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Tenía que pasar. De hecho, es lógico. Vivimos en un mundo en el que cada día alguien ve la mejor serie del año. Hay días en que algunos ven más de una serie que es la mejor serie del año. Además, estas series siempre vienen acompañadas de ciertos parabienes: un halo de complejidad, ecos de innovación, gritos a voz en cuello de «pionero». Nos encanta el tormento. Antes nos gustaba el interior, el de cuerpos contraídos en busca de expiación; ahora nos gustan en formato charlatán. Si el show de turno no arranca con un drama insondable, con un tsunami de sufrimiento en 3D, ya no nos gusta tanto.
Pero ojo: no tiene que ser sufrimiento real, pero tiene que parecerlo. Mucho. Las series respetables del presente son pozos de tristeza o no son series. Familias despedazadas, fantasmas en forma de metáforas de épocas pretéritas que son como jorobas que no pueden ser extirpadas. Poesía barata como la de esta última frase que acabo de escribir.
Así que cuando uno se ha estado regalando a costa de la serie del taciturno de manual, recordando a todos/as el mérito que te toca por ser capaz de descifrar ese tono entre dramático y críptico que gasta todo lo que ve, es normal que se acabe cayendo en la tentación. Y la tentación, vestida de rojo vivo, se presenta en forma de condescendencia: cualquier cosa que no pretenda convertirse en algo tremendamente profundo pasa a ser irrelevante. O aún peor: ‘para niños’.
The Mandalorian es una serie de aventuras. Nunca ha pretendido ser nada más que una serie de aventuras. De hecho, no es solo una serie de aventuras: es una gran serie de aventuras. Su conexión con el universo Star Wars (siendo –en ocasiones– más Star Wars que la propia Star Wars) le concede, de entrada, una prestancia distinta. Básicamente, mil lupas examinando cada rincón del metraje, en busca de la traición a la esencia, el tributo invisible o el sello del genio de turno.
Pero la serie de Jon Favreau ha hecho saltar la banca. Ha encontrado el tono adecuado, ha rendido homenajes sin parecer oportunista, ha abrazado géneros sin guardarse nada y, nunca (nunca) ha mirado al espectador por encima del hombro. Como cuando se llega a esa edad en la que uno se conoce tanto que ya sabe perfectamente el qué, el cómo y el dónde.
Por supuesto, lo de andar por ahí sin las ínfulas del drama, sin personajes al límite, sin garitos llenos de humo en los que el protagonista se bebe su existencia en vaso corto, tiene un problema inherente: el propio sentido de la vida. Es decir, para qué coño vas por ahí con un diseño de producción exquisito, unos efectos especiales de lujo, personajes carismáticos y un universo visual inabarcable, si luego el protagonista no sufre un gravísimo conflicto interior que solo solucionara arrancándose las muelas del juicio con unas tenazas ante su padre, que le abandonó siendo pequeño.
No hay género más denostado que la aventura per se. Esa es la gran virtud de ‘The Mandalorian’: su brutal crudeza conceptual; su amor por el terruño de la ficción
Y sin embargo, en la tremenda simplicidad de la propuesta (es tremendo como hemos denostado lo ‘simple’, convirtiéndolo en sinónimo de inútil), yace su enorme atractivo: The Mandalorian es puro gusto, una road movie destilada en uno de esos alambiques en los que el oro liquido te llega una gota a la vez. Un show que se gana su nombre, una suerte de Indiana Jones espacial con ecos de Leone, Sturges, Lucas y Spielberg. Un western con pueblos polvorientos, forajidos, cazarecompensas y villanos de ocho, diez y doce patas. Una revisitación de esos milagros de los 60 que solo querían generar pequeñas partículas de olvido para que el espectador perdiera el rastro de sus propios problemas durante 45 minutos a la semana: Misión imposible, Los invasores, Bonanza o El fugitivo.
Ahí reside su pecado y con él su penitencia. El ninguneo de los que no perdonan que en tiempos en los que la televisión debe ser Homérica, alguien apueste por Verne. Por supuesto, cuando alguien llama a The Mandalorian, ‘infantil’, no pretende decir que se lo está pasando pipa, sino que es genéricamente malo que una serie sea para todos los públicos. Es el lado oscuro de la fuerza, versión catódica: desde hace un lustro (aprox.), nos golpean los residuos del desastre interestelar causado por HBO a finales de los 90, que provocaron una oleada de zombis con delirios shakespearianos.
Hasta la serie más inerte debe contener una buena dosis de desazón vital, hombres y mujeres a punto de ser arrojados contra los acantilados de la vida. O puedes ser Shonda Rhimes o Ryan Murphy, cada uno con su propia versión de la nada, vendiendo la ídem since las cuevas de Altamira. Qué demonios, hasta puedes ser Kurt Sutter, hacerte cuatro tatuajes e ir por el mundo como si fueras Otelo.
Lo que no puedes ser es un tipo que empaqueta un producto que solo quiere divertirte. Da igual que lo hagas de primera, que no mires el reloj ni un segundo, que todo el mundo hable de ti. Eso hace que todo te parezca mucho peor, porque otra ficción sin placebo es posible. El show que te mira a la cara y te dice: ‘esto es lo que hay’. Un show sin hombreras, sin cómicos reconvertidos en contables apaleados, sin pueblos del medio-oeste en que la gente se dispara inmediatamente antes de desayunar, sin genios del mal que solo quieren tirarte de una azotea porque un día miraste mal a su hermana. Porque no hay género más denostado que la aventura per se, la que se sirve sin coartadas grandilocuentes. Esa es la gran virtud de The Mandalorian: su brutal crudeza conceptual; su amor por el terruño de la ficción.
‘The Mandalorian’ es la serie que hubiéramos gozado de críos y la serie que gozamos de adultos
Que alguien considere que es malo mirar una serie con los ojos de un niño, ya debería advertirnos del barril de cinismo en el que andamos metidos (ojo, no sin motivo) desde hace un tiempo. Somos sospechosos hasta de pasarlo bien viendo a un tipo que no puede quitarse el casco, yendo por ahí con una diminuta criatura verde, escapando de gusanos gigantes, stormtroopers, señores de la guerra, marineros con tentáculos y leyendas del Imperio. El Mando va desde el punto A al punto B con la ayuda de alguien que -a su vez- le exige un trabajillo, solventar un problema. Y así todo el rato, de una confín de la galaxia a otro confín de la galaxia. Sencillito, rápido, divertido: maravilloso.
The Mandalorian es la serie que hubiéramos gozado de críos y la serie que gozamos de adultos, y no hay nada raro en ninguna de esas dos cosas.
¿Ser un niño otra vez 50 minutos a la semana? ¿Dónde coño hay que firmar?