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Una de las buenas noticias seriéfilas de la temporada estival ha sido la recuperación por parte de Filmin de tres producciones británicas históricas, referentes cada una en su ámbito. Series que se deben conocer sí o sí porque aportan una perspectiva necesaria en estos tiempos en que la cultura audiovisual parece construirse a partir de la serie estrenada ayer. Las tres comparten una misma idea de la condensación narrativa, tan típicamente inglesa como el fish and chips, los autobuses de dos pisos y la casaca de un Beefeater. Pese a sus temporadas cortas y a un número relativamente reducido de capítulos, a Hotel Fawlty, The Office y The Thick Of It les bastó y les sobró para dejar huella.
Que se lo pregunten si no a Armond (Murray Bartlett), el gerente del resort turístico más transitado este verano, The White Lotus, primo bastardo de Basil Fawlty. O a Michael Scott (Steve Carell), el homólogo americano de ese jefecillo de tres al cuarto llamado David Brent (Ricky Gervais), ambos empeñados en mantener la apariencia que dirigir una oficina dedicada a la industria papelera supone estar en la cima del mundo. Y por supuesto a Armando Ianucci, quien, tras pegarle un repaso implacable y descreído a la política británica, puso el foco en las miserias administrativas del otro lado del Atlántico, que no son pocas, y nos hizo conocer a la vicepresidenta Selina Meyer, personaje central de la maravillosa Veep.
En ‘The Thick Of It’ la cámara se mueve nerviosa entre pasillos y despachos donde se tergiversa la verdad para vender un mensaje.
Si tu padre es un pizzero napolitano y tu madre una escocesa nacida en Glasgow, por fuerza debes quedar protegido de patriotismos rancios que te obliguen a defender con orgullo todo aquello que decidan tus gobernantes, bajo la creencia feudal que su mano está siendo guiada por los designios de una voluntad superior. No se trata de ser un negacionista conspiranoico, otra de las especies humanas tanto o más cargante que la de los líderes incompetentes. Para cuestionar la autoridad basta con ser un observador lúcido.
Ianucci ha demostrado saber que en todas partes cuecen habas y cocinan encuestas, y que demasiado a menudo la política es el refugio de la mediocridad, la incompetencia y la hipocresía. O en el peor de los casos, de la mezquindad. No tan sólo de las cabezas de cartel, sino también de manera muy especial de aquellos que revolotean a su alrededor: asesores especiales, estrategas ladinos que se hacen llamar spin doctors porque machiavelic doctors no tenía el mismo tirón, funcionarios que sobreviven a cualquier cambio de régimen… De todo hay en la viña del señor ministro (o de la señora ministra). Por supuesto que existen profesionales dedicados a servir al prójimo, pero ya se sabe que los rectos de espíritu no suelen tener tanto interés dramático.
En las maniobras más arteras es donde hay que buscar El Meollo, posible traducción del título original de la serie. Todo vale para mantener el poder, o para recuperarlo. Quizás para demostrar que el cretinismo y la mala fe son las dos caras de una misma moneda de curso amoral en la gestión de la cosa pública, The Thick of It fue ampliando el radio de acción a lo largo de sus cuatro temporadas, estrenadas entre 2005 y 2012. En un primer momento conocimos las entrañas del Ministerio de Asuntos Sociales (y Ciudadanía); más adelante Ianucci nos hizo visitar la trinchera contraria, la de la oposición conservadora. Hasta su aparición, con motivo de un especial de Año Nuevo en 2007, no teníamos ninguna pista del signo ideológico del gobierno.
Daba lo mismo. Si no querías caldo, dos tazas. El bipartidismo imperante en algunas de las democracias más supuestamente consolidadas no parece ofrecer garantías suficientes de que la clase política cumpla estrictamente su función, que sería la de resolver problemas y no generarlos (tampoco es que el creciente multipartidismo haya supuesto una revolución en otras democracias más tiernas, por decirlo finamente). A uno y otro lado de la Cámara de los Comunes andan igualmente enfrascados en sus luchas intestinas por el poder. Que digo yo que lo de intestinas lo dirán por la materia fecal que se suelen arrojar en este tipo de cuitas… o por la reacción fisiológica que producen en buena parte del electorado.
Cualquiera que haya tenido un superior de maneras dictatoriales sabe que esto de la glamourización de la tiranía es puro postureo mediático.
No han cambiado mucho las cosas desde los tiempos de otra serie mítica, referente evidente de esta, que fue Sí, ministro, con la que The thick of it comparte esa estética tan british de luz artificial y despachos enmoquetados, que hace que muchas de estas producciones, también The Office, parezcan directamente extraídas de un curso audiovisual de inglés del siglo pasado tipo Follow Me, uno de esos que probablemente sólo recuerdan los boomers.
Esos sociólogos improvisados del nihilismo que fueron los punks ya nos lo advirtieron a finales de los 70: “No future”. El mensaje en este siglo XXI hipertecnificado y consagrado al cultivo del ego no es menos punk: “No alternative”. El plan B son los padres. En la mayoría de los casos tan sólo cabe elegir entre líderes populistas, demagógicos y vociferantes, peligrosos cuñados venidos a más que parecen salidos de una despedida de soltero regada en sangría, y gestores tan corteses como asépticos, con pinta de dependientes del Corte Inglés. Y lo peor es que, por desidia o cálculo electoral, los segundos toleran a los primeros. O los legitiman.
En The Thick Of It la cámara se mueve nerviosa entre pasillos y despachos donde se tergiversa la verdad para vender un mensaje, y si es preciso se vuelve a retorcer hasta volver al punto inicial, con la ayuda del lenguaje más confusionista posible. La materia prima de los políticos parece ser la contradicción constante, las filtraciones a la prensa, los deslices interesados o involuntarios que afectan a millones de personas… La lucha eterna entre el ying y el yang es ahora una pelea de gallos entre el digo y el Diego.
Ninguna promesa tiene validez. El espectador tiene la sensación de estar escondido en el armario de la limpieza, espiando a través de un zoom inquieto a estos artesanos de la manipulación, y al final ya no tiene claro si lo que está viendo, por ridículo y risible que sea, es una sit-com o un docudrama. Lo mismo ocurre con la genial Vota Juan y sus disfrutables secuelas.
Lo cierto es que la serie tomó prestados muchos elementos de la realidad para construir sus tramas. Los especiales del año 2007 exponían una crisis muy similar a la que llevó al relevo del sonriente y engañoso Tony Blair por ese tipo de presencia algo más gris que era Gordon Brown. De hecho, el personaje más celebrado de The Thick Of It el implacable asesor del primer ministro llamado Malcolm Tucker, estaba inspirado en el portavoz y jefe de comunicaciones de Tony Blair, Alastair Campbell, azote de periodistas, de miembros del propio gobierno y de cualquiera que se interpusiera en su camino.
Alrededor de Tucker fue creciendo una galería de personajes ambiciosos y oportunistas que tarde o temprano acababan revelando su falta de principios, de escrúpulos o de sentido del ridículo.
Tucker y Campbell compartían el acento escocés y una mala uva de proporciones cósmicas. Por mucho que después haya dado vida al Doctor Who, el actor Peter Capaldi encarnó a Tucker con tanta furia y convicción, con esa característica mirada de perro rabioso inyectada en sangre, con la vena del cuello a punto de entrar en erupción, que nos cuesta creer que todavía hoy, en su vida real, no se pase el día insultando a todo quisqui. Tucker fue también personaje central en el spin off del universo Ianucci traspasado al cine en 2009, In the loop, que ampliaba el tablero de juego de su galimatías político a miembros del ejército y el gobierno de los Estados Unidos, entre ellos un militar interpretado por el añorado James Gandolfini.
Mucho se ha escrito sobre el peso de Malcolm Tucker, el alma turbia de la serie, el Miguel Ángel de la blasfemia, “Yago con una Blackberry”, según lo definen en uno de los últimos episodios. Por Internet corren infinidad de listas de sus perlas verbales más ingeniosas (algunas se basan en referentes británicos tan locales que necesitarían notas a pies de página para ser disfrutados del todo por parte de la audiencia foránea, y que en el doblaje y el subtitulado se ven sustituidos por otros).
Es difícil quedarse sólo con algunos de los ataques de ira de Tucker, el hombre al que conocimos comentando de alguien que era tan inútil como un consolador de mazapán, prácticamente la primera frase que le oímos decir.
Lo que es destacable es que, a diferencia de tantos antihéroes que basan su atractivo en la rudeza y la grosería, del estilo del doctor House o del profesor de batería de la película Whiplash, Malcolm Tucker no está diseñado para ser admirado. Podemos reírnos con sus salidas de tono y su habilidad, digna de un prestidigitador, a la hora de maldecir a diestro y siniestro, pero en el fondo nunca perdemos de vista la mezquindad del Mago Fuck.
Nos lo pensaríamos dos veces antes de ir a tomar un café con él, incluso en algunos momentos en que vemos peligrar su influencia. Tucker es insoportable cuando va ganando… y todavía más cuando tiene una mala racha. Cualquiera que haya tenido un superior de maneras dictatoriales sabe que esto de la glamourización de la tiranía es puro postureo mediático. Un jefe cabrón no consigue que sus subordinados rindan más. Es un cabrón y punto.
Alrededor de Tucker fue creciendo una galería de personajes ambiciosos y oportunistas que tarde o temprano acababan revelando su falta de principios, de escrúpulos o de sentido del ridículo. Incluso de algún tornillo. El núcleo inicial de la serie giraba en torno al séquito del ministro de Asuntos Sociales Hugh Abbot (sustituido más adelante por la torpe ministra Nicola Murray, debido a que el actor en cuestión, Chris Langham, fue juzgado y condenado por posesión de pornografía infantil, demostrando que por desgracia la perversidad no es exclusiva de ningún gremio).
La columna vertebral de esta camarilla la formaban el asesor veterano Glenn Cullen (James Smith), la funcionaria responsable de relaciones públicas que no se casa con nadie, Terri Coverley (Joanna Scanlan), y el cachorro más joven del grupo, todavía más hambriento de poder, Oliver Reeder (interpretado por Chris Addison, que después estuvo detrás de las cámaras en Veep y recientemente ha sido uno de los creadores de la muy recomendable Breeders).
Lástima no haber podido ser testigos de las maniobras torticeras de Malcolm Tucker y sus aprendices de brujo en tiempos de ese aquelarre populista que fue el Brexit.
Pese a la merecida popularidad de Tucker, cada uno de ellos, así como sus némesis al otro lado de los despachos de Westminster, tuvieron la oportunidad de dejar para el recuerdo un buen puñado de frases punzantes, carne de cita en Imdb. Mérito indudable del ritmo endiablado impuesto por Ianucci y sus guionistas, pero también del reparto en bloque, “The Cast”, que aparecía citado en los títulos de crédito finales de cada capítulo como un guionista más gracias a las aportaciones más o menos improvisadas de cada uno de los intérpretes durante el rodaje.
Entre los escritores, por cierto, estaba Jesse Armstrong, el creador de la apasionante Succession, que viene a trasladar la misma visión cínica y libre de tapujos al mundo empresarial. Al fin y al cabo, la política y los negocios son vasos comunicantes unidos mediante unas cañerías atascadas de podredumbre. Conviene recordarlo cada vez que el vocero de turno lamenta el bajo nivel salarial de los políticos profesionales, algunos de los cuales no pisan la calle ni por casualidad, y asegura que en la empresa privada se ganarían mejor la vida. No deja de ser curioso que este debate no se plantee con la misma vehemencia en otros sectores, y que la preocupación por el nivel salarial no vaya siempre acompañada del escrutinio del nivel moral.
Los guiones de The Thick Of It recrearon parte del pasado político de la Gran Bretaña y anticiparon maniobras posteriores. Si no fuera por su obsesión con las Blackberry, casi los podríamos considerar proféticos. Lástima no haber podido ser testigos de las maniobras torticeras de Malcolm Tucker y sus aprendices de brujo en tiempos de ese aquelarre populista que fue el Brexit. Aunque eso no quiere decir que la serie de Ianucci y compañía no dejara marca. En 2007 la ABC encargó el episodio piloto de un remake americano, un proyecto que no prosperó. Más afortunada fue la decisión de la HBO, en 2012, de apostar por una nueva creación de Ianucci en la misma línea, Veep, igual de imprescindible que su predecesora.
Esta llegaba aún más arriba, aunque de nuevo se nos escamoteaba el acceso al despacho más importante. No es necesario conocer a los primeros ministros o a los presidentes para entender que, en Westminster o en la Casa Blanca, la estructura laberíntica del poder esconde ratas dispuestas a abandonar el barco en cualquier recoveco. Los Sex Pistols cantaban a voz en grito aquello de God save the Queen (ahora que lo pienso, no sería difícil imaginar al joven Malcolm Tucker haciéndole un cover a Johnny Rotten al borde de un ataque de nervios). A estas alturas, ni siquiera los Pistols podrían asegurarnos si Dios va a seguir salvando a la Reina o no. Tan sólo confiamos que salve a la sátira.