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Afortunadamente la Marcha Repentina sigue siendo un hecho aislado, dentro y fuera de la pantalla. La de The Leftovers ha sido una despedida gradual, anunciada y sin apenas cabos sueltos que abran la veda del despiece en redes sociales, tan habitual tras el final de una serie (algo de lo que Damon Lindelof puede hablar largo y tendido). Incluso se nos ha explicado más de lo esperado acerca del misterio que aparentemente iba a quedar irresuelto. Su inmensa minoría de seguidores, una audiencia demasiado exigua para que la HBO mantuviera la ficción en antena pero suficiente para que permitiera cerrarla con dignidad, también se sienten ahora dejados atrás, como los supervivientes de aquella súbita desaparición en un fatídico 14 de octubre… 15 de octubre en Australia. Esta sensación de pérdida resulta lógica en la que ha sido una experiencia bíblica para agnósticos.
Lo que en ciertos momentos de la primera temporada amenazó con derivar hacia un manual de espiritualidad new-age para Dummies se ha consolidado como una de las ficciones más sólidas de los últimos tiempos, un tratado sobre la aceptación de la pérdida, la incertidumbre del duelo, el peaje del dolor y la eterna dicotomía entre ciencia y fe. Fe terapéutica en lo humano, no tanto en lo divino. Cada capítulo de la serie creada por Damon Lindelof y Tom Perrotta a partir de la novela del segundo ha resultado ser una emocionante disección de los sentimientos de unos personajes a la deriva tras la desaparición aleatoria del 2 por ciento de la población mundial. Una masacre metafísica “random” (el modo pulcro de decir “a lo loco”) que se cebó de manera especial en Nora Durst, quien ha acabado siendo el alma, la portavoz autorizada de la audiencia, un personaje adorado pese a su carácter comprensiblemente endurecido, elevado a los altares de la historia televisiva gracias al trabajo desgarrado de Carrie Coon.
Nora no ha superado que se desvaneciera toda su familia, marido y dos hijos. Incapaz de asumir el dolor y la culpa de la supervivencia cede a instintos autodestructores pero al mismo tiempo trabaja investigando posibles fraudes en las desapariciones a través de una agencia gubernamental, formulando a los familiares las preguntas de un cuestionario frío en su exhaustividad. ¿La burocracia como forma de expiación? Antes nos vestiríamos de blanco para enrolarnos en las filas de los Culpables Remanentes, la secta de fumadores empedernidos que tantos quebraderos de cabeza provocó en las dos primeras temporadas.
Cada capítulo de The Leftovers ha sido un desafío a la entereza emocional del espectador; pocas ficciones televisivas han sido capaces de llegar a este límite sin caer en el melodrama impostado. Provocar la lágrima puede ser fácil y a veces algo tramposo; conseguir que al espectador se le ponga la piel de gallina semana tras semana sólo está al alcance de las que juegan en otra liga. Si esta producción en concreto ha calado tan hondo ha sido en buena parte gracias a unos guiones que no han rehuido el conflicto a escala humana, pese a lo críptico de algunos de sus símbolos (los perros, los libros sagrados, el hotel, la escena prehistórica…), y también a un reparto de altura, siempre eficaz y dispuesto a despertar empatía, incluso en el caso de personajes tan áridos como el de John Murphy. Además de la imprescindible Carrie Coon (ahora en la tercera temporada de Fargo, nuevo hito en un currículum que nos puede deparar grandes momentos en el futuro), ahí está Christopher Eccleston, humanizando al reverendo Matt Jamison, personaje obsesivo y quijotesco, empeñado en rastrear señales divinas donde sólo hay desconcierto, milagros ambiguos y tipos ataviados con una gorra roja, o Amy Brenneman, cuya Laurie Garvey ha protagonizado uno de los arcos narrativos más complejos, partiendo del desafiante mutismo inicial.
«Cada canción que ha sonado en ‘The Leftovers’ ha sido escogida cuidadosamente con el objetivo de añadir significado o resaltar estados de ánimo»
Un tercer elemento indispensable en este carrusel de emociones ha sido la música, tratada con un mimo digno de mención. A estas alturas es redundante subrayar la importancia vital de la banda sonora de Max Richter, composiciones delicadas en las que late la esencia de Philip Glass, ambos con experiencias valiosas en el cine. No se podría entender Las Horas si le restáramos la partitura del maestro del minimalismo, ni el arranque de La Llegada sin el tema de Richter “On the nature of daylight”, aportando un plus de intensidad a una de las mejores películas recientes, para la cual la trama de ciencia-ficción, al estilo de The Leftovers y tantas otras grandes obras del género, es el andamio visual y conceptual de una profunda especulación filosófica.
A menudo insinuadas levemente en segundo plano, las notas de Richter compuestas para la serie de HBO han conseguido pulsar la fibra sensible de los más curtidos y arrastrarlos a su terreno, como corresponde a un buen pianista de Hamelin. Y no es una licencia retórica, es que nació en la famosa ciudad alemana. A esta constante se le han añadido los diversos temas incidentales de cada episodio. Lejos de constituir un caso más del síndrome “¿Quién vive ahí?”, consistente en recurrir a una lista de grandes éxitos del pop de radiofórmula y dejarlos ir sonando a lo largo de la emisión de turno sin criterio alguno, cada canción que ha sonado en The Leftovers ha sido escogida cuidadosamente con el objetivo de añadir significado o resaltar estados de ánimo. A manera de despedida analizamos tres de las canciones con más peso dramático en los hechos narrados, nuestro particular TOP. Dos de ellas, además, se integraron en la ficción por derecho propio, siendo cantadas con más o menos pericia por algún personaje.
En el número 3… “Let the mistery be” (Iris DeMent)
The Leftovers ha jugado a desmenuzar las expectativas del espectador desde los mismos títulos de crédito. ¿Qué es eso de mantener una única sintonía a lo largo de los años? Si las sitcoms nos acostumbraron a ir variando las imágenes de entrada de los protagonistas y The Wire alternó diversas versiones del mismo tema de Tom Waits, ahora ha tocado llevar un paso hacia adelante el tuneado de cabeceras. En la primera temporada unos frescos casi religiosos, documentos gráficos de la dolorosa Marcha Repentina, se deslizan sobre la cúpula agrietada de lo que parece una basílica renacentista, ilustrados mediante los coros y violines de una misa atea compuesta por Max Richter para la ocasión. Todo muy solemne. En la nueva tanda de capítulos, coincidiendo con un cambio de escenario en la trama, descendemos al plano terrenal mediante una sucesión de fotografías de escenas cotidianas en las que la silueta de alguno de los presentes ha sido reemplazada por una especie de imagen astral. Un rasgueo de guitarra contribuye a situarnos a ras de suelo. La cantautora folk Iris DeMent nos lo deja bien claro. “Todo el mundo se pregunta de dónde vino, / a todo el mundo le preocupa adónde va a ir. / Cuando todo está hecho / nadie sabe a ciencia cierta, / es lo mismo para mí, / creo que simplemente dejaré que suceda el misterio”. Esta letra compuesta para su álbum de debut de 1992, Infamous angel (seguimos con las imágenes religiosas), encaja como un guante con las advertencias de Lindelof. No nos preocupemos tanto por encontrar la respuesta a las desapariciones (o por los dichosos osos polares, ya de paso), aceptemos los misterios diseñados por el Deus ex machina (lo que actualmente llamamos showrunner) y seamos testigos de sus consecuencias devastadoras… Este, y ningún otro, es el meollo de The Leftovers.
En la tanda final de ocho episodios, aun manteniendo la estética de la temporada anterior, el equipo creativo y la supervisora musical Liza Richardson optaron por cambiar cada semana el tema de entrada: la versión swing de “Personal Jesus” de Depeche Mode a cargo de Richard Cheese, la profética “This love is over” de Ray LaMontagne, el provocador “1-800 Suicide” del grupo de hip hop Gravediggaz… Una de las sintonías más chocantes ha sido “Nothing’s gonna stop me now” de David Pomeranz, una de esas melodías optimistas tan típicas de una sitcom de los 80 (bastante intercambiables las unas con las otras, para qué nos vamos a engañar), perteneciente a la cabecera de Primos lejanos. La manera de introducir en la trama de The Leftovers a uno de los actores de esa recordada serie, Mark Linn-Baker, es el mejor ejemplo de un sentido del humor oblicuo, sutil y gamberro. No hay duda: cuando un drama psicológico reparte chistes a costa del pene de su protagonista es que los tiene muy bien puestos…
En el número 2… “Never gonna give you up” (Rick Astley)
«Todos aquellos que hemos acompañado a Kevin y Nora sabemos que “Take on me”, de A-ha, jamás volverá a sonar igual»
Ann Dowd es de esas actrices de trayectoria contrastada en el teatro, que aumentan la popularidad a mitad de su carrera gracias a sus trabajos para cine y televisión. Por talante y aspecto físico, capaz de pasar de entrañable a amenazadora en un fruncir de ceño, la podríamos emparentar con Margo Martindale, Claudia en The Americans. La cotización de Dowd se elevó en 2012 a partir de un tenso film independiente muy recomendable, Compliance, y ahora mismo es la tía Lydia en The Handmaid’s Tale, uno de los relevos más potentes de la HBO tras el final de la serie de Lindelof y Perrotta. Su personaje en The Leftovers, Patti Levin, ha sido uno de los centros de gravedad espiritual, una presencia física y anímica sin la cual es imposible comprender la odisea del protagonista, Kevin Garvey, a caballo entre dos mundos (lo del caballo tampoco es una figura retórica, porque saca a relucir su alma de cowboy en diversas ocasiones). La cruzada de Kevin no cuenta con figuras protectoras a la vista: su madre no está y su padre (un fantástico Scott Glenn) ha quedado algo trastornado. Por si fuera poco, en la segunda temporada Patti le sigue a todas partes como un maquiavélico ángel de la guarda. Ya es mala suerte.
Es precisamente durante estas sesiones de escrache espiritual que a la líder de los Culpables Remanentes le da por tararear un clásico del pop juvenil de los 80 (volvemos a la década prodigiosa): “Nunca te dejaré / nunca te defraudaré / nunca saldré corriendo ni te abandonaré / nunca te haré llorar / nunca te diré adiós / nunca diré una mentira que te lastime”. En boca de la insistente Patti, estas promesas de amor suenan a condena. Aunque muchas canciones presuntamente románticas esconden una pesadilla en su interior (¿qué es sino “Every breath you take”?), pero ese sería otro tema… En todo caso, a las mentes perversas agazapadas detrás de The Leftovers les quedaron ganas de reincidir. En la tercera temporada han osado pervertir para siempre el sentido de otro himno ochentero, todavía más intocable si cabe. Todos aquellos que hemos acompañado a Kevin y Nora en su viaje transoceánico a Melbourne sabemos que “Take on me”, de A-ha, jamás volverá a sonar igual. Cada generación ha podido sentir en sus carnes esta iconoclastia musical: que se lo digan a los fans de Charles Aznavour, para los que a partir de ahora el sonido de las mandolinas de “Que c’est triste Venise” puede quedar algo tapado por el rugido de un león…
Y pegando fuerte, en el número 1… “Homeward bound” (Simon and Garfunkel)
En unos tiempos en que el escepticismo es la norma imperante, The Leftovers ha abrazado el sentimentalismo sin vergüenza alguna, justificado por la necesidad de creer en lo que sea para sobrevivir al diluvio real o imaginado. Y por supuesto Kevin Garvey ha encarnado otro tipo de protagonista bien distinto al antihéroe dominante en los últimos años. El jefe de policía de Mapleton (alcalde de la ciudad en la novela original) es el héroe pasmado, perpetuamente aturdido y superado por los acontecimientos. A ello ha contribuido Justin Theroux, un actor cuyo rostro angustiado solemos ver surcado de signos de interrogación, desde que lo vimos en Mulholland Drive (maravillosa coincidencia en la parrilla televisiva de esta serie con la resurrección de Twin Peaks, que en su hipnótico retorno le debe mucho a la película rodada por David Lynch en el 2001, un piloto frustrado reconvertido en obra maestra del cine del nuevo siglo).
Kevin ha viajado en tres ocasiones más allá de la muerte, siempre bajo los acordes estruendosos con los que se abre el Coro de los esclavos hebreos del Nabucco de Verdi. Los capítulos que transcurren en ese otro mundo, especialmente “International Assassin” y “The most powerful man in the world (and his identical twin brother)”, están entre los mejores, conformando una saga paralela con personalidad propia y una lógica gozosamente surrealista, una especie de Legión no tan pasada de revoluciones. Si en el universo de The Leftovers ha sido siempre difícil prever el siguiente movimiento de los guionistas, en este caso la apuesta se doblaba hasta el infinito. Igual que nosotros, un Kevin aturdido al cubo acabó advirtiendo que en cada una de esas visitas el regreso se hacía más cuesta arriba. Al término de la segunda temporada, en el capítulo titulado “I live here now”, nuestro Hércules particular tuvo que superar la más dura de las pruebas para volver a casa: cantar en un karaoke (en el purgatorio, o donde demonios sea que estuviera, también tienen derecho a gozar de estos templos del placer culpable).
Esta ocurrencia, una boutade de Perrotta en plena lluvia de ideas, marcó una de las escenas clave. La canción elegida no admitía dobles lecturas: volvemos a casa, nos cantaban Paul y Art en 1966. Por el camino quedaron otras opciones posibles, especialmente “Like a prayer” de Madonna (la diva dijo que no) y “The great pretender”. En la ruleta que activa Kevin para saber qué canción le va a tocar vemos escritas otras posibilidades, muchas de ellas guiños a esta y a otras ficciones. A saber, “Bohemian Rhapsody” de Queen, “Angel of the morning” de Juice Newton, “Livin’ on a prayer”, de Bon Jovi, “I would die 4 you” de Prince (nadie sabe más acerca lo que representa morir por el prójimo que el mesías amateur Kevin Garvey)… y “Don’t stop believing” de Journey, el tema que cerró The Sopranos, en un último fundido a negro casi tan controvertido como el fundido a blanco de Perdidos. A nuestra parte perversa le hubiera encantado contemplar una escena eliminada con cada una de estas canciones, viendo a Kevin cada vez más apurado. Al parecer personaje y actor compartían incomodidad. El modo en que Justin Theroux afronta este gráfico “Homeward bound”, desafinando a causa de un cóctel cacofónico formado por los nervios, la vergüenza y la falta de oído musical, saliendo adelante pese a todo, compone un gran retrato psicológico del personaje. Otro de esos momentos que permanecerán en la memoria de los espectadores, todos nosotros, en el intento de olvidar que el mundo no se ha acabado… pero The Leftovers sí.