hur (Timur Bekmambetov, 2016). Hasta Ridley Scott volvió a probar suerte con la elefantiásica Exodus: Dioses y reyes (2014).
Como ven, ideas originales, pocas. En televisión el volumen de producción fue menor, pero no ajeno al éxito de Gladiator. De entre un puñado de teleseries olvidables destacaron Roma (John Millius, William J. MacDonald y Bruno Heller, 2005-2007) y Spartacus: sangre y arena (Steven S. DeKnight, 2010) y sus secuelas. No es casual que un rey del pastiche como Roland Emmerich (Independence Day, El día de mañana) presente ahora, con el estreno de Gladiator 2 a la vuelta de la esquina, una propuesta como Those About To Die, una adaptación del libro de Daniel P. Mannix firmada por Robert Rodat (Salvar al soldado Ryan, El patriota) de la que el productor y realizador alemán dirige cinco de sus diez episodios.
Como sucedía en el guion de David Franzoni, John Logan y William Nicholson para la película de Scott, aquí Robert Rodat fusiona argumentos extraídos de viejos clásicos perfectamente reconocibles para cualquier espectador versado en el subgénero. En este péplum aparatoso y coral, la historia sobre la herencia del imperio romano que se disputan Tito (Tom Hughes) y Domiciano (Jojo Macari), hijos del moribundo emperador Vespasiano (Anthony Hopkins), recuerda a la que protagonizaban Marco Aurelio (Richard Harris), Cómodo (Joaquin Phoenix) y Máximo (Russell Crowe) en Gladiator.
La serie se toma todas las licencias dramáticas habidas y por haber, así que no se espanten demasiado
El nuevo regreso a la sinopsis de La caída del imperio romano se entreteje entre numerosas capas narrativas que, a su vez, remiten a viejos clásicos. El submundo de las carreras de cuadrigas y las apuestas representado por Tenax (Iwan Rehon) se inspira en la vertiente del espectáculo deportivo que aparecía en los primeros compases de Ben-Hur (William Wyler, 1959), mientras que la trama dedicada a los gladiadores, personificada en el esclavo nubio Kwame (Moe Hashim), vuelve a mirarse en Espartaco. La reconstrucción del periodo histórico aspira a emular a la Roma de HBO y el desafuero sexual que se muestra tiene un claro antecedente en la saga Spartacus sin llegar nunca a alcanzar su descaro.
El entramado argumental todavía se enreda más, el Circo Máximo como epicentro de la mayor parte de la acción, con la aparición de tres vendedores de caballos llegados de Hispania y liderados por Eneko Sagardoy (Handia, Patria) o con las bifurcaciones de la odisea de los esclavos nubios, con Cala (Sara Martins) convertida en mano derecha de Tenax gracias a una soltura con los idiomas digna de la fundadora de la escuela oficial de idiomas más antigua del mundo. La serie se toma todas las licencias dramáticas habidas y por haber, así que no se espanten demasiado.
El patchwork tiene tantos pedazos que es imposible que el resultado final amase un mínimo de consistencia. Para encolar tanta peripecia, los guiones de Robert Rodat abusan de la casualidad. Las maniobras para hacerse con el poder, pues de eso y no de otra cosa va Those About To Die, se orquestan en la oscuridad, pero siempre aparece una oreja atenta detrás de una cortina oportunamente descorrida o de una finísima pared para escuchar aquello que conviene para que la historia siga su curso.
Las tropelías cometidas en la mesa de montaje arruinan cualquier posibilidad de disfrute
Vayamos al tercer episodio. Jula (Alice Ann Edogamhe), la hija menor de Cala, ha entrado a servir como esclava en la casa de Marso (Rupert Penry-Jones). Uno de sus primeros cometidos pasará por satisfacer sexualmente a su amo. Mientras espera, temerosa, en la alcoba, en la estancia contigua Marso y su esposa Antonia (Gabriella Pession) mantienen una reveladora conversación. Jula abrirá la puerta, se empapará de las comprometedoras declaraciones de Antonia y podrá irle con el cuento a su madre, que trabaja para Tenax. En Those About To Die los personajes siempre están donde la trama les necesita para poder seguir avanzando.
El estilo visual que Roland Emmerich le imprime a la serie en sus tres primeros episodios – también está a cargo de los dos últimos- tiene tanta personalidad como un muestrario de Ale-Hop. No es ya que todas y cada una de sus imágenes desprendan el aroma de lo gastado, es que las tropelías cometidas en la mesa de montaje arruinan cualquier posibilidad de disfrute. Las carreras de cuadrigas mezclan sin ton ni son planos generales con insertos buscando el impacto constante y creando una rítmica que solo genera una insufrible confusión.
Lo desastroso de la planificación todavía se hace más notorio en secuencias de apariencia sencilla. Pensemos en el encuentro entre Domiciano y su esclavo/amante Hermes (Alessandro Bedetti) en el tercer episodio. Los dos conversan en el interior de una suntuosa y enorme bañera. La secuencia arranca con un travelling frontal de acercamiento para, acto seguido y por corte directo, saltarse el eje y tomar a los amantes de espaldas.
Para rematar el despropósito apunten una colección de efectos digitales que parecen elaborados por una aplicación bajada de una web de descargas gratuita
Hablan de la ambición de Domiciano y de sus aspiraciones y no hay ningún elemento dramático que motive ese corte ni el siguiente, que nos devuelve al emplazamiento inicial, pero en una escala mucho más corta. De ahí, saltaremos a otro plano general (?) y luego un corte nos llevará abruptamente a un primer plano (??). La charla sigue con Domiciano relatando su dura infancia, con los amantes ya alejados, rodada en planos y contraplanos, una fórmula simple que uno termina por agradecer después del sinsentido previo.
Para rematar el despropósito apunten una colección de efectos digitales que parecen elaborados por una aplicación bajada de una web de descargas gratuita que hace que los numerosos planos con aspiraciones murales que decoran la serie luzcan como falsificaciones baratas. Que los VFX de Gladiator, 24 años más mayores que estos, sigan siendo infinitamente superiores a los de la nueva producción para Peacock distribuida aquí por Prime Video deviene un grave contratiempo a todos los niveles, empezando por las diferencias en la recreación de escenarios históricos.
Cerremos regresando a Quo vadis? Una de las escenas más recordadas del filme de Mervin LeRoy incluía a unos leones hambrientos a los que Nerón (Peter Ustinov) agasajaba con un menú a base de cristianos rebeldes; la otra nos mostraba una pelea entre Ursus (Buddy Baer) y un toro (!). En Gladiator, los leones fueron sustituidos por tigres, pero la idea seguía siendo similar, solo que, si en la película de 1951 los félidos eran reales, en la de Scott se incluyó animación digital. Recuperen esa famosa secuencia y compárenla con la del león blanco y digital devorador de judíos del episodio cuarto de Those About To Die y después se darán cuenta de que lo último de Roland Emmerich es un péplum cómico.