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El mal común que nos acecha es la bulimia televisiva. Y el binge watching no ayuda demasiado. Y lo que es peor, es un mal que se agrava con un creciente binarismo vírico; parece que las series ahora son o muy buenas o muy malas. “Es que si no, no sabes qué ver”, me dicen algunos, ante el crecimiento exponencial de oferta televisiva. En nuestros tiempos apresurados parece que no hay lugar para grises y en esta pérdida de matices no dejamos reposar las series.
The OA quizás es una serie arriesgada que acusa especialmente estos tiempos frenéticos: exige tiempo y una actitud no inmediatamente crítica. Si te la explican es posible que te dé la risa (aunque también ocurrió con la premisa de Penny Dreadful y luego resultó ser en conjunto una preciosa aproximación a la complejidad de los pliegues del alma humana). Quizá por ello Netflix fue tan cautelosa a la hora de estrenarla –a finales del año pasado- a sabiendas de que era un producto delicado del que no se podía contar demasiado, frágil pero granítico como su personaje central.
«¿Son imaginaciones de una pobre chica desquiciada por su cautiverio o quizás estamos asistiendo a un relato de lo trascendente?»
The OA es un drama parapsicológico. Eso de entrada no es fácil. Y sin embargo se enmarca en una de las tendencias más explotadas de la televisión contemporánea, la del preguntarse… ¿y después qué? El capítulo “San Junípero” de la última de Black Mirror lo hace bien desde su aproximación tecnológica: esa posibilidad increíble ahora existe y solo queda tomar la decisión. Sin embargo The OA no da nada por hecho, ni nada a cambio, solo le importa el camino de la narración. Se toma el misterio como catalizador de la imaginación. El espectador es el que debe responder en este caso: ¿son imaginaciones de una pobre chica desquiciada por su cautiverio o quizás estamos asistiendo a un relato de lo trascendente? Pero ay, el relato desconcertante del mysterium tremendum carente de base empírica no es popular en el audiovisual construido desde la perspectiva de lo mágico (que se lo digan a J.J. Abrams). El juego de matrioskas que él ya dominaba en su época lostiana es recogido aquí desde el storytelling más puro, sin dar al espectador una respuesta directa.
Lo único tangible en cuanto a su corporeidad son los movimientos, que en un primer momento despiertan la sonrisa escéptica hasta del espectador más creyente que vislumbra una cierta prepotencia extravagante de afanes cósmicos, pero que tras pensarlos se replantean como una respuesta tremendamente lógica a la necesidad narrativa de crear un lenguaje críptico, una gramática propia de nuestra era del videoclip que posibilite la comunicación bajo términos naturalmente humanos y poéticos, y esos movimientos diseñados por Ryan Heffington hablan de un código primario.
Y por supuesto, el segundo elemento físico en esta historia de trascendencia son los outsiders, que como en Sense 8 son seres quebrados, incompletos o dañados, como todos, que logran en comunidad, en la conexión con lo colectivo, entender y asumir la complejidad de lo absoluto, del todo. Algo que tampoco es una inmersión fácil en tiempos individualistas.
La serie respira libertad creativa desde el tardío opening, con el riesgo inherente de que si el espectador no se sienta alrededor de la hoguera, si el espectador no está dispuesto a suspender su incredulidad, a emprender el camino narrativo a ciegas, y a desprenderse del binarismo vírico que comentábamos, no se reservará la posibilidad de creer en ángeles.